A una semana de que 27 imputados se negaran a declarar como miembros de una secta evangélica conocida como “Templo Filadelfia”, la acusada restante se diferenció este viernes del resto y expuso ante los jueces del Tribunal Oral en lo Criminal Federal N°2 de San Martín (TOCF) un relato donde se ubicó como una de las decenas de víctimas de una red de trata dedicada a la explotación con fines laborales. Habló de un sistema de opresión basado en un adoctrinamiento religioso, de condiciones de vida precarias durante la rutina dentro del “discipulado”, de castigos con maltratos físicos y hasta de ritos sexuales impuestos por personas “ungidas de Dios” para “bendecir” a los fieles.
Se trata de Liliana Beatriz Barrionuevo, acusada de formar parte de una asociación ilícita liderada principalmente por Eva Petrona Pereyra -alias “Tía Eva”- en concurso real con los delitos de reducción a la servidumbre y explotación laboral agravada. Esta organización, con sede central en San Justo, partido de La Matanza, y activa desde la década del 70, captaba y acogía a personas vulnerables para someterlas a “prestar su fuerza de trabajo en la elaboración de productos panificados, venta ambulante, trabajo de albañilería o efectuar trabajos para otras personas, cuyos ingresos económicos debían ser entregados de forma íntegra a la iglesia Filadelfia”, precisó en su requerimiento de elevación a juicio el fiscal Sebastián Basso, a cargo de la Fiscalía Federal N°1 de Morón.
De acuerdo a las actuaciones, remitidas a juicio oral en diciembre de 2021, la “Tía Eva” llevaba las riendas del culto junto a su hermana Divina Luz Pereyra y su sobrina Adriana del Valle Carranza -ambas fallecidas-. Todos los feligreses de la comunidad, con filiales en diferentes provincias del país, como así también en Brasil y Paraguay, acataban sus órdenes, ya que las autoridades se autoproclamaban como “ungidas de Dios” con dones espirituales para comunicarse con él y mostrarle a cada uno cuál era su voluntad para “servirlo”.
En ese marco, se presentó a declarar Liliana Barrionuevo en la tercera jornada del debate oral y público tramitado por los jueces Fernando Marcelo Machado Pelloni, Walter Antonio Venditti y María Claudia Morgese Martín. Ya en la audiencia anterior se habían negado a hablar los demás coimputados. La mujer, de 58 años, marcó la excepción. Llegó a la sala judicial de Ugarte 1735 -Olivos- por sus propios medios, tras haber transitado dos años de prisión preventiva en el Complejo Federal de Ezeiza que, paradójicamente, luego puntualizaría como el “comienzo de su libertad” en su vida.
“Esta declaración es para mí uno de los momentos más difíciles de mi vida. Me siento observada por mi comunidad y seguramente juzgada, y aún hoy me siento temerosa de sus autoridades. Desde hace mucho tiempo quería contar la verdad de lo que pasó en la iglesia, pero no podía y me veía forzada a no hablar. Aun estando privada de libertad en Ezeiza, recibí una carta de Eva que, amparada en citas bíblicas, me presionaba a mentir, ocultar y callar. A pesar de haber superado muchos preceptos, los sentimientos de culpa y vergüenza siguen pesando en mí. Me da miedo expresar en voz alta y ante todos lo que voy a contar; quisiera no ser la única”, expresó la imputada al iniciar su testimonio a las 12:30.
“Conocí la iglesia Filadelfia de la mano de mis padres cuando tenía entre 9 y 10 años. Antes íbamos a una en Villa Diamante, donde vivíamos, pero un nuevo pastor nos dijo que íbamos a depender de una sede en San Justo, y que teníamos que ir a las reuniones porque esa era la iglesia central ahora. Con el tiempo empezamos a ir un poco más; Filadelfia era diferente, además de realizar reuniones había un discipulado”, comentó, y, luego de describir una serie de abusos intrafamiliares sufridos durante su infancia, donde decidió “aferrarse a Dios”, añadió: ”A los 13 años, me habló a través de Eva Pereyra, que me dijo que Dios me había elegido para servirlo. Yo estaba muy ilusionada”.
“En las reuniones generales se enseñaba a menospreciar el estudio, decían que éramos ‘la novia del Señor’ y que la verdadera sabiduría venía de Dios. Estos conceptos se internalizaban a tal punto que abandoné el colegio a los 14 años esperando el momento para servirlo. Todo esto era tan creíble que hasta mis padres comulgaban con la idea y se alegraron cuando decidí dejar la escuela. En 1981 comencé el discipulado, pasé de estar sola a compartir con chicos de mi edad y de mi misma condición. Todos amábamos a Dios y queríamos servirle, al menos eso fue lo que pensé en ese momento. Tenia 15 años, estaba sola y lo único que buscaba era contención”, expresó con la voz entrecortada.
Con la presencia virtual de las dos querellas y del fiscal del caso, Alberto Gentili, la acusada se extendió durante una hora dentro del recinto. Allí dijo que las enseñanzas que se transmitían en el discipulado de la calle Centenera 3715 imponían “vivir humildemente y con carencias”. Explicó que “pasábamos muchas necesidades, vivíamos precariamente y comíamos mal. Racionaban el azúcar, comíamos una sola vez por día, que podía ser un plato de comida, un mate cocido con torta frita o mazamorra sin azúcar”.
Y agregó: “Un día no hubo nada para comer. Yo tenía mucha hambre y llegó un ‘hermano’ con una bolsa de bolitas viejas y duras que no había podido vender; comimos solo eso, sin mate cocido porque no había gas... A la hora de comer, la prioridad siempre la tenían los varones con la idea de que tenían que tener energía para la construcción del templo. Estoy hablando del año 1982″.
A su término, comenzó a hablar de la modalidad de trabajo y de las jerarquías que constituían a la congregación, donde le decían que era una “elegida de Dios para servirlo”. “Las ungidas eran la autoridad absoluta e indiscutible. No había posibilidad alguna para mí de desobediencia. Me daba miedo pensar en el castigo de Dios y el de ellas si no servíamos al Señor. Los retos y los correctivos podían venir sin ninguna explicación. En una oportuniad, una de las chicas y yo gritamos porque nos asustamos por una cucharacha; vino Eva, nos retó y nos mandó al salón, donde nos dieron como castigo ponernos de rodillas varias horas frente al altar pidiendo perdón”.
“Los trabajos uno no los podía elegir, ellas los imponían -continuó Barrionuevo entre lágrimas-. Limpiaba el lugar y la ropa personal de las ungidas. A los pocos meses empecé a trabajar como empleada doméstica. Caminaba 80 cuadras para ir y volver. El dinero que ganaba se lo entregaba en su totalidad a la señora Eva. Después me consiguieron trabajo en una pizzería limpiando por hora, donde el dueño me acosaba sexualmente. Al enterarse, Eva me dijo que no fuera más. Después me llevaron a una casa de calzado. No importaban las jornadas extensas, el dinero lo rendía siempre”.
Y señaló: “Dormíamos en donde podíamos, a veces en una habitación, compartiendo siempre el colchón, y a veces en el salón. Nos bañábamos con agua fría en pleno invierno, porque no nos permitían calentarla para que no se gaste la garrafa. Esto fue así por mucho tiempo, incluso cuando estuve embarazada. En 1984 la señora Luz -Pereyra, líder de la comunidad junto a su hermana Eva- me llevó a Paraguay junto a otros jóvenes para trabajar en la venta ambulante de comidas típicas. Ahí tenía que vender, limpiar las instalaciones del templo y la casa que había alquilado Luz para su comodidad”.
Poco después, la imputada contó cuando quiso casarse con Néstor, un joven del Templo del que se había enamorado con 18 años. “La señora Luz no lo aprobó”, dijo, porque “una no podía tener planes de casarse y formar familia, por lo menos no con quien yo quisiera”. Luego reseñó sus meses por Brasil y Salta, donde vendió pan en la calle y limpió casas hasta 14 horas por jornada. “En esos días se me asignó con quién casarme”, recordó, “la señora Luz me dijo que había sentido de parte de Dios que su hijo -Ramón Omar Carranza- era mi compañero”.
Según su testimonio, Barrionuevo nunca pudo oponerse ni contradecir a las autoridades del culto. Así fue que se casó con Carranza, hermano de Adriana del Valle Carranza -quien para los acusadores asumió un papel jerárquico en la estructura tras la muerte de su madre Luz Pereyra-. A su vez “le hicieron firmar” toda clase de papeles por motivos que nunca osó indagar “para no ofender ni a las ungidas ni a Dios”. También tuvo una hija seguido de una “depresión aguda por el estilo de vida” de “sumisión y manipulación” que estaba llevando “sin darme cuenta”. Sufrió por años, además, pensamientos suicidas y restricciones casi prohibitivas para socializar con gente exterior a su entorno religioso.
Con todo, la acusada fue una de las pocas fieles autorizadas para estudiar una carrera universitaria. El fiscal de instrucción, en su imputación, presentó pruebas contra Barrionuevo por haber ejercido como abogada de la organización en conflictos surgidos a raíz de “escraches públicos” en Facebook. Por su parte, los informes del Registro Nacional de Cultos confirmaron que el “Templo Filadelfia” se inscribió en 1981 y, tras algunas modificaciones en su comisión directiva, la imputada asumió como secretaria en 1999. Los allanamientos en 2019 sobre su departamento y el de su marido, miembro central del grupo, hallaron 21 mil pesos y 900 dólares en efectivo. También tenía distintos bienes a su nombre.
Para ella, “estudiar fue una válvula de escape frente a tanta falta de libertad. Debía disimular lo que pensaba para continuar. Y si bien uno de mis trabajos fue realizar trámites, nunca tuve una función jerárquica en la iglesia, los cargos que figuraban allí eran ficticios. No había asambleas, nadie tenía derecho a voz ni a voto, las ‘siervas de Dios’ decidían todo respecto al trabajo, al dinero, las reuniones y nuestras vidas. Ellas nos imponían qué hacer, no lo decidíamos nosotros. Me arrepiento de no haberme podido ir antes para vivir en libertad. Esto lo pude hacer recién cuando estuve presa en Ezeiza... Apenas salí en libertad me separé y me fui a vivir sola. Antes nunca me habría podido permitir irme de la iglesia, porque se nos enseñaza que estaríamos fuera de la voluntad de Dios y así nos podían pasar muchas cosas terribles”.
Antes de terminar su versión de los hechos, la mujer habló de ciertos episodios sexuales ocurridos dentro de la secta. “A los pocos meses de ir a vivir a la iglesia -explicó-, supe por experiencia propia de los abusos que se cometían. Se nos explicaba que Dios usaba el cuerpo de las ungidas para bendecir a los fieles. Que era una manera de que Dios nos demostrara su amor. Se nos decía que lo que pasaba en la iglesia formaba parte de la intimidad del Señor, y no podíamos contarlo. Todo siempre estaba teñido con una connotación sexual que naturalizábamos”.
Luego, con ciertas pausas de angustia, relató: “Esas bendiciones comenzaban con una danza. -Eva Pereyra, acusada por delitos de índole sexual- danzaba abrazada a mí, rozaba sus labios con los míos. Hubo tocamientos que me dieron verguenza. Fui bendecida con la ungida encima de mí. Se nos convocaba a determinada hora, se apagaban las luces...Yo salía confundida y perturbada porque se renovaban en mí cosas que me habían pasado en la infancia”.
Y concluyó: “Yo en ese momento sentía que era un honor que Dios me hubiese elegido para bendecirme. Si mi mamá entonces creía, yo no podía dudar (...). No supe lo que era vivir en libertad hasta hace tres años”.