En el marco de una demanda por “daño moral”, la Cámara de Apelación en lo Civil y Comercial de Azul hizo lugar al planteo interpuesto por una mujer de 73 años que no fue reconocida por su padre al nacer. Al momento de presentarse en la Justicia, la demandante, oriunda de Tandil, apuntó contra la viuda de su progenitor y su medio hermano, quienes ahora deberán indemnizarla para compensar “las aflicciones que pueda haber sufrido durante toda su vida, como consecuencia de la falta de reconocimiento paterno”.
En un fallo publicado por el blog Palabras del Derecho, la Sala II de la Cámara de Azul confirmó, aunque con variantes, la decisión de primera instancia dictada por el Juzgado Civil y Comercial N°1, donde se condenó a los sucesores de J.L.E., fallecido en 1985, a “abonar a la Sra. M.A.M., en concepto de daño moral por falta de reconocimiento de filiación, la suma de U$S 55.000, con más la suma de $10.978.968 en concepto de pérdida de chance”.
Al momento de iniciar lo que fue un análisis minucioso del caso, la jueza María Inés Longobardi, con la adhesión de su colega Víctor Mario Peralta Reyes, fijó la aplicación de las normas del Código Civil anterior al actual, vigente desde 2015, para resolver sobre el “derecho de daños” y su correspondiente indemnización, en tanto la actora nació de una relación extramatrimonial en 1951, cuando aún regía la ley elaborada por Dalmacio Vélez Sársfield, que en la materia distinguía entre hijos “legítimos e ilegítimos”, y dentro de últimos, los “naturales”.
Para la jueza Longobardi, “la omisión de reconocimiento” como un “hecho ilícito” debía considerarse como comprobado, ya que “si la madre de la actora trabajaba como mucama en el establecimiento de campo de los padres de -J.L.E.-, y éste mantenía relaciones íntimas con aquella, que fue despedida con motivo de su embarazo -lo declaran otros testigos-, al menos a título de culpa debe imputársele el hecho de la falta de reconocimiento de filiación, pues cabe considerar que debió saber o al menos imaginar que la criatura por nacer podía ser su hijo o hija, y no solo no indagó al respecto, sino que producido el nacimiento, nunca se preocupó del destino de esa criatura”.
En esa línea, continuó: “resulta improbable que el causante -el padre fallecido- no haya tenido conocimiento del embarazo de la madre y del nacimiento de su hija; a lo que se suma que en autos obra prueba testimonial precisa y detallada -evaluada en la sentencia apelada-, que reafirma la conclusión que estoy sentando”.
Luego la jueza Longobardi evaluó la existencia del “daño moral” establecido en primera instancia, cuyo monto, explicó fue cuantificado “en el equivalente al valor de una vivienda, que la actora no pudo tener, para lo cual le asignó la suma de U$S 55.000 dólares o su equivalente en moneda argentina al tipo de cambio o valor del dólar MEP”.
En ese contexto, la jueza detalló: “Los agravios -de los demandados- versan sobre el exceso en el monto, que termina siendo un castigo (...) de imposible cumplimiento; en la determinación de un valor muy por encima de lo reclamado y además fijado en moneda extranjera, superando el monto peticionado por la víctima y estableciéndolo en otra moneda distinta del reclamo, lo que implicaría violación del principio de congruencia, y del derecho de defensa en juicio (...). Finalmente, se cuestiona que se hayan omitido ciertos factores objetivos y se haya hecho hincapié en la supuesta posición económica elevada del padre, que según los demandados distaba mucho de lo merituado por el juez”.
Al respecto dijo: “No resulta procedente, a mi criterio, el método adoptado por el sentenciante, que pretende compensar con el monto asignado por daño moral, lo que entiende un desmedro económico de la actora en comparación con los bienes materiales de que pudo gozar su medio hermano, como sería, por ejemplo, la casa propia. Afortunadamente y mediante la incorporación de los bienes de la herencia de su padre, que le han sido reconocidos y que deberán abonársele, podrá ella misma proveerse y adquirir los bienes que entienda necesitar y que como heredera le corresponden. Pero resultaría poco equitativo hacer recaer un monto ‘compensatorio’ por daño moral de tanta envergadura, sobre los bienes de los restantes herederos, carentes de autoría en el daño reclamado”.
Y cerró: “Recurriendo, por tanto, al método comparativo con casos similares y próximos en el tiempo, y adaptándolo a las restantes circunstancias objetivas del caso: la edad de la actora al momento de promover la demanda, su personalidad ya formada plenamente, la falta de invocación y prueba de sufrimientos o afectación psicológica -aunque pueda presumirse su existencia- por su condición de hija reconocida por uno solo de sus progenitores, el tiempo que había transcurrido desde el fallecimiento de su padre hasta que la madre finalmente le reveló quién había sido su padre, e incluso el tiempo transcurrido entre la constatación por acta notarial de las declaraciones de su madre sobre todas las circunstancias de su nacimiento, y la promoción de la demanda, considero prudente, justo y razonable asignarle una compensación por daño moral en la suma de $10.000.000 (...)”.
Por su parte, al evaluar la “pérdida de chance”, es decir, un beneficio económico frustrado por culpa de un determinado responsable, la camarista consideró que la demandante “hubiese gozado de un nivel de vida mucho más desahogado que el que tuvo” si J.L.E. llevaba a cabo su reconocimiento filial. “Realmente hubiese tenido una chance razonable de una vida mejor, desde lo económico, social y de desarrollo personal”, afirmó.
También precisó: “El padre, de haberla reconocido al momento de su nacimiento como hija natural, tenía las obligaciones que le asignaba el antiguo Código Civil: (...) criarla, proveer a su educación, darle la enseñanza primaria y costearle el aprendizaje de una profesión u oficio, todo ello hasta la edad de dieciocho años. La pérdida de chance se produjo, entonces, desde el momento mismo de su nacimiento, y se cristalizó al momento del fallecimiento de su padre, última oportunidad de haber sido reconocida (vgr., por testamento)”.
Y concluyó: “considero razonable indemnizar en concepto de ‘pérdida de chance’ una suma global, que compense las posibilidades de estudio perdidas, los goces de infancia y juventud de que se vio privada, como vacaciones, ropa, esparcimiento, una vivienda confortable y la posibilidad de haber seguido una carrera universitaria, considerando un nivel de vida de clase media/media-alta, en comparación con la que tuvo en la realidad, estimando la chance de haber terminado una carrera universitaria, en un 50 %. Teniendo a la vista (según estadísticas del INDEC), los costos actuales que demanda para una familia de clase media, la crianza y educación de un hijo desde el nacimiento hasta los 21 años (su mayoría de edad en aquella época), y la diferencia cuantitativa que ello representa en relación a las posibilidades de crianza en una familia de clase baja -como lo fue la infancia y primera juventud de la actora-, que fue lo que pudo proporcionarle su madre, considero prudente y razonable asignarle en concepto de pérdida de chance la suma de $15.000.000 (...)”.
Así las cosas, la Cámara de Apelación de la jurisdicción de Azul dio curso a la demanda articulada por la mujer pero alteró los montos indemnizatorios que quedaron en cabeza de los demandados. También ordenó una serie de medidas referidas a los bienes gananciales del acervo sucesorio del fallecido.