
No hubo transmisión en vivo. No hubo cámaras que captaran lágrimas o vestidos de diseñador. No hubo siquiera misterio en la apertura de sobres. Y, sin embargo, el 16 de mayo de 1929, en el Blossom Room del hotel Hollywood Roosevelt, comenzó a escribirse una de las tradiciones más glamorosas e influyentes del siglo XX: la entrega de los Premios Oscar.

La ceremonia duró apenas quince minutos. No hubo discursos eternos, ni música que interrumpiera a los ganadores. Los nombres de los premiados ya habían sido anunciados tres meses antes. Todo lo que ocurrió aquella noche fue, más que un show, un ritual de autoafirmación: Hollywood celebrándose a sí mismo, en una época en la que el cine todavía era mudo y la industria apenas aprendía a caminar como arte y como negocio.
La semilla de una idea
La historia empieza, como tantas otras en el cine clásico de Hollywood, con Louis B. Mayer. El poderoso jefe de Metro-Goldwyn-Mayer no sólo era un titán del negocio, también era un obsesivo del orden. A fines de los años veinte, mientras crecía la tensión por los salarios, los sindicatos y el rumbo del cine mudo, Mayer imaginó una organización que uniera a toda la industria: la Academy of Motion Picture Arts and Sciences.
La primera reunión se realizó en mayo de 1927, en el hotel Ambassador de Los Ángeles. Alrededor de una mesa se sentaron 36 figuras clave de la industria. Entre ellos, Douglas Fairbanks, el actor de sonrisa irresistible que había conquistado a todos como El Zorro (1920), Robin Hood (1922) y El ladrón de Bagdad (1924). No sólo era uno de los hombres más famosos del mundo: también era el flamante esposo de Mary Pickford y fundador, junto a ella y Charles Chaplin, del estudio United Artists. Fue elegido como el primer presidente de la Academia.

También estaba Cecil B. DeMille, el director que ya por entonces era sinónimo de espectáculo. Había estrenado Los Diez Mandamientos (1923), una de las primeras superproducciones bíblicas del cine mudo, e impactado con El Rey de Reyes (1927), su versión de la vida de Jesucristo. DeMille era un maestro en convertir lo religioso en grandioso, y su estilo pomposo lo consagraría décadas después con el remake sonoro de Los Diez Mandamientos (1956).
Y entre los productores presentes estaba Harry Warner, uno de los cuatro hermanos fundadores de Warner Bros., el estudio que cambiaría la historia del cine ese mismo año con The Jazz Singer (1927), la primera película sonora de la historia. Mientras algunos se burlaban del experimento del “cine hablado”, los Warner apostaron todo. Ganaron. En pocos años, el sonido sería la norma.
En esa reunión fundacional se discutieron varios objetivos: regular salarios, evitar huelgas, mediar entre gremios. Pero también surgió una propuesta inesperada: crear un premio anual para reconocer el talento artístico. Nadie imaginaba que, dos años después, esa idea derivaría en una ceremonia que marcaría el pulso del cine durante más de un siglo.
Una estatuilla sin nombre… todavía
El diseño de la estatuilla también tiene su historia. Fue Cedric Gibbons, director de arte de MGM, quien bocetó la figura de un caballero desnudo, de pie sobre un rollo de película y sosteniendo una espada. El escultor George Stanley fue el encargado de convertir ese dibujo en bronce bañado en oro. Medía poco más de 34 centímetros y pesaba unos 3,8 kilos.
Todavía no se llamaba Oscar. Esa historia llegaría años después, con varias versiones posibles: una secretaria que dijo que la figura se parecía a su tío Oscar; Bette Davis, que decía que le recordaba a su primer marido; o un columnista que usó el nombre en una nota sin saber que lo estaba consagrando. Lo cierto es que en 1929, el trofeo era simplemente la estatuilla dorada de la Academia.
La ceremonia: una cena de gala sin sorpresas
La primera entrega de premios tuvo lugar el 16 de mayo de 1929, en el hotel Hollywood Roosevelt, frente al Teatro Chino de Grauman. El evento fue una cena privada con 270 invitados. La entrada costaba cinco dólares (equivalente a unos 90 actuales), y los asistentes eran, en su mayoría, figuras de la industria: actores, directores, productores y ejecutivos de estudio.
La ceremonia fue conducida por el propio Douglas Fairbanks, con William C. deMille (hermano del famoso Cecil) como maestro de ceremonias. No hubo nervios ni sobres cerrados: los ganadores ya habían sido informados con antelación y los nombres estaban impresos en el programa de la noche.
Se entregaron doce premios en total, divididos en 11 categorías (una de ellas tuvo dos ganadores). La mayoría de las distinciones se centraban en los logros técnicos y artísticos, aunque los criterios eran, al menos en esta primera edición, más flexibles que hoy. Por ejemplo, hubo dos premios a la “Mejor Dirección”: uno por Dirección de Drama (para Frank Borzage por Seventh Heaven, 1927) y otro por Dirección de Comedia (para Lewis Milestone por Two Arabian Knights, 1927).
Los primeros ganadores: un perro, un alemán y un pionero
La primera en ganar el premio a “Mejor Película” fue Wings (1927), una epopeya aérea ambientada en la Primera Guerra Mundial, producida por Paramount. Era un film con un presupuesto colosal para la época (2 millones de dólares), dirigido por William A. Wellman, un veterano de la guerra que se había formado como piloto en la Legión Extranjera francesa. Wings se destacó por sus innovadoras escenas de combate aéreo, que marcaron un hito técnico en la historia del cine.

Pero curiosamente, Wings no fue la única película distinguida como mejor film. La Academia entregó también un premio especial a Sunrise: A Song of Two Humans (1927), del alemán F. W. Murnau, por ser “la producción artística más sobresaliente del año”. Muchos historiadores consideran que, si hoy existiera esa categoría, Sunrise habría sido la verdadera “Mejor Película”.

Emil Jannings, un actor suizo-alemán, fue el primer ganador del Oscar al Mejor Actor por sus interpretaciones en The Last Command (1928) y The Way of All Flesh (1927). Dado que estaba por regresar a Europa, la Academia le entregó la estatuilla antes de la ceremonia. Fue, técnicamente, el primer humano en sostener un Oscar en la historia.
La Mejor Actriz fue Janet Gaynor, premiada por tres películas distintas: Seventh Heaven, Street Angel y Sunrise. Era la era del cine mudo, y las actuaciones se valoraban por su expresividad gestual más que por los diálogos. Gaynor, con apenas 22 años, se convirtió en un ícono de la sensibilidad de la época.
Un dato curioso: el perro Rin Tin Tin, una de las estrellas más taquilleras de la década, fue votado como Mejor Actor por muchos miembros de la Academia. Pero los organizadores, temiendo que el premio perdiera prestigio, manipularon los resultados y le dieron el galardón a Jannings.
De cena íntima a fenómeno global
Esa noche de 1929 no fue cubierta por la prensa en tiempo real, ni tuvo cobertura radial o televisiva. No había alfombra roja, ni cámaras de fotos oficiales. Pero en los años siguientes, el Oscar fue creciendo en prestigio y visibilidad. En 1930, la segunda ceremonia ya fue transmitida por radio. En 1953 llegó la primera emisión televisiva, y con ella, el glamour que hoy conocemos: los flashes, los discursos emotivos, los escándalos y las ovaciones.
La Academia también fue ajustando sus criterios. Se eliminó la distinción entre dirección de drama y comedia. Las categorías se redefinieron. Las votaciones se profesionalizaron. Y el Oscar se convirtió en la vara con la que la industria medía su historia, su ambición y su relevancia cultural.
Desde su origen, los Oscar oscilaron entre el reconocimiento genuino al talento y la necesidad de cuidar intereses corporativos. Louis B. Mayer lo dijo sin rodeos: “Creé la Academia para manejar a los actores, no para premiarlos”.
A lo largo de las décadas, los Oscar se volvieron también una herramienta de diplomacia cultural. Durante la Guerra Fría, premiar películas con mensajes democráticos tenía un peso político evidente, transformando la ceremonia en un escenario donde se disputaban valores ideológicos. Sin embargo, en tiempos más recientes, la Academia enfrentó críticas contundentes por la falta de diversidad racial entre sus nominados y ganadores. En 2015, surgió el movimiento #OscarsSoWhite, impulsado por la activista April Reign, que puso en jaque a la institución al evidenciar la exclusión sistemática de actores y cineastas de color. Esta protesta llevó a la Academia a implementar reformas para ampliar la representación y hacer más inclusiva su membresía, marcando un giro necesario en una industria que, más allá del brillo de la alfombra roja, busca reflejar la pluralidad de su público global.

Volver a esa noche del 16 de mayo de 1929 es mirar una fotografía en sepia de Hollywood antes de convertirse en el coloso global que es hoy. Es recordar que, en sus orígenes, el Oscar fue más una necesidad de legitimidad que un show para el mundo.
Y, sin embargo, desde esa cena íntima en el Blossom Room, se fundó una tradición que atraviesa generaciones. Cada estatuilla entregada después lleva, de algún modo, el eco de esa primera: una figura dorada, sin nombre aún, que celebraba un arte joven y ya soñaba con la eternidad.
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