Fue una escena de hondo dramatismo que no presagiaba el otro drama, el que iba a dejar al desnudo la cara oculta de Francia, la que traicionaba sus principios históricos de libertad, igualdad y fraternidad. A las ocho cuarenta y cinco de la helada mañana del sábado 5 de enero de 1895, hace ciento treinta años, un pequeño grupo de soldados atravesó una puerta de la École Militaire de París, que daba a la Plaza de Armas de la institución más prestigiosa del ejército francés, no muy lejana a la tumba de Napoleón Bonaparte, que se había formado allí cuando era un joven cadete.
En el centro de la formación marchaba un hombre, espada en mano y su pistola atada en cruz a la empuñadura. En medio del silencio, del inquieto piafar de los caballos sobre el adoquinado, los pasos del pequeño pelotón sonaron certeros hasta que llegaron al centro de la plaza. Allí, el general Paul Darrás desenvainó su propia, uno de los secretarios de la Corte leyó un veredicto y la voz de Darras, sin desmontar de su caballo, atronó la mañana: “Alfred Dreyfus es usted indigno de llevar las armas en nombre del pueblo francés, por lo cual lo despojamos de sus filas”. Enseguida se oyó la voz de Dreyfus: “¡Juro que soy inocente! ¡Viva Francia!”. Enseguida llegaron los gritos de quienes presenciaron la ceremonia: “¡Muera el traidor” ¡Mueran los judíos!”.
Dreyfus tenía razón: era inocente. El resto de quienes lo acusaban, o bien estaba equivocado, o bien adhería a una perversa infamia parida por el violento nacionalismo y antisemitismo que se abatían sobre Francia, y que pregonaba una prensa influyente como el diario La Libre Parole que dirigía Edouard Drumont, y que vendía doscientos mil ejemplares por día. Quienes pensaron que la dramática ceremonia de degradación del capitán Dreyfus ponía punto final a la ignominia de haber condenado a un inocente, se equivocaban. El caso Dreyfus no había hecho sino empezar. La verdad estuvo a punto de morir: acusado de espionaje, debió de ser fusilado si la Constitución francesa de 1848 no hubiese suprimido la pena de muerte por delitos políticos. Si Dreyfus hubiese caído bajo las balas del pelotón, la verdad hubiese muerto con él.
El complejo caso Dreyfus había empezado la mañana del 26 de septiembre de 1894, menos de cuatro meses antes de la dramática ceremonia en la École Militaire. Ese día, una empleada francesa de la embajada alemana en París, Madame Bastian cumplió con su verdadero trabajo. Era la encargada de limpieza de la embajada, contratada por los alemanes porque era analfabeta. Pero no era tonta: era una agente de la Sección Estadística del Estado Mayor francés, que era un eufemismo para nombrar al servicio de espionaje del ejército. Bastian se limitaba a entregar a sus mandantes todos los documentos que podía recoger de las cestas de papeles de los escritorios alemanes. Y lo que entregó esa mañana hizo que el jefe de gobierno, Charles Dupuy, convocara al ministro de Guerra, Auguste Mercier, y que encargara una investigación de urgencia al jefe de los servicios secretos, Jean Sandherr. Francia tenía un traidor que prometía entregar secretos militares al agregado militar alemán en París, Max von Schwarzkoppen.
La eterna inquina entre franceses y alemanes estaba agravada en esos años por el resultado de la guerra franco-prusiana, entre julio de 1870 y mayo de 1871, que había terminado con los prusianos triunfantes en París. La derrota había dado origen en Francia a las “comunas”, un gobierno revolucionario y popular que fue aplastado por los propios prusianos, asociados ahora con sus vencidos franceses: miles de parisinos murieron fusilados o asesinados en las calles, en especial en Montmartre. Prusianos, “comunards” (luego el sustantivo derivaría en comunistas) guerra perdida, caos económico, caída de Napoleón III como emperador y restauración de la República, habían provocado años de inestabilidad política y de recelo hacia Alemania que, además, había anexado a su imperio dos zonas del este francés, Alsacia y Lorena. La capital de Alsacia era Estrasburgo, la ciudad francesa donde funciona hoy la sede del Parlamento europeo.
El papel que había entregado Bastian era una carta partida en pedazos, reconstruida por los franceses, sin firma y sin membrete alguno, que pasó a conocerse como el “borderau”, y que revelaba que el misterioso espía había estado en contacto con varios departamentos del Ejército. En condición de establecer esos contactos había sólo una docena de oficiales, entre ellos Dreyfus, un oficial judío de treinta y cinco años.
Los encargados de la investigación hicieron todo al revés, que es lo que se acostumbre en estos casos. De entre los posibles candidatos a traidor, eligieron a Dreyfus: Sandherr, el jefe de los servicios secretos era un antisemita declarado, el comandante Joseph Henry, jefe de inteligencia, también. Al ministro Mercier le convenía la culpabilidad de Dreyfus porque la prensa derechista y antisemita le criticaba el haber permitido el ingreso al ejército de numerosos oficiales judíos. El 15 de octubre, Dreyfus fue arrestado sin que se le dieran los motivos. El castigo ejemplar que preparaban para el condenado de antemano, estaba destinado a levantar la moral de la fuerza tras la derrota frente a los prusianos.
Los años demostrarían luego que el verdadero espía era el comandante Ferdinand Walsin Esterhazy, de origen húngaro. Y cuando esa verdad incontrastable salió a la luz, los altos jefes militares intentaron tapar, sin éxito, la magnitud de la chambonada que habían planeado, guiados por su antisemitismo, y el calvario que le habían obligado a padecer a Dreyfuss. El proceso del militar, un Consejo de Guerra, estuvo plagado de irregularidades y mentiras que incluyeron varios disparates trazados por expertos calígrafos. Por ejemplo, la letra del “bordereau” no coincidía con la de Dreyfus. Pero los calígrafos inventaron la teoría de la “auto falsificación”. Afirmaba que la letra de la carta no era de Dreyfus, pero que el capitán sí la había escrito, con caligrafía cambiada, para no ser descubierto si su mensaje era interceptado.
Los conspiradores vivían su propio drama: Dreyfus era un militar intachable, con una foja de servicios excelente; no tenía problemas económicos, era hijo de industriales textiles de Alsacia que, además, habían emigrado de allí cuando el triunfo prusiano. Dreyfuss no tenía móvil: ni político, ni económico. Ante el riesgo de que fuese liberado por falta de pruebas, el comandante Henry filtró parte del caso a la prensa que juzgó adecuada, derechista y antisemita, y empezó entonces una campaña gigantesca contra Dreyfus de la que sacó jugo el populismo: el acusado estaba condenado de antemano.
El 19 de diciembre un Consejo de Guerra se reunió para juzgar el caso y el 22 seis jueces militares condenaron a Dreyfus por unanimidad y por traición a la patria a prisión perpetua, destitución de su grado, degradación militar y destierro perpetuo en “un recinto fortificado” lo que en buen romance implicaba una celda en la Isla del Diablo, a once kilómetros de las costas de la Guyana Francesa, en América del Sur. Ni siquiera esos jueces se salvaron de la ignominia. Previo a la condena recibieron por parte de los investigadores del Estado Mayor un “expediente secreto”, un acto de total ilegalidad, que no contenía ni más pruebas, ni más datos de la endeble y falsificada investigación oficial.
Ahora, en la mañana del 5 de enero, no era ni la justicia ni el poder político los que caían sobre el condenado. Eran sus camaradas de armas en la ceremonia más infamante a la que puede ser sometido un militar. Una hora y media antes de la ceremonia, Dreyfus había sido llevado desde su prisión a la École Militaire por un carro tirado por cuatro caballos, custodiado por una compañía de caballería. El condenado iba esposado. Para la ceremonia de la degradación cada batallón de la guarnición militar de París había enviado dos compañías para dar mayor pompa a la ceremonia.
No se había permitido el ingreso de público: sólo diplomáticos, invitados especiales y periodistas. Pero más de veinte mil parisinos siguieron la ceremonia desde las rejas de la École o desde los alejados tejados. Entre los periodistas, cubría la noticia el corresponsal en Francia del diario vienés Neue Freie Presse. Era Teodoro Herzl que, dos semanas antes había asistido a las tres sesiones del Consejo de Guerra. Herzl, considerado el padre del sionismo mundial.
Frente al general Darrás, a caballo y con el sable desenvainado, Dreyfus oyó su condena militar. Gritó su inocencia, vivó a su país y escuchó también los “Judas” y “muera el traidor”, que gritaban la multitud apiñada en las rejas. Dreyfus, los labios muy apretados, en un momento alzó los brazos y se dirigió a la tropa: “Soldados, niegan de sus filas a una persona inocente. Soldados, humillan la dignidad de una persona inocente. ¡Larga vida a Francia! ¡Viva el ejército!”. Después, un sargento mayor de la Guardia Republicana se acercó al condenado, rasgó de un tirón las cintas de su quepís y de sus mangas, arrancó las rayas rojas cosidas a lo largo de sus pantalones, y arrojó todos los símbolos de su condición militar a sus pies. Por fin, tomó de las manos de Dreyfus su espada y con lentitud la partió sobre una de sus rodillas mientras el condenado gritaba: “¡Viva Francia! ¡Soy inocente! ¡Lo juro por mi esposa y mis hijos!”.
Como último acto de humillación, hicieron que Dreyfus caminara, sus ropas desgarradas, alrededor de la Plaza de Armas y entre las filas de soldados. Varios oficiales le gritaron “¡judío traidor” y Dreyfus les respondió: “¡Les prohíbo dañar mi honor!”. Cuando pasó frente a los periodistas rogó e intimó: “Informen a toda Francia que soy inocente”. Pero algunos periodistas, invitados especiales de los conspiradores, lo insultaron. En aquel escenario de tragedia operística, al escuchar los gritos tras las rejas, Dreyfus gritó: “Ustedes no tienen derecho a insultarme. ¡Viva Francia!”.
Herzl quedó impresionado por esas escenas y por el vigor con el que Dreyfus que gritaba su inocencia y vivaba a la Francia que lo humillaba. Diría luego que el ya famoso “caso Dreyfus” era la expresión de una enfermedad muy grave que carcomía a Francia. Pero para Dreyfus, en cambio, era el inicio de un largo calvario.
El 17 de enero fue enviado a la prisión de la Isla de Ré donde estuvo por un mes, con derecho a ver a su mujer dos veces por semana en una enorme sala, cada uno en un extremo de una igualmente larga mesa, con el director de la cárcel como testigo. El 21 de febrero partió hacia Guyana en el buque Ville-de-Saint-Nazare con el que llegó, después de una dura travesía, el 12 de marzo. Después de un mes en la Isla Real, el 14 de abril fue transferido a la Isla del Diablo: era el único habitante, junto a sus guardias. Lo metieron en una casilla de piedra de cuatro metros bajo unas condiciones de vida muy duras. El 6 de septiembre de 1896, ante el rumor de una eventual fuga, que por otra parte era imposible de concebir, lo colocaron en calidad de “doble encierro”, una tortura que lo obligaba a permanecer la mayor parte del día en la cama, con los tobillos y las muñecas amarradas.
La rehabilitación de Dreyfus llevaría años y es otra historia. A ella contribuyeron su familia, parte de la prensa no antisemita, la prensa de izquierda y antimilitarista, el gran escritor y periodista Emile Zola y la buena suerte. De nuevo, en nombre del azar, intervino madame Bastian. En marzo de 1896 encontró en la papelera de Von Schwarzkoppen una nueva nota entre el diplomático espía alemán y su contacto en el ejército francés: era el comandante Esterhazy. El jefe del espionaje francés era ahora el coronel Georges Picquart, que comparó la caligrafía con los viejos documentos para dar con el culpable. Esterhazy tenía incluso un móvil para vender secretos militares: estaba cercado por las deudas y se había visto envuelto en algunas estafas. Picquart habló con sus superiores sobre la necesidad de reveer el caso Dreyfus y juzgar al verdadero responsable. Le ordenaron olvidarlo todo, y luego lo trasladaron al norte de África. Antes de su viaje forzado, Picquart confió su secreto al periodista Bernard Lazare que editó en Bruselas el primer folleto favorable a preso de la Isla del Diablo.
Al mismo tiempo, el hermano de Dreyfus, Mathieu, llegó a interesar al presidente de Francia, Félix Fauré: así creció en Francia una campaña que hizo imprescindible la revisión del caso Dreyfus. Como la llevaba adelante la prensa de izquierda, la sociedad se partió en dos y se hizo más violenta la ola antisemita que sacudía a la opinión pública. El culpable Esterhazy llegó a ir a juicio, acusado de espionaje: fue absuelto. El 13 de enero de 1898, en vísperas del tercer aniversario de la degradación de Dreyfus. Emile Zola publicó en la portada del periódico L’Aurore un artículo de cuatro mil quinientas palabras, en forma de carta abierta dirigida al presidente Fauré. Llevaba un título que pasaría a la historia: “J’accuse” (¡Yo acuso!), en el que ponía en claro quiénes habían sido los responsables de aquella injusticia. Lo condenaron por difamación a un año de cárcel y a una multa de siete mil quinientos francos que pagó su amigo, el escritor Octave Mirbeau. Zola se exilió en Londres y regresó a París recién en 1899, cuando por fin se revisó el caso y hubo un nuevo juicio. En ese nuevo proceso, Dreyfus volvió a ser condenado, esta vez “con circunstancias atenuantes”. Rechazó de nuevo el fallo judicial hasta que, diez días después, agotado, con la salud quebrada por cuatro años de prisión en el infierno, aceptó el indulto del ahora presidente de Francia, Émile Loubet. El verdadero culpable, el comandante Esterhazy, ante la posibilidad de un nuevo juicio, huyó a Londres al amparo de sus fieles camaradas. Allí murió, el 21 de mayo de 1923.
En 1900 empezó el proceso de rehabilitación de Dreyfus que duraría siete años, hasta 1906. Fue reintegrado al ejército como Jefe de Escuadrón, comandante, el 13 de julio de 1906, pero fue obligado a renunciar en 1907. Como oficial de reserva participó en la Primera Guerra Mundial en la retaguardia de París, como jefe de artilleros. Acabó su carrera militar como coronel.
Quien no pudo ver la rehabilitación de Dreyfus fue Emile Zola. Murió el 29 de septiembre de 1902 asfixiado por el humo de su chimenea, en un episodio que fue sospechado, nunca aclarado, de un asesinato. Su mujer, Alexandrine, se salvó por milagro. En su funeral, el 5 de octubre y ante una multitud, Anatole France recordó su lucha por la justicia y la verdad: “Envidiémosle, honró a su patria y al mundo con una obra inmensa y un gran acto. Envidiémosle. Erigido sobre el cúmulo de ultrajes que la estupidez, la ignorancia y la maldad hayan jamás provocado. Su gloria alcanza una altura inaccesible. Envidiémosle, su destino y su corazón le concedieron la mayor recompensa: ha sido un momento de la conciencia humana”.
La división que el caso Dreyfus había provocado en la sociedad francesa no cedió siquiera con el descubrimiento de la verdad y la reivindicación del castigado militar. El 4 de junio de 1908, los restos de Zola fueron trasladados al Pantheon de París, donde descansan los grandes de Francia. Entre los invitados a la ceremonia estaba Alfred Dreyfus. Fue entonces cuando el periodista antisemita Louis Anthelme Grégori le disparó dos veces, lo hirió de levedad en un brazo, en un intento por perturbar la “ceremonia destinada a dos traidores”. Grégori era la mano derecha de Edouard Drumont, director de La Libre Parole, que había sido un puntal en la campaña de difamación contra Dreyfus y en la falsa acusación de espionaje ideada por el ejército.
El drama Dreyfus no se apagó incluso en años muy recientes. En 1985, Jack Lang, ministro de Cultura del presidente Francois Mitterrand, encargó una estatua del capitán Alfred Dreyfus para que fuese emplazada en el patio de la École Militaire, el mismo sitio donde había sido humillado y degradado noventa años antes, en 1895. Una vez esculpida, la estatua no pudo instalarse donde estaba pensado: el ejército rechazó el tamaño con la excusa de que “no sería visible para el gran público” si se la ubicaba en la Plaza de Armas, así que fue a parar a un rincón de los jardines de las Tullerías.
La verdad del caso Dreyfus, terminó escondida entre el follaje.