Domingo sangriento: la cruel represión zarista de enero de 1905 que abrió el camino para la Revolución Rusa

Campesinos marcharon para reclamar mejoras en la economía y fueron recibidos en las afueras del Palacio con balazos y sablazos. Hubo una cantidad de muertos indeterminada. Allí comenzó la aceleración del proceso que terminó en 1917

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Campesinos marcharon al palacio para
Campesinos marcharon al palacio para entregarle una carta al Zar. Fueron masacrados

Fue una masacre. Sobre ella, sobre sus restos, sobre la sangre, el horror y el dolor, doce años después se edificó la Revolución Rusa. El 9 de enero de 1905, según el antiguo calendario juliano que usaba la Rusia de los zares, a contramano del calendario gregoriano que usaba ya el resto del mundo para el que ese 9 de enero era el 22, una gigantesca y pacífica manifestación de campesinos, liderada por un sacerdote de lealtades duales, marchó hacia el Palacio de Invierno de los zares Nicolás II y Alejandra, para reclamar una vida mejor.

Aquel mundo imperial que moría sin saberlo, envuelto en los viejos calendarios, respondió a ese otro mundo, que moría sin quererlo, con descargas de fusilería y con cargas a caballo, sable en mano, de los temidos cosacos. Fue una cacería en la que cayeron hombres, mujeres y chicos que llevaban en sus manos efigies religiosas y retratos del “Padrecito Zar”, al que debían y proclamaban una devoción no correspondida.

Las cifras oficiales dijeron noventa y seis muertos. La prensa internacional que fue testigo de la matanza calculó los muertos en al menos mil, otras conjeturas dijeron entre dos y cuatro mil, otros cálculos ni se atrevieron a echar cuentas. Hubo miles de heridos por balas, por espadas y por el aplastamiento que provocó la estampida desatada por la represión. Algo se rompió entonces para siempre en aquella Rusia recóndita y tapiada. La matanza dejó como saldo invisible pero palpable un fermento de rebelión decepcionada, de imperiosa necesidad de cambio frente a un mundo que cambiaba día a día y que ese mundo que moría se negaba a mirar. Allí empezó todo, en el Palacio de Invierno.

Décadas más tarde, esa expresión que remitía a “tomar el Palacio de Invierno”, fue un símbolo de los desatinos políticos, de las ambiciones desmedidas o de las esperanzas ilusorias. Era una falacia. La manifestación de 1905 no intentó siquiera tomar el palacio. Sólo reclamar una mejora acaso tenue en la vida del campesinado y de una nueva clase social en ciernes: la del obrero industrializado. Rusia era un gran tonel de pólvora en 1905, un gran tonel con enormes agujeros por todos lados: una chispa iba a desatar la explosión.

Los soldados les apuntan a
Los soldados les apuntan a los campesinos que marcharon. Fotograma del film Nueve de enero de Vyacheslov Viskovsky

Sintetizar aquella realidad es tarea espinosa. A riesgo de simplificar, de las endurecidas cinchas del imperio tiraban dos fuerzas opuestas: una signada por ciertas reformas que habían liberado las estructuras económicas, sociales y culturales y otra atada a un sistema político que seguía inalterable y también indiferente a aquellos cambios.

Esos vientos estuvieron seguidos por ciertos vendavales de activismo cerril, a menudo violento, que también estaba aferrado a sus credos inalterados y vivía atomizado y sin orientación, convencidos unos de que la fuerza revolucionaria estaba en los campesinos en aquella sociedad rusa pre industrial, y convencidos los otros de que sólo la industrialización iba a proveer la mano de obra indispensable para cualquier epopeya revolucionaria. Los moderados, si los había, sospechaban que el conservadurismo rural se iba a oponer a la democracia liberal de Occidente y temía los zarpazos de los seguidores de Carlos Marx que asomaban con fuerza en el horizonte político. Marx, que había muerto en 1883, había dejado escrito cierto desdén hacia los campesinos por su devoción hacia los zares, su mentalidad conservadora, su lealtad única a la tierra, al hogar y a la comunidad. El primer grupo marxista ruso se formó el mismo año de la muerte de Marx, pero no se convirtió en una fuerza política sino hacia 1898 en el Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia (POSDR), que se dividió en 1903, al amparo de Vladimir Lenin, entre bolcheviques y mencheviques.

En 1905 una serie de asesinatos de figuras políticas, víctimas de atentados cometidos por los grupos opositores al zarismo, guiados acaso por el libro, “Qué hacer” que Lenin había escrito en 1902, hicieron que el gobierno transfiriera un poder casi supremo a la policía del zar. Por otro lado, la miseria del campesinado era insostenible: en 1905 nació una ola de alzamientos populares con ocupación de tierras de la aristocracia, en muchos casos violenta, incendio y saqueo de propiedades y caza y tala indiscriminada en los bosques vecinos. Quienes arrendaban tierras pretendían menores impuestos, los campesinos pedían mayores salarios y los pequeños propietarios reclamaban más tierra y mayores ganancias.

Algo más emponzoñaba el paisaje político y social de Rusia en 1905: el imperio estaba a punto de ser derrotado en su guerra con Japón, que había iniciado un año antes. En febrero, el Ejército ruso sería derrotado en la batalla de Mukden, donde perdería a noventa mil soldados y la poderosa flota del Báltico estaba a punto de ser derrotada en la batalla de Tsushima. Todo iba a terminar como se preveía, y como en verdad terminó: con la firma de un tratado de paz humillante para los zares.

Una ilustración de época muestra
Una ilustración de época muestra a los manifestantes abatidos por las balas zaristas

Ese era el caldero que hervía en San Petersburgo, la capital del imperio y la sede de los zares. Aquella ciudad construida por Pedro El Grande desbordaba lujo y miseria. El Palacio, que es hoy el deslumbrante Museo Hermitage, había sido construido para reflejar la grandeza y el poder de la Rusia Imperial: un territorio entonces de veintidós millones de kilómetros cuadrados en el que vivían ciento setenta y seis millones de seres humanos El Palacio poseía un frente deslumbrante de ciento cincuenta metros de largo y treinta de alto, con mil setecientas ochenta y seis puertas, mil novecientas cuarenta y cinco ventanas, mil quinientas habitaciones y ciento diecisiete escaleras.

Hacia ese símbolo de grandeza y de poder marcharon el domingo 9 de enero los campesinos hambrientos. Los lideraba un hombre extraño, Gueorgui Gapón, un sacerdote ortodoxo que se había convertido en líder de los más pobres. Había organizado la Asamblea de Obreros Industriales Rusos de San Petersburgo, que de alguna manera era tolerada, sino auspiciada, por el poderoso Departamento de Policía del zar. Tenía el objetivo de “defender los derechos de los trabajadores, aumentar su moral y sostener su fe religiosa”. Ese domingo, Gapón encabezó la gigantesca manifestación, calculada en ciento cuarenta mil personas, hombres, mujeres y chicos, que pretendía simplemente entregar una carta al zar Nicolás en la que pedían mejoras laborales.

El zar no estaba en palacio. Había viajado a pasar el fin de semana en otra de las sedes del poder, en Tsárskoye Seló, a veinticuatro kilómetros de San Petersburgo, donde se alzaba otro palacio, que había sido de Catalina la Grande. Nicolás dejó el manejo del poder en manos de su tío, el gran duque Vladímir Aleksándrovich, que diseñó un operativo militar en defensa de la ciudadela de los zares, como si estuviese a punto de ser atacada por una potencia enemiga. De alguna forma, San Petersburgo sí estaba en llamas, y esas llamas lamían la pólvora que se derramaba del gran tonel social del imperio. Una huelga general sacudía a la capital el sábado 8; ciento setenta y cuatro empresas, fábricas y talleres estaban cerrados, noventa y seis mil obreros habían parado, aunque otras versiones hablan de ciento cincuenta mil huelguistas; la policía había intervenido, junto a los cosacos, sable en mano, solo para que volviera al trabajo el personal encargado de operar los tranvías de la ciudad.

El cura Gapón se había reservado el derecho de entregar en persona el modesto petitorio dirigido al zar, que no estaba en palacio. Uno de los diarios, se editaron sólo dos ese día, reflejaba la odisea de una comisión de partidarios liberales que había intentado entrevistarse con altos funcionarios del gobierno para pedir que fuese recibida la carta de los manifestantes. Dice aquella crónica: “Tras ser enviados de una oficina a otra los comisionados sólo pudieron ser recibidos por un funcionario menor, quien les dijo que en lugar de dirigirse al gobierno deberían dirigirse a los huelguistas y convencerlos de deponer su actitud”.

La carta elaborada por Gapón y los miembros de su Asamblea de Obreros, un documento histórico, muestra el fervor campesino por el zar, su fe en su figura, cierto místico respeto y una mansa ingenuidad que exculpa a Nicolás II de toda responsabilidad. En sus tramos principales, la carta decía: “Nosotros, obreros, v

ecinos de Petersburgo, acudimos a Ti. Somos unos esclavos desgraciados y escarnecidos; el despotismo y la arbitrariedad nos abruman. Cuando se agotó nuestra paciencia, dejamos el trabajo y solicitamos de nuestros amos que nos diesen lo mínimo que la vida exige para no ser un martirio. Mas todo ha sido rechazado, tildado de ilegal por los fabricantes. Los miles y miles aquí reunidos, igual que todo el pueblo ruso, carecemos en absoluto de derechos humanos. Por culpa de Tus funcionarios estamos reducidos a la condición de esclavos. (…) ¡Señor, no niegues la ayuda a Tu pueblo! ¡Derriba el muro que se alza entre Ti y Tu pueblo! Dispón, júranoslo, que nuestros ruegos sean cumplidos, y harás la felicidad de Rusia; si no lo haces, estamos dispuestos a morir aquí mismo. Sólo tenemos dos caminos: la libertad y la felicidad o la tumba”.

Para muchos, fue la tumba.

El Zar Nicolás II. El
El Zar Nicolás II. El último de los Romanov

El gobierno había quitado ese sábado el mando a las autoridades civiles; San Petersburgo estaba ahora al mando único del tío del zar, el gran duque Vladímir, que había dispuesto que nadie de las barriadas obreras llegara al centro de la ciudad; había dividido la capital en sectores, cada uno al mando de un alto oficial; había asegurado los cuatro puentes que llevaban a palacio y las principales calles que comunicaban el centro con los suburbios; y había reforzado la plaza principal del Palacio de Invierno. Todo sirvió de nada. Los manifestantes ganaron las calles, burlaron los puentes cercados, desbordaron a las tropas y llegaron hasta los jardines de la residencia de los zares, mientras enarbolaban pancartas, figuras religiosas y hasta retratos del venerado zar. Fue entonces cuando el gran duque Vladímir dio la orden de hacer fuego.

La primera descarga de fusilería diezmó a los manifestantes que bordeaban las rejas del palacio. Mientras, la caballería cosaca cargó contra ellos y contra los manifestantes que todavía llegaban por la avenida Nievski al grito de “¡A las armas!” mientras levantaban las primeras barricadas. Desde las ventanas de las casas que bordeaban la avenida apedreaban a las tropas que respondían con el fuego de sus fusiles. Empezaron a cruzarse disparos porque a los manifestantes que habían marchado armados, se le unieron quienes arrancaban sus armas a la policía, o las robaban del cuartel zonal, que fue destrozado. Los huelguistas saquearon la fábrica de armas Schoff, cortaron los cables de telégrafo y derribaron los postes. Cientos de manifestantes cayeron baleados a la vera del palacio, otros fueron muertos por los sables de la caballería cosaca en una huida a ninguna parte, y muchos otros, en especial niños, murieron en la estampida que desató la represión. El Gran Duque recibía, cada media hora, un informe sobre las operaciones militares en marcha; estaba junto a su estado mayor, reunidos todos frente a una mesa con tapete verde en el palacio de la Isla Vasilievski, frente al Palacio de Invierno, al que la unen dos puentes: el del Palacio y el Blagovéshchensky. Los combates siguieron durante toda la noche.

Al día siguiente, las crónicas de la época describieron: “Lunes 10. Patrullas de cosacos a caballo recorren las calles. Aquí y allá hay grupos de obreros excitados. Los quioscos de periódico están en llamas. No hay electricidad ni gas. En la avenida Nievski hubo nuevos enfrentamientos. Las tropas han vuelto a disparar contra la multitud en las cercanías del palacio de Anichkov. La policía ordenó cerrar las armerías y depositar las armas en los sótanos. Los numerosos incendios y explosiones producen pánico. En la isla Vasilievski se volvieron a levantar barricadas, nuevamente capturadas por las tropas. No hay periódicos, las escuelas están cerradas. En las barriadas obreras se han llevado a cabo numerosos mítines discutiendo las medidas de resistencia.”

El tonel de pólvora había estallado, los efectos de la explosión tardarían años en palparse con claridad. El cura Gapón había sido salvado por milagro de los disparos de la guardia zarista y de los sables cosacos: un grupo de manifestantes que se identificaban como social revolucionarios, lo había sacado a tiempo de la trampa mortal y cuando caminaba a la cabeza de la marcha. Al día siguiente, huyó de Rusia. Antes, dejó una carta incendiaria que fue leída en las asambleas populares donde se analizaba cómo enfrentar la represión. Decía: “Ya no tenemos zar. Un río de sangre lo separa hoy del pueblo ruso. Ha llegado la hora de que los obreros rusos libren sin él la lucha por la libertad del pueblo”.

Un grupo de obreros socialdemócratas tomó por asalto una imprenta y lanzaron un manifiesto, diez mil ejemplares, que repartieron por toda la capital y que acusaba “al zar, a los grandes duques, a los ministros, a los generales y a la canalla palaciega” por la matanza del domingo. Estaba encabezado por el lema comunista y decía: “Proletarios de todos los países, uníos! (…) ¡A las armas camaradas! ¡Tomemos los arsenales, los depósitos de armas y las armerías! ¡Destruyamos las prisiones y saquemos de ellas a los combatientes por la libertad! ¡Derribemos los cuarteles de la policía y la gendarmería y todas las instituciones oficiales! ¡Hay que derrocar al gobierno zarista e instituir nuestro propio gobierno! ¡Viva la revolución! ¡Viva la asamblea constituyente de los representantes del pueblo!”.

El cura Gueorgui  Gapón
El cura Gueorgui Gapón en una asamblea

Al Domingo Sangriento siguió una ola de agitación, huelgas y rebeliones campesinas, que hicieron que el zar decretara la formación de un Parlamento, la Duma, elegido con total libertad y con plenos poderes. Los poderes, lejos de ser plenos, eran mínimos. Nicolás jamás aceptó ser un monarca constitucional: juzgaba que era una afrenta a su autoridad, y un atentado a sus derechos de ser gobernante absoluto por la Gracia de Dios, una figura retórica que había sido borrada por la Revolución Francesa en 1789. El gobierno del zar disolvió las dos primeras Dumas hasta que, en 1907, después de manipular las leyes electorales, logró un Parlamento de mayoría conservadora.

Cómo se incubó y brotó el germen de la Revolución Rusa de 1917, es otra larga y apasionante historia. El embrión de aquel movimiento que cambió a Rusia para siempre, y que terminaría con la vida de toda la familia imperial y con la dinastía Romanov, se plantó aquel domingo de sangre de 1905.

El cura Gapón excomulgó al emperador después de la matanza y huyó a Francia. Viajó por Europa, fue recibido por Lenin y por los líderes socialistas franceses Jean Jaurés y Georges Clemenceau. A finales de 1905 regresó a Rusia junto a Pinhas Rutenberg, un empresario, ingeniero hidráulico y activista del Partido Socialista Revolucionario de Rusia. Gapón reveló a Rutenberg sus contactos con la policía zarista y trató de reclutarlo con el argumento que afirmaba que la doble lealtad era útil para la causa de los trabajadores. Pero Rutenberg lo denunció a las autoridades de su partido que exigieron que el traidor fuese ejecutado.

El 26 de marzo de 1906, Gapón se reunió con Rutenberg en una cabaña alquilada en las afueras de San Petersburgo. Un mes después, su cadáver fue hallado allí, ahorcado. Rutenberg admitió más tarde que Gapón había sido condenado a muerte por un tribunal de su partido y que tres de sus militantes habían escuchado, escondidos en la cabaña, la propuesta de colaboración que Gapón reiteró a Rutenberg que, dijo entonces, salió de la cabaña por unos minutos. Cuando regresó, Gapón estaba muerto.

El Domingo Sangriento se había cobrado su última víctima.

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