Hay que leer un poquito de Las malas, o unos versos de La novia de Sandro, de Camila Sosa Villada, y se entiende todo. Que Las malas tenga ya veinte ediciones, por ejemplo. Que Camila haya ganado el Premio Sor Juana Inés de la Cruz, que se da en México a la literatura de mujeres. Que, ahora, la prestigiosa revista estadounidense The New Yorker hable de ella.
Lo hace a través de un artículo de la periodista argentina Graciela Mochkofsky y a partir de una noticia: en mayo, Las malas saldrá en inglés como Bad girls, publicada por la editorial Other press. Con 20 ediciones esta novela, que salió en 2019, es la obra que la instaló como escritora, aunque en la Argentina ahora Sosa Villada esté presentando su último trabajo, Soy una tonta por quererte.
La periodista resume Las malas más o menos así: “La novela, una obra de autoficción, es una historia de iniciación en primera persona contada por Camila, quien nace pobre y niño en un pueblo de las sierras de la provincia de Córdoba, y cuyos padres la rechazan violentamente cuando, como adolescente, empieza a vestirse de niña. A los dieciocho años se muda a la ciudad para asistir a la Universidad (en Argentina las universidades públicas son gratuitas y abiertas a todos) y por las noches, para mantenerse, se convierte en trabajadora sexual”.
Mochkofsky pasó su adolescencia en Córdoba, fue a esa misma universidad, conoce los parques por donde anduvo Camila. El mismo mundo pero, claro, otro. “La novela comienza y termina en el Parque Sarmiento, donde trabajan las travestis. Mis abuelos vivían cerca del parque, y he ido muchas veces al zoológico y al parque de diversiones, pero nunca había estado allí de noche ni había visto travestis esperando clientes junto a la estatua de Dante”, cuenta.
Y concluye: “Su Córdoba es una ciudad marginal y nocturna de un alma y un cuerpo que sobreviven al desprecio de los vecinos, las palizas de los clientes y la brutalidad policial. La mía es una ciudad suburbana, aspiracional, de clase media alta, de una estudiante obediente que cuenta con el apoyo de sus padres”. Clarito.
Con agudeza, la periodista señala parte de la excepcionalidad de Sosa Villada. Su defensa ante la opresión de género no apunta a borrar de dónde salió. Travesti es, travesti quiere ser nombrada. Travesti, no “mujer trans”, una expresión que, dice Mochkofsky, “Sosa Villada considera ‘completamente ajenos a nosotras’ —es decir, a las travestis latinoamericanas que vivían en la pobreza y trabajaban en las calles”. Y cita a Sosa Villada: “Yo no uso el término mujer trans, no uso vocabulario quirúrgico, frío como un bisturí, porque la terminología no refleja nuestra experiencia como travestis en estas regiones, desde la época indígena hasta este sinsentido de civilización”.
El artículo también consigna una nota que Sosa Villada hace a la edición en inglés y en la que reconoce a las travestis que vinieron antes. Dice: “En el cementerio donde uno encuentra tantas travestis anónimas, muchas de las cuales solo quedan en la memoria como un apodo. o hecho famoso, donde las raíces brillan fosforescentes, algo de su existencia todavía late con vida.”
Minuciosa, la reseña del New Yorker releva la historia de los derechos de gays, lesbianas y travestis en la Argentina. Y deja hablar a Sosa Villada, cuando cuenta cómo, juntas y empuñando sus tacos agujas, las travestis se defienden de quienes las golpean (a veces, después de amarlas).
Finalmente, concluye: “Registrar la experiencia travesti, sin importar cuán terriblemente dolorosa sea, como algo precioso es el propósito de Bad Girls”.
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