Pocos vecinos conocen el nombre real de Jonathan. Más bien lo llaman “Maracucho”, el gentilicio informal para referirse a los originarios de Maracaibo, un municipio ubicado al noroeste de Venezuela.
De ellos, los “maracuchos” se dicen muchas cosas: que tienen carácter fuerte, un tono de voz alto y son “bulleros” (ruidosos).
Hoy esa palabra le da nombre también a su negocio familiar y como dice Jonathan, su marca personal: “Yo creí siempre en Er Maracucho. Escuché muchas voces que decían ‘dejalo, dejalo, dejalo’ o ‘buscate un trabajo fijo’ pero a veces hay que hacerse el sordo y escuchar el yo interior. Y yo escuché al Maracucho que me decía ‘no me deje morir’”.
Cuando llegó a la Argentina hace siete años, su primer trabajo fue el de ayudante de costura. Rápidamente desistió y pasó a ser taxista y luego conductor en aplicaciones de transporte.
Pero ese trabajo no lo convencía. Un día notó que Parque Rivadavia, Caballito, era un punto de reunión de muchos repartidores de comida venezolanos y entendió que allí había una oportunidad de negocio.
“¿Qué puedo ofrecer? Comida venezolana”, recuerda que pensó. No había trabajado en gastronomía en su país, pero era plena pandemia y necesitaba trabajar para mantener a sus cuatro hijos.
“Mi esposa -Jacqueline- me preparó los tequeños y nos fuimos al parque con una mochila. Eran doce bolsas de tequeños y una banqueta de plástico”, explica Torres. Le habían regalado una mochila térmica de repartidor de comida, que él colocaba por encima de la banqueta, para guardar los aperitivos.
El tequeño es un plato típico de la cocina venezolana, cada vez más popular en las calles de la Ciudad de Buenos Aires: se trata de un “palito” de queso duro (“llanero”, que no se funde del todo) que se forra con una masa de harina de trigo y se fríe.
Jonathan cuenta que llegaba todos los días a las seis y media de la mañana con los tequeños calientes en la mochila. El lugar de su negocio improvisado era una de las esquinas del Parque Rivadavia, en donde comenzó a hacerse conocido.
Era difícil. En un momento la pareja se quedó sin efectivo para reinvertir en el emprendimiento y Jacqueline, que trabajaba en una carnicería, tuvo que pedir un préstamo de tres mil pesos.
“Una particularidad que tenía Er Maracucho era que yo ponía la banqueta, la mochila y empezaba a gritar a todo pulmón ‘¡Tequeño! ¡Tequeño! ¡Tequeño’. Y no paraba de gritar hasta que no vendía la última bolsa”, cuenta.
Con el aislamiento estricto se volvió imposible la venta en el parque, por lo que se acercó a la Parroquia Nuestra Señora de Caacupé, ubicada justo en frente y en donde se congregan muchos miembros de la comunidad venezolana en Argentina. Allí le cedieron el estacionamiento para que vendiera sus productos.
“Yo siempre vi Er Maracucho como un negocio, o sea, no lo vi como un ‘mientras sale algo’, como una changuita”, cuenta el emprendedor. A partir de ese momento los vecinos de otros barrios de la Ciudad de Buenos Aires comenzaron a conocer su negocio.
Así, consiguió su primer y actual en Avenida Avellaneda 905, Caballito: “Se nos acercó una persona de BBVA y nos ofreció Openpay, que es lo que venimos usando ahorita con muchos beneficios, desde intereses más bajos hasta herramientas para las personas como QR, link de pago, transferencias. De verdad que nos ha ayudado a crecer bastante y a categorizar en los bancos de primera, ha sido una herramienta muy fundamental”.
“Gracias a las hijas que tenemos. Todas han portado un granito de arena desde el principio y ahora trabajamos en un negocio familiar. Este es el primero y esperamos tener muchos más”, agrega Jacqueline.
Sus cuatro hijos colaboran en Er Maracucho, incluido Juan Luis, el más pequeño de la familia: “Todos sabemos hacer tequeños. Somos un engranaje”, concluye Jonathan.