
Oscar Wilde llegó al Tribunal Criminal Central de Old Bailey, en el corazón de Londres, en un carruaje empujado por dos caballos. El escritor irlandés ya era una estrella llena de ironía y desparpajo en la Inglaterra victoriana que se sujetaba, aunque sea puertas para afuera, a formas rígidas y una moral por demás estricta. Las escalinatas del tribunal estaban repletas: de periodistas, de curiosos y de admiradores de ese dramaturgo cuyas obras los hacían reír y llorar sobre los escenarios más destacados del Distrito Teatral de la capital británica.
Era 1895, Wilde tenía 40 años, ya había publicado su única novela, El retrato de Dorian Gray, y ya se había estrenado La importancia de llamarse Ernesto. Era un autor reconocido, vivía de lo que sabía hacer como pocos, y estaba a punto de perder todo ese prestigio, esa fama, ese reconocimiento que le había valido su talento literario y también social.
Entró a los tribunales como denunciante. La gota que había rebasado el vaso de su paciencia había sido una nota que le había dejado John Sholto Douglas, marqués de Queensberry, en uno de los clubes nocturnos que Wilde frecuentaba. La breve nota decía: “Para Oscar Wilde, que alardea de somdomita” (SIC).
El marqués era el padre -distante, escurridizo- de Alfred Douglas, que para ese entonces lleva cuatro años como amante del escritor. “Bosie”, como apodaba Oscar Wilde a Alfred, odiaba a ese padre, que no entendía ni se preocupaba por entender a su hijo. Y ese odio fue determinante para que Wilde sumara su enojo al de “Bosie” y decidiera demandar John Sholto Douglas por la nota que le había hecho llegar.

Ese, el que empezó con Wilde como acusador, fue el primero de los tres procesos que terminaron con el escritor, uno de los más importantes del siglo XIX, condenado a dos años de prisión y trabajos forzados. Ese no sería su único castigo: el ostracismo al que lo condenaron socialmente los círculos en los que se había movido antes de la sentencia lo expulsó a un exilio en París, donde también lo negaron los grandes referentes de la literatura y la cultura de esos años. Oscar Wilde moriría solo, aislado, negado. Pero para eso aún faltaban cinco años.
El juicio se inició después de que el irlandés denunciara al marqués de Queensberry para que se retractara públicamente tras haberlo llamado “sodomita”. Era la forma en la que la Inglaterra victoriana mencionaba a los varones homosexuales, evitando llamar a las cosas por su nombre y, a la vez, cargando de agresión y discriminación a esa minoría.
Tantas vueltas se le daba a la homosexualidad para que no fuera parte del discurso público que, durante los tres juicios que tuvieron a Wilde como protagonista, nadie dijo “homosexual” aunque finalmente fuera su orientación sexual lo que se estaba juzgando. En cambio, el tribunal, el abogado del marqués y la prensa que escribía sobre el proceso legal se referían a “indecencia”, “prácticas contra natura”, “sodomía”, e incluso definiciones como “el más grave de los delitos” y “el abominable crimen de un trato infame contra la humanidad”.
La transcripción completa de los tres procesos judiciales que atravesó Oscar Wilde a fines del siglo XIX pueden leerse en un libro que publicó el sello Lumen en 2022 titulado Los procesos de Oscar Wilde. Allí, se retoma la traducción literal que hizo el escritor, poeta y periodista Ulyses Petit de Murat ya durante el siglo XX luego de, durante un viaje a Londres, dar con las revistas judiciales que reproducían aquellas jornadas que tuvieron a la capital inglesa en vilo.
Hace tres años, la también escritora Claudia Aboaf, nieta de Petit de Murat, retomó aquella traducción y le escribió un nuevo prólogo, que se editó y se publicó con un Oscar Wilde rodeado de besos rosas en tapa.

El libro permite conocer de primera mano los artilugios de la defensa de Queensberry, que contrató a varios hombres que habían conocido a Wilde para que declararan que habían mantenido relaciones sexuales con él, así como también los rodeos de la época para hablar de la homosexualidad.
La sociedad victoriana juzgaba sin miramientos esa orientación sexual ahora que el escritor de El retrato de Dorian Gray, cuyos amores, costumbres y gustos ya eran conocidos largamente por la sociedad londinense, se había atrevido a denunciar a un marqués por llamarlo sodomita. Es decir, a hacer de todo aquello un tema público.
Wilde estaba formalmente casado con Constance Lloyd y tenían dos hijos. El escritor, a la vez, no se ocultaba a la hora de amar y ser amado, y desear y ser deseado, por varones. Vivía esas historias en tertulias, restaurantes, hoteles y salones londinenses.
Fue justamente en un restorán que el marqués de Queensberry encontró al famoso escritor con su hijo menor, al que instó a romper esa relación bajo amenaza de no hacerle llegar más dinero. Pero ni Oscar ni “Bosie” eligieron ocultarse, así que el marqués decidió enviar la nota de agravio a Wilde y el conflicto, por decisión del escritor, se trasladó a sede judicial.
“Prostitutos”, “chantajistas”, “holgazanes”, y “malandras” fueron llamados los presuntos compañeros sexuales de Wilde a lo largo de los tres procesos. En la sociedad victoriana, no alcanzaba con el consentimiento de dos hombres adultos: las relaciones entre ellos eran perseguidas por la ley. El marqués de Queensberry tenía la legislación y la moral de la época de su lado. Así que los juicios no sólo alcanzaron los actos -de la vida privada, finalmente- de Oscar Wilde, sino también su producción literaria.

El jurado escuchó y juzgó el contenido de una carta que Wilde le había escrito a “Bosie”, y que decía, entre otras cosas: “Mi muchacho: tu soneto es hermoso y es una maravilla que esos labios tuyos, rojos como pétalos de rosa, hayan sido hechos tanto para la música como para la locura de los besos”.
El abogado del escritor, sir Edward Clarke, defendió la carta de su representado ante el jurado. Por un lado, sostuvo que se trataba de un poema en prosa, y por otro, despegó a Wilde de cualquier conducta que en ese momento resultaría condenable, dada la legislación.
“Podrán parecer extravagantes a aquellos que tienen el hábito de escribir cartas comerciales o esas cartas comunes que las necesidades de la vida le obligan a uno a escribir todos los días, pero el señor Wilde es un poeta y la carta es considerada por él como un poema en prosa. No se avergüenza de la carta en forma alguna. Está dispuesto a mostrarla en cualquier parte, como la verdadera expresión de su sentir poético, sin ninguna conexión con las odiosas y repulsivas insinuaciones expuestas en los informes de este caso”, dijo el letrado.
Ese recurso, el de dar cuenta de que sus capacidades y de su mirada estética escapaba al entendimiento de quienes lo acusaban y quienes lo juzgaban, sería repetido por Wilde y por su abogado a lo largo de los tres procesos.
La ironía y el desparpajo del escritor estaban a la orden del día en el tribunal, y en efecto, sus respuestas eran eficaces a la hora de desconcertar al jurado, que de repente se veía en la confusión de si estaba ante un hecho que debía juzgarse en términos artísticos o morales.

Así lo demostró en un diálogo con Edward Carson, el abogado del marqués al que Wilde había acusado. El letrado le preguntó sobre el contenido de la carta enviada a “Bosie”:
—¿Es esta una frase hermosa?
—No como la lee, señor Carson. Usted la lee muy mal.
—¿Es esta una carta común?
—Todo lo que yo escribo está fuera de lo común.
Oscar Wilde era uno de los protagonistas de la literatura de su época y su obra tenía destino de clásico. Él lo sabía, ¿por qué no lo iba a aprovechar ante un tribunal? En otro intercambio, Wilde volvió a apelar al mismo recurso cuando Carson lo interrogó sobre su obra literaria, especialmente sobre El retrato de Dorian Gray.
—¿Una novela perversa puede ser un buen libro?
—No sé qué quiere significar usted con eso de “novela perversa”.
—¿Entonces puedo sugerirle Dorian Gray como una novela sujeta a ser interpretada de esa forma?
—Podría serlo, tan solo, para brutos e ignorantes. Los puntos de vista en arte de los filisteos son incalculablemente estúpidos.
—¿Una persona ignorante, al leer Dorian Gray, podría interpretarla de esa forma?
—Los puntos de vista en arte de los ignorantes son inexplicables. A mí me concierne solamente mi punto de vista en arte. No me importa un bledo lo que otra gente piense de ello.
Carson quiso ir más allá y le preguntó a Wilde si él en persona había experimentado las mismas emociones que describe en sus libros. “No”, dijo Wilde, y remató: “Es una obra de ficción”. Ante la repregunta del jurado y de Carson por una definición moral respecto de sus cartas y su obra como escritor, Wilde insistía en que el único juicio podía ser estético: “Hay libros buenos y malos, no libros morales e inmorales”, decía. Pero la sociedad victoriana estaba condensada en ese tribunal para hacer un juicio moral de la vida y la obra del irlandés.
Por el estrado pasó la mucama de un hotel que describió el estado de las sábanas de habitaciones que ocupaba Wilde, pasaron jóvenes de entre 20 y 25 años, todos varones, que describieron “orgías de artistas” o a otros varones que, escondidos, se vestían con ropa de mujer.

La suma de todos esos testimonios y la moral decimonónica terminaron por convencer al tribunal: Oscar Wilde era culpable de todos los cargos. Lo condenaron a dos años de prisión y trabajos forzados. El escritor pidió hablar por última vez, pero le negaron ese derecho.
Esposado y condenado al repudio colectivo, el autor que viajaba en carruaje y brillaba en el Distrito Teatral fue silbado y escupido en el andén en el que, junto a agentes policiales, esperó el tren que lo trasladaría a la cárcel. Su popularidad era asunto del pasado, y en la prisión de Reading, de máxima seguridad, lo esperaba una celda chica, para él solo, la prohibición de conversar con otros reclusos y la desesperación por escribir. Tuvo que insistir durante más de un año para que le dieran algún papel, alguna pluma.
Preso, escribió De profundis, una larguísima epístola para “Bosie” que se convirtió en un manifiesto y un testimonio en carne viva de su paso por el castigo penitenciario. Cuando salió en libertad, Londres ya no era una posibilidad para él. Su esposa le prohibió ver a sus hijos e inició el proceso para que recibieran el apellido de su segundo marido.
Oscar Wilde se instaló en París, donde el panorama no mejoró demasiado. Los círculos artísticos le dieron la espalda, incluso los mayores activistas homosexuales de la Ciudad Luz de aquel entonces, como André Gide. Fue un exilio austero, alejado de las pompas a las que ese hombre que había bajado del carruaje estaba acostumbrado.
Wilde murió en 1900 a causa de una meningitis que podría haberse desencadenado por una herida en el oído que le habían curado mal durante sus años en prisión. Sus obras volvieron al escenario después de su muerte, cuando los productores ya no debían lidiar con la polémica que podían suscitar las declaraciones del dramaturgo.
Habían pasado cinco años del juicio que condenó su manera de estar en el mundo. El juicio en el que, en referencia a una carta escrita por “Bosie”, Wilde había dicho: “El amor que no se atreve a decir su nombre, y a cuenta del cual estoy aquí hoy, es precioso, está bien, es una de las formas más nobles de afecto que existen”.
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