Julieta se sentó ante el Tribunal Oral en lo Criminal Federal N°2 de San Martín (TOCF) y declaró durante cinco horas. Su testimonio era esperado. Fue la denunciante, en 2018, de lo que ocurría detrás del velo de un culto religioso con una sede central en San Justo, La Matanza. La joven de 31 años llegó a conocer desde adentro la pesadilla que ocultaba esa congregación evangélica: vivió con su madre y sus seis hermanos en el Templo Filadelfia durante unos 15 años. Vio la explotación, los malos tratos y la manipulación psicológica; vio cómo supuestas “servidoras” o “ungidas de Dios” se aprovecharon de la vulnerabilidad de decenas de víctimas para servirse del trabajo de ellas. “Lo que busco es que se haga justicia”, expresó al final.
El juicio contra 28 imputados por asociación ilícita, reducción a la servidumbre y explotación laboral agravada, entre otros delitos, comenzó el 24 de octubre pasado. La imputada como jefa de la organización se llama Eva Petrona Pereyra -alias “Tía Eva”-, hoy de 80 años y en prisión preventiva, quien solía autoproclamarse líder espiritual, con dones para encarnar al espíritu santo y transmitir sus mensajes a los feligreses. De ese modo, y con la ayuda de un grupo de pastores, fue captando a distintas familias en condiciones de pobreza para que “entregaran todo a Dios” y trabajaran para él. Los fieles, al ingresar a la comunidad, eran obligadas a vender sus posesiones y comenzar a trabajar en la producción de productos panificados y en la venta ambulante sin ver un solo peso: todos los ingresos de esas jornadas de hasta 12 horas eran entregados en su totalidad a la iglesia, dirigida también por Divina Luz Pereyra, hermana de la “Tía Eva”, y su sobrina Adriana del Valle Carranza. Ambas fallecieron.
El relato de Julieta ante los jueces Fernando Marcelo Machado Pelloni, Walter Antonio Venditti y María Claudia Morgese Martín comenzó desde que ella tenía cuatro años, entre los años 2000 y 2001, y terminó con la época de la denuncia, presentada en 2018. Allí contó que solía asistir con su familia a la casa de Norma Valdez, tía política de Julieta, ubicada en el barrio Las Torres de Pontevedra. En ese lugar, Norma tenía una iglesia conocida como “el anexo de Pontevedra”, donde se congregaban los viernes. Más tarde, la dueña de la casa les explicó que esa sede era solo un anexo de una iglesia mayor que se llamaba “Filadelfia”, ubicada en la calle Centenera 3715 de San Justo.
“Una vez que conocimos la -sede- central, empezamos a escuchar anécdotas, situaciones, en donde en la central funcionaba un discipulado. Yo era chica y la palabra para mí era nueva, no sabía lo que significaba. Tanto el hermano Rigoberto -Mora Bogado- como el hermano Miguel -Mora Bogado; ambos imputados- empiezan a contarle a mi mamá que había personas que estaban en situaciones complicadas, ya sea de drogas, de enfermedad, ya sea por falta de trabajo, y que en la casa de Dios, como la llamaban a la central de Filadelfia, restauraban vidas. La situación en mi casa era complicada, mi papá se había ido ya hace mucho tiempo. Yo crecí y me crie sin mi papá, mi mamá trabajaba como empleada doméstica, y vivíamos en un barrio muy vulnerable -en González Catán-, en una villa básicamente. Entonces siempre había un cuento en donde había personas que estaban en una situación similar a la nuestra, donde las siervas de Dios sentían que tal persona ya estaba preparada para servir a Dios en la casa de Dios. Todas estas cuestiones comenzaron a ser familiares”, comentó la joven, constituida como querellante con el patrocinio de la abogada Mariana Barbitta.
En el año 2000, según declaró la denunciante, durante una visita a la iglesia, Eva Pereyra y Adriana del Valle Carranza le pidieron a la madre de Julieta -llamada Zulema- quedarse después de la celebración para hablar. En esa reunión, le comunicaron que “la voluntad de Dios” era que sus hijos mayores, los mellizos y su hermana M., fueran a vivir al discipulado. Le aseguraron que allí no les faltaría nada y que Adriana se haría cargo de todo. Aunque Zulema no aceptó de inmediato, las líderes insistieron cuando la familia enfrentó problemas económicos en su hogar. “Mire que Dios ha hablado. Usted está desobedeciendo, y hay consecuencias cuando uno no obedece a Dios”, le decían. Con el tiempo, y luego de sucesivas insistencias, los tres se radicaron en el templo. A las pocas semanas, por imposición de Adriana, la familia no pudo acercarse a ellos sin permiso de “las elegidas”.
Con la crisis del 2001, Julieta explicó que “la situación en mi casa se tornó totalmente insoportable e insoportables las insistencias en el culto -para que fuera a vivir la familia completa allí-. Así, para marzo de 2002 mi mamá puso un cartel en la puerta de la casa a mano que decía ‘se vende esta casa’. Y la compró un vecino”. El dinero se lo entregó en un sobre a una de las líderes del templo. “Nunca supe cuánto tenía adentro”, precisó.
En ese momento, la joven fue llevada a compartir casa con otras familias bajo la misma situación, en un departamento de la calle Anchoris al 4175, en condiciones de hacinamiento y precariedad. La escacez era la norma. Además, según precisó en su testimonio, como el colegio estaba mal visto porque “no era una cosa de Dios”, terminó dejándolo, porque siempre le decían que únicamente era importante “aprender a restar y sumar” para “servir a Dios”. Entonces comenzó a trabajar durante largas jornadas en una labor que “consistía en la venta ambulante de panificados, de medias, de vasos, de cremas, de tasas, de lo que sea que las siervas de Dios te mandaran a vender”.
Julieta también contó su estadía en diversas sedes de la iglesia. Y es que la organización, activa desde la década del 70 e inscripta en el Registro Nacional de Cultos en 1981, contaba con otros espacios diseminados por el país, en provincias como Mendoza, Salta, Neuquén, Tucumán y Entre Ríos. También en países vecinos como Brasil y Paraguay. Siempre con la misma metodología de captación y el mismo modus operandi de explotación.
Para el año 2015, Julieta ya había visto muchos signos de maltrato y manipulación hacia distintos fieles. Presenció castigos con golpes, promesas incumplidas, retos, amenazas y prohibiciones. “El mundo de afuera” se había ido difuminando de a poco, y el de adentro estaba envuelto en una burbuja creada a base de “palabras” o “interpretaciones” de la biblia. Incluso fue testigo de un casamiento obligado por las “ungidas” entre su hermana M. y otro joven. Dios así lo había elegido. Sin embargo, un día escuchó en televisión que un hombre llamado Pablo hablaba de sectas: ahí se dio cuenta de que ella era otra víctima.
Julieta se escapó del templo en 2016 luego de una vida de opresión. En 2018, tras asesorarse legalmente, decidió presentarse ante la Justicia para exponer su caso y el de sus hermanos. En ese marco, al finalizar sus testimonios ante el tribunal, con una voz cruzada por la angustia, expresó: “Yo un día me senté a denunciar esto y me enteré de que mi vida había sido una pesadilla. Que me habían utilizado de mil maneras. Que habían vulnerado cada una de las áreas de mi vida: mis sentimientos, mis creencias, mis amistades, todas las órbitas de mi vida habían sido abarcadas por Filadelfia, y yo no me di cuenta, y nadie intervino nunca”.
Luego señaló: “Esto pasaba a la luz del día y en medio de una ciudad totalmente poblada... Cuando lo consulté con un vecino -de la iglesia- me dijo: ‘todo el mundo sabe que Adriana trae pibes de las provincias para que le trabajen’”. Y concluyó: “Filadelfia no empezó en el 2001 ni terminó en el 2016. Entonces Filadelfia no es algo particularmente mío. Mientras yo estuve ahí no pude hacer nada. Yo viví una Filadelfia feliz y después una Filadelfia terrible. Cuando me di cuenta pude exponerlo todo. Pero ya no depende más nada de mí”.
La próxima audiencia será el viernes 20 de diciembre al mediodía. En los requerimientos de elevación a juicio también hay casos de abuso sexual y sustracción de la identidad dentro de la congregación. El representante del Ministerio Público Fiscal es Alberto Gentili, y junto a la querella de la abogada Barbitta está la Defensoría Pública de Víctimas, en cabeza de Inés Jaureguiberry.