Empezó a trabajar como un juego y se convirtió en el mejor en lo suyo: Juan Carlos Pallarols, el orfebre que brilla en el mundo

Creció en el taller de su familia y fabricó él mismo sus primeros juguetes. Portador de un legado artesanal de casi 300 años, lleva cinco décadas haciendo bastones presidenciales y una vida creando y preservando la historia

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Juan Carlos Pallarols y los
Juan Carlos Pallarols y los bastones de mando creados por él (Fotos Gustavo Gavotti)

Las manos del orfebre están surcadas por líneas y pliegues. Quizás cada una de ellas cuente su propia historia. Una marca: un objeto, una creación.

Las manos del orfebre son prolijas. Precisas. Tallan, cincelan, graban.

Las manos del orfebre tienen más de 80 años y trabajan con la destreza y el empeño de la juventud.

Las manos del orfebre tienen un don.

Frente a la Plaza Dorrego, en el corazón de San Telmo, una placa de mármol sobre una pared azafranada avisa que es ahí: “Juan Carlos Pallarols e hijos. Orfebres. Desde 1750 en Barcelona. Desde 1804 en Buenos Aires”. Detrás de la puerta hay al menos 500 años de historia.

La retina se desespera. Quiere mirarlo todo. No llega. Es inabarcable. Los pisos de estilo español, los ribetes dorados de las paredes, las placas. Y enseguida ellos: los bastones de mando que el orfebre hizo para los presidentes argentinos desde el regreso democrático en 1983. Un busto de San Martín. Objetos eclesiásticos. Copas. Cálices. Candelabros. Filigranas de plata brillante. Una escalera de mármol con algunos peldaños quebrados. Rotos por “El gordo Porcel”, que un día se cayó, contará más tarde Pallarols.

Arriba se abre un universo infinito: objetos hechos por sus manos, por las de su padre, su abuelo; otros adquiridos, obsequiados. Todos con valor histórico. Como la máscara mortuoria de Evita, la original tomada por su padre, Carlos Pallarols Cuni, del cuerpo de Eva Perón en la CGT, y la maqueta de su tumba.

—Eso había que destruirlo so pena de muerte, te fusilaban si no. Nosotros no dejamos que mi viejo lo rompiera. Él tenía una quinta en Rafael Calzada, en la zona sur (en aquella época era Villa Calzada). Hicimos un pozo. Mis abuelas y mi vieja habían sido dueñas del [café] Tortoni, entonces teníamos un montón de manteles y canastas, lo metimos todo ahí y lo enterramos durante treinta y pico de años. Para preservar lo histórico. Así se rescató la maqueta, que estaba en pedazos, y ahora está toda armadita de vuelta, y la máscara, intacta —cuenta Pallarols (jean, camisa celeste, tono suave, modos sencillos).

La maqueta es una réplica del sarcófago de dos metros que se construiría para guardar sus restos. “Adentro de esa caja de plata iba la caja de cristal con los restos reales de Eva Perón, momificados, que los había hecho Pedro Ara. Después de muchos años, yo estaba en Madrid, fui a los remates de Montepío y Mercedes Ara, la hija, había puesto a la venta el escudo peronista que utilizaba Eva”, cuenta. Pallarols lo compró. Y también está exhibido.

Algunas de las herramientas de
Algunas de las herramientas de su taller, heredadas de generación en generación, como el oficio de orfebre (Gustavo Gavotti)

Hay condecoraciones, objetos de plata pero también de otros metales. Tiene el primer tratado de platería del mundo, escrito en 1515 por Juan de Arphe y autorizado por Felipe II. Hay una gran tapa con un repujado exquisito para un libro sobre Fangio en el que trabaja para un cliente, pelotas de fútbol, alguna imagen de él con celebridades: en la mesa de Mirtha, con la Negra Sosa. Hay una foto de uno de sus bisnietos. Hay una gran mesa de madera castaña y reluciente en medio. Algunas copias de los bastones de mando. Hay una réplica exacta del sable de San Martín.

—El sable de San Martín, por un decreto de Cristina Kirchner, lo tuve más de un mes acá, con la guardia del capitán Candioti que dormía ahí, con otro soldado. Lo calqué milímetro a milímetro. El primer calco lo tengo acá. Ahora, por ejemplo, le doné uno a la ciudad de Lima, porque tengo un amor por San Martín. Me acuerdo que cuando lo terminé Candioti lo miró y con lágrimas en los ojos me dijo: “¡Qué lindo, salió con todas las cicatrices!”. Y realmente: son las cicatrices del sable. Porque dicen los historiadores que esto que está hundido así —dice y muestra una parte irregular de la espada—, se lo hizo el casco del caballo cuando se cayó en San Lorenzo. Pero estos otros —señala las marcas— son golpes del sable.

También hay cuadros sembrados por todo el espacio. Sobresale al fondo uno de grandes dimensiones de San Martín en su caballo. Podría haber sido adquirido en cualquier museo. Podría tener la firma de cualquier pintor que haya marcado la historia del arte. Esa pintura la hizo su padre y, como gran artista, se pintó a sí mismo en una esquina, vestido de granadero. Todos los cuadros que se exponen son autoría de su padre, de su abuelo, suyas. Además de orfebres, los Pallarols pintan con majestuosidad.

Juan Carlos Pallarols con la
Juan Carlos Pallarols con la réplica del sable de San Martín, hecha por él. De fondo, el cuadro pintado por su padre (Gustavo Gavotti)

Hay rosas.

—Porque cuando yo hago una rosa para una persona muy importante hago dos.

—¿Y estas para quiénes fueron?

—Tenés la de Liza Minnelli, la de Lady Di, la de la reina de España, la de Valeria Mazza, la de Sandro.

Y una que pronto va a entregar personalmente: para Messi.

—La rosa es la mujer y los pimpollos son los tres hijos. Se la regalan unos amigos de la Casa Diez, es una casa que comparte con los clientes, los admiradores, no es su casa personal. Y le llevo ese mate también —muestra una calabaza plateada, con hojas finas—, que se lo regala una compañía yerbatera de Brasil.

Hay historia incluso en el baño. Al lado de un espejo de marco sublime, que es en sí mismo una obra de arte, en la pared, frente al inodoro, un pequeño trozo de texto añejo encuadrado.

—Este es un documento original, lo compré en un remate público. Es la partida de nacimiento de Rivadavia, el hijo de puta más grande que tuvo la Argentina, el que le negó los fondos a San Martín para la campaña de los Andes. Cuando mejor la ves es cuando estás sentado en el inodoro. Pero cómo puede ser que Rivadavia tenga la calle más larga del país… que, como buen símbolo, divide a la capital en dos.

Pallarols muestra su casa y dice: “Acá tenés un baño, acá está la cocina”, como si hiciera un tour hogareño convencional, pero cada espacio exhibe objetos que condensan la identidad argentina. Es una casa que es un museo. Un museo que es su casa. Y su taller.

—Este es un lugar especial. Y un taller, con la cantidad de herramientas que hay, todas originales, todas fueron de mi papá, de mi abuelo, mi bisabuelo y mi tatarabuelo. No hay otro en el mundo.

Rosa de plata para Lionel
Rosa de plata para Lionel Messi y su familia (Gustavo Gavotti)

El primero fue en España. Fue su chozno (la generación anterior a su tatarabuelo, es decir cinco Pallarols antes que él, que encarna la sexta), que nació en 1735, el primero en montar su fábrica de orfebrería en Barcelona, Cataluña, donde nacieron las raíces del apellido y el oficio.

—Ahí tenés a mi tatarabuelo en un dibujo que hizo mi bisabuelo, su hijo, forjado con este yunque y este cepo de madera —muestra los objetos que están ahí: el dibujo, el yunque, el cepo—. No sé si tiene fecha pero debe ser de mil ochocientos y pico.

El taller de Juan Carlos Pallarols, además de ser una inmensa constelación de herramientas ennegrecidas por más de dos siglos de trabajo, tiene objetos del árbol genealógico de su familia que cuentan su historia. La de cómo el oficio se transmitió de generación en generación.

—Sabemos cómo empezó porque mi abuelo dejó escrito que su bisabuelo comenzó con un taller en la calle de la Cadena, que era una calle que dividía los barrios centrales del resto con una cadena, en Barcelona, y a la noche lo cerraban.

Alguno de los antepasados de Juan Carlos Pallarols habían pisado estas tierras por causas puntuales. Su tatarabuelo vino en 1804 “a juntarse unos mangos porque se cagaban de hambre” y le tocó pelear en las invasiones inglesas. Después se volvió a España. Su bisabuelo también vino, pero se volvió a Barcelona y de ahí a luchar en la guerra de Crimea. “Desde ese momento dijo ‘no a la guerra’”. “Él había peleado contra los franceses en la época de Napoleón primero, acá tengo una carta, escrita de su puño y letra, en la que decía que no podía entender que iba en un barco contratado para pelear por los ingleses, donde los ingleses eran amigos de los franceses que antes eran enemigos”. Pero el primero que vino al sur y plantó bandera fue su abuelo, José Pallarols.

A mi abuelo lo contrataron para hacer el Teatro Colón, las arañas, toda la iluminación. Pensaba venir, trabajar e irse. Mi papá era chiquito. Pero les gustó. Acá había una cantidad de trabajo y una cantidad de comida que no la podían gastar nunca —recuerda y de fondo se escucha el cincel, golpes de martillo, una llama doblegando el metal: la alquimia del taller.

Su abuelo y luego su padre —que cuando llegó a la Argentina tenía solo un año— fueron los que trasladaron el arte de la platería, que ya estaba ligado a su familia en España, a este continente.

Entre las herramientas de su
Entre las herramientas de su taller hay un fuelle del siglo XVIII que era de su tatarabuelo; una máquina con la que Juan Carlos Pallarols hace muchas de sus piezas (Gustavo Gavotti)

En el comienzo fue un juego. Un niño siendo feliz en el taller de su padre y de su abuelo. Explorándolo todo con la curiosidad infinita de la infancia.

Juan Carlos Pallarols nació en 1942, en Lomas de Zamora, donde vivió en un comienzo su familia. Es el cuarto de ocho hermanos que crecieron en una casa grande, compartida con sus padres y sus cuatro abuelos.

—En la mesa todos los días éramos catorce: ocho hermanos, papá, mamá y los cuatro abuelos. Era muy lindo. Ahí yo aprendí casi todo lo que tenía que aprender. Dicen que uno aprende casi todo lo que va a aprender en su vida en los primeros mil días de vida. Mirá Mozart, su mamá se murió cuando él tenía un año y medio, menos de dos, y el padre lo único que sabía era música y le enseñaba música. A los cinco Mozart era un genio: componía, tocaba el violín, el piano, es lo único que sabía hacer.

Como el Mozart de la orfebrería Juan Carlos Pallarols aprendía jugando, sobre todo, con su abuelo José —”porque a él nadie le decía nada y agarraba material, hacíamos autitos”—. Sus primeros juguetes los fabricó él mismo, con su abuelo.

Como el Mozart de la orfebrería a los cinco años Juan Carlos Pallarols también moldeaba la plata y fabricaba piezas artesanales. Fue entonces que su abuelo le enseñó otra lección: si trabajaba tenía que cobrar.

El taller familiar quedaba, como ahora, en la misma casa en la que vivían. Un día su abuelo lo llevó a la editorial Guadalupe, donde su padre “hacía todas las punteras para las Biblias y los misales muy grandes que había”.

—Mi abuelo me pregunta: “¿Y qué hay acá que hagas vos?”, yo le digo: “Estas florcitas que hay en las puntas las hago yo”. Me dice: “Ah, mirá que bien, son bien bonitas. ¿Y cuánto te paga tu papá?”. “No, papá no me paga porque yo estudio, voy al colegio, como, me visto”. “Eso es otra cosa, es una obligación de tu papá, pero también tiene la obligación de pagarte lo que vos hagas de trabajo”. Así que fuimos a la tarde a la casa, habló con mi papá y él me dijo: “Tenés razón, tenés que cobrar”. Y me prometió pagarme una cantidad que me la pagó siempre. Ahí me dijo: “Nunca trabajes gratis. Cuando trabajás tenés que exigir que te paguen”.

Además de los autitos y juguetes lo primero que recuerda haber tallado en su vida, que —por supuesto— también conserva, fue la cara de San Martín en pequeños trozos de metal. Su amor por el libertador, dice, nació de ver a su papá pintando el cuadro que tiene en su sala, “que lo terminó en el 49″. Las chapitas con su cara, clara, inconfundible, están grabadas con la fecha: 1948. Cuando las hizo Pallarols tenía seis años.

Las primeras creaciones de Juan
Las primeras creaciones de Juan Carlos Pallarols hechas cuando era un niño. En el medio, el cobertor labrado de su teléfono (Gustavo Gavotti)

—Costar no me cuesta nada, me resulta siempre fácil porque tengo un orden. Empezar con la idea, madurarla, llevarla al papel y del papel encontrar la forma de hacerlo.

Pallarols tiene su método. Encara y cuenta su trabajo como si nunca hubiera dejado de ser ese niño que juega y explora con la materia y las herramientas de su abuelo.

De la galaxia incalculable de objetos que ha creado destacan las “rosas de la paz”, “de bronce hechas con balas”, que comenzó a hacer con los restos de la Guerra de Malvinas, con balas inglesas y argentinas, y hoy continúa con las de las guerras actuales. Tiene balas de Israel, de Palestina, de Ucrania, de Rusia. Continúa “transformado el material bélico en material de paz”.

—Estas rosas las donamos todas, absolutamente todas, para obras de bien público: hospitales, colegios, comedores.

Entre las creaciones que más ha disfrutado menciona los bastones de mando y “los cálices para los papas”.

Los bastones presidenciales quizás sean el mayor emblema unido a su apellido. La marca de Pallarols. Aunque él asegura que no lo es: “Solo sé que no soy una marca”, se lee en la descripción de su cuenta de Instagram.

En su haber cuenta 14 bastones. Aunque el primero que otorgó fue para Alfonsín, en el regreso democrático, ese no fue el primero que hizo, ni el primero que hacía su familia.

—Mi abuelo hizo el de Irigoyen y el de Marcelo T de Alvear. Y después yo empecé con el de Perón. No lo hacía directamente, se lo hacía a la joyería Ricciardi y ellos lo facturaban, pero era hecho todo por mí. Es más: yo fui a la casa de Gaspar Campos, se lo probé… Pero yo cobraba 50 dólares y ellos 4.500.

—¿Y para Alfonsín sí lo empezó a hacer usted, directamente?

—Con el de Alfonsín fue así: me llamó el capitán Scilingo, el que está en cana por los vuelos de la muerte, y me dijo: “¿Usted quiere participar del bastón de mando?”. “Sí, cómo no. Pero yo no voy a volver a repetir el bastón que se hacía —el que yo ya había hecho—, porque ese es un bastón diseñado por un dictador para otro dictador —lo había diseñado en 1932 Uriburu para el presidente Justo—. Si entramos en un nuevo período y decimos que no más dictadura, que va a haber un gobierno democrático, hagamos un bastón democrático”.

Scilingo se negó. Quería que hiciera el bastón tradicional y fin del tema.

—En realidad, lo que querían, era que yo cotizara para seguir haciendo el curro de Ricciardi.

Para este momento la idea de Pallarols de comenzar una nueva página del país con un nuevo bastón ya había prendido en su cabeza y empezó a hacerla rodar: comenzó a ir a los colegios de sus hijos, a hablar con las personas que conocía, y su propuesta encendió el entusiasmo de muchos. Se reunió en la emblemática Galería del Este con Sábato, con Borges, con actores y directores, un racimo de personas de la cultura, ávidas de recuperar la patria.

—Y entre ciento y pico de personas diseñamos un bastón con madera de urunday, que el único símbolo que tenía era un cardo (que es una flor de nuestro país y símbolo de la fecundidad) por cada provincia argentina y el escudo nacional. El urunday lo elegimos porque es una madera muy virtuosa pero muy barata, por eso se usa para hacer los alambrados del campo, las varillas que separan los alambres, porque siendo una varita finita se mantiene durante años al sol, a la intemperie, es una madera muy noble que se conserva siempre recta y no precisás lustrarla, con lijarla bien finita y pulirla brilla como si estuviera lustrada. Entonces yo dije: “Mirá qué virtudes para que imite el presidente”.

Pallarols cuenta que, a partir de esas características, Sábato le escribió una descripción que explicaba la elección de la materia prima: “La madera se mantiene siempre recta, es apta y superdotada para el trabajo. Brilla por sí sola y no se tuerce ni se quiebra”.

—Y hasta hoy lo repito siempre.

En el bastón de mando de Alfonsín, Pallarols puso, además, tres pimpollos de rosa “por las islas del Atlántico Sur y los caídos”.

—Ahí le dije a Scilingo: “Mire, yo no voy a hacer ese bastón. Yo propongo este otro, que ya lo estoy haciendo”.

Las "rosas de la paz":
Las "rosas de la paz": rosas de bronce creadas con restos de balas de diferentes guerras. Comenzó a hacerlas con material de la Guerra de Malvinas y hoy las fabrica con balas de las guerras de Rusia y Medio Oriente (Gustavo Gavotti)

Desde entonces cada bastón presidencial salió de sus manos. No exento de polémicas en algunas temporadas.

Mauricio Macri demoró en usarlo. Para su asunción decidió encargar uno por su cuenta en otro lado hasta que se convenció —o lo convencieron— de que el que había hecho Pallarols no estaba embrujado.

—Me llama por teléfono una chica que trabaja en ceremonial, que estaba cerca de Macri en ese momento, y me dice: “Mirá, estoy acá con el presidente electo y con su mujer, y me preguntan si vos le prestaste el bastón a Cristina Kirchner para que le haga una macumba”. Le digo: “Me parece una pelotudez tan grande que me pregunte eso. Primero yo no creo en la macumba y, además, soy muy serio con mi laburo. El bastón jamás se lo he prestado a nadie. Lo he guardado, celosamente, hasta el día que voy y lo entrego. Pero decile que se queden tranquilos”.

Pero no se quedaron. Y un día Pallarols recibió la llamada de una secretaria de Mauricio Macri que él conocía y le pidió si, para tranquilidad de la pareja presidencial, podían enviar a su casa-museo-taller, “si no te enojás”, un curandero. Con la generosidad —y la paciencia— que le son propias, Pallarols aceptó. Recibió en su espacio a una pareja de ¿exorcistas?, empleados de la Presidencia, que oraron, rezaron y sahumaron.

—Y a partir de ahí, a los dos, tres o cuatro meses, ya más tranquilo, usó el bastón.

Con Milei, se sabe, el tema estuvo en los perros. El presidente lo quería en su bastón. Pallarols es implacable: “Un emblema patrio es un emblema patrio. La bandera es la bandera, no la podés cambiar. Al bastón no le puedo poner los perritos”.

Juan Carlos Pallarols trabajando en
Juan Carlos Pallarols trabajando en su taller (Fotos Gustavo Gavotti)

Las manos del orfebre pintan, siembran, cultivan, dibujan.

Las manos del orfebre hacen cosquillas, juegan con nietos y bisnietos.

Pallarols se casó y se separó dos veces. Tiene cinco hijos, cuatro con la primera mujer y una con la segunda. Es abuelo de nueve y bisabuelo de cinco. Y cree que ese número aumentará.

De sus siete hermanos tres, además de él, aprendieron el oficio familiar pero solo uno le dedicó toda su vida: Miguel Ángel, que era un año mayor que Juan Carlos y murió joven, con 59 años. Los otros seis tomaron otros rumbos entre las antigüedades, la fundición, la crianza.

Hoy comparte el taller con dos de sus hijos que son plateros: “Carlos Daniel, que es el mayor, y Adrián, que es el menor”. Y sus bisnietos van a jugar con él igual que él lo hacía con su abuelo: “Se vuelven locos golpeando”, dice.

Pallarols no se aburre: “Siempre hago otras cosas”. Cuando no está en el taller, creando, está en su campo, en San Antonio de Areco, creando.

—Ahí tengo un tallercito. Y si no estoy tirando alambres estoy cultivando algo (yo no lo exploto, siembro cosas para consumo propio). Planto tomates, sandías, melones. Hacemos chorizos, jamones. Todo con lo que cosechamos y criamos. No es un campo grande, es chiquito. Entonces hago eso, pinto, grabo, sincelo… No me gusta meterme en la piscina. Voy para jugar con mis nietos.

Las manos del orfebre trabajan sin respiro para no envejecer, para no aburrirse. Para no ser ellas un objeto en su museo.

Y ahora están siendo retratadas en un mural impulsado por los vecinos de San Telmo, frente a su casa. Pallarols tiene el reconocimiento de las personas más ilustres del mundo, sin embargo ese homenaje, el de su barrio, es el que lo pone contento.

Pallarols tiene la sencillez de los grandes. Como la frase de Fangio que tiene en un cartel con su foto pegado en la sala: “Siempre hay que tratar de ser el mejor, pero nunca creerse el mejor”.

Pallarols tiene 83 años y no parece. “Porque hago siempre lo que me gusta”. Porque, como dice otro cartel en el centro de su taller, él sigue jugando.

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