Ardua la labor del juez, que tiene en sus manos la difícil tarea de impartir justicia, de decidir sobre la culpabilidad o inocencia de una persona, de señalar o incluso de marcar los límites de la ley, entre derechos que se contraponen, garantías, presiones, convicciones personales y —seguro, aunque poco se diga— sentimientos.
Enrique Petracchi, uno de los jueces más emblemáticos que tuvo Argentina y que llegó a ocupar una banca en la Corte Suprema de Justicia de la Nación (el Máximo Tribunal de nuestro país, en el que se destacó por su pluma que lo inmortalizó y lo colocó en esa selecta vitrina de juristas para leer y releer más allá del estudio del Derecho), dijo alguna vez: “Se dice que los jueces no son políticos, pero, ¡cómo no van a ser políticos!, son políticos, les guste o no. A lo sumo, les va a pasar lo que al cangrejo, que es crustáceo, pero no lo sabe. Sus decisiones, especialmente en la Corte Suprema, son políticas, lo que sucede es que no son solamente políticas, son además jurídicas, se tienen que adecuar a la Constitución. Claro que la Constitución es un marco de posibilidades, cuya elección dependerá de la ideología del juez.” Al margen de la discusión en torno a los magistrados como políticos, en ese marco de posibilidades que describió el Dr. Petracchi, también hay una frontera que jueces y juezas no deben traspasar en un proceso.
No hay un solo cuerpo normativo que acerque pautas sobre la función judicial. El Código Procesal Civil y Comercial de la Nación, por ejemplo, enumera una serie de deberes en cabeza de los jueces: asistir de manera personal a ciertas audiencias y actos de un proceso, firmar determinadas resoluciones y cumplir con plazos allí establecidos para hacerlo. Pero más allá de los deberes formales o procesales, el Código también acerca pautas sobre la tarea de juzgar, al imponer por ejemplo la obligación de “fundar toda sentencia definitiva o interlocutoria, bajo pena de nulidad, respetando la jerarquía de las normas vigentes y el principio de congruencia” o la de dirigir el procedimiento debiendo mantener, entre varios principios, la igualdad de las partes, sancionando todo acto “contrario al deber de lealtad, probidad y buena fe”.
Los tribunales pueden resolver cuestiones a pedido de las partes en un juicio o pueden actuar “de oficio”, es decir sin necesidad de que haya un planteo de por medio (en la Justicia laboral, por ejemplo, el procedimiento debe ser impulsado de oficio por los jueces, con excepción de la prueba informativa). En instancias civiles y comerciales, aun sin requerimiento de las partes, los jueces deben “tomar medidas tendientes a evitar la paralización del proceso” -lo que en modo alguno implica que las partes puedan abandonar la acción sin sufrir consecuencias por ello-, intentar conciliaciones entre las partes, ordenar diligencias para llegar a la verdad respecto de los hechos controvertidos, entre otras cuestiones. Dentro de las competencias de los magistrados está la facultad de imponer sanciones -que bien podrán ser en dinero- con el objetivo de que las partes cesen en el incumplimiento o depongan su actitud frente a determinadas circunstancias.
La virtud del principio “iura novit curia” -sí: a los abogados nos gusta mantener ciertos conceptos en latín-, los jueces están facultados a suplir el derecho erróneamente invocado por las partes, sin que ello se vea como un agravio o como una violación al derecho de defensa, que encuentra respaldo en la Constitución Nacional. No obstante, otro pilar fundamental -el “principio de congruencia”- obliga, en palabras de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, a que haya conformidad entre la sentencia, las pretensiones y las defensas planteadas en un juicio.
En pocas palabras, los jueces no deben dictar una sentencia que conceda algo distinto a lo peticionado, introduciendo cuestiones que no han sido planteadas y que no se correlacionan con el objeto del reclamo o los hechos desplegados en un expediente (lo que se denomina como “sentencia extra petita”). Tampoco deben resolver por encima de lo que reclamó la parte peticionante (“sentencia ultra petita”).
Por otro lado, en la “sentencia citra petita”, que también representa un decisorio reprochable, el magistrado incurre en una omisión a la hora de resolver, sin decidir sobre algo de lo reclamado en el pleito. También suele asociarse la sentencia citra petita a la “sentencia infra petita”, en la que se resuelve “en menos”, por ejemplo, cuando el juez de Primera Instancia no contempla el pago de intereses sobre una determinada suma de dinero. En estos casos, por lo general terminan siendo otros jueces en instancias o tribunales superiores los que señalan el defecto en la sentencia.