Fue la mujer de los buenos modales. Una aristócrata que encontró lugar en los medios en gracias a su educación, su inteligencia y su extraordinario sentido del humor. Fue una mujer de otra época. O, quizá, haya sido atemporal.
Eugenia de Chikoff nació en Argentina en 1919. Pero a los 3 años su familia se mudó a Europa. Fue educada en Alsacia, “una zona de Europa que es francesa o alemana según quién gane la guerra”, solía decir. Allí adquirió su fuerte acento. Cuando alguien reconocía ese acento como germano, ella lo felicitaba. A pesar de dominar muchos idiomas, nunca pudo despegarse de ese acento alemán de la infancia.
Su padre era Juan Eugenio de Chikoff, un aristócrata ruso al que la caída del zar y la Revolución de Octubre lo encontró en París, eso le salvó la vida, aunque lo condenó al ostracismo vitalicio. Aquí se lo llamó (y se hizo llamar) conde, aunque nunca quedó establecido que tuviera algún título nobiliario. Lo que claramente poseía era el porte y la seguridad de movimientos de alguien de la nobleza. Eugenia, por su parte, rechazaba el mote de condesa; aclaraba que la condesa era la esposa del conde y que, en este caso, ella solo era hija.
Su madre era una mujer instruida y con temple, que educó con mano dura a Eugenia y a su hermano. Los Chikoff simulaban tener un matrimonio perfecto. Compartían las fiestas y los grandes eventos. Según la versión oficial el padre no vivía en Europa con ellos por sus obligaciones laborales en Buenos Aires. El día que Eugenia cumplió 21 años le dijeron la verdad: estaban separados.
Ella eligió vivir con el padre. La madre le dijo que estaba cometiendo un error, que la vida del padre era una apuesta constante y que podía terminar millonario o colgado de la palmera (esa era la expresión que utilizaba Eugenia al narrar la anécdota).
Finalmente la madre respetó su decisión pero con una sola condición. Como ella seguía enamorada de ese hombre encantador y distinguido pero volátil e infiel y como ella se había casado para toda la vida, le hizo prometer que si el padre alguna vez quería obtener el divorcio legal para casarse con otra mujer, Eugenia lo amenazaría con volver a Francia con su madre.
Décadas después, el padre se enamoró de una viuda. La hija le dijo que le parecía muy bien que se volviera a casar pero que ella se volvía a Europa. El padre deshizo el compromiso. Eugenia cumplió la promesa hecha a su madre.
Fue una hija con Complejo de Electra –como ella se definía- y soltera eterna. Tanto el padre como ella neutralizaban las potenciales parejas del otro. Boicoteaban esas relaciones. El Conde se ocupó de espantar varios de sus pretendientes. Para uno de ellos, cuando la relación venía muy en serio, utilizó un recurso sutil pero que en su interior sabía infalible. Le hizo notar a su hija enamorada, lo vulgares y poco elegantes que eran las manos de su novio. A partir de ese momento ella no pudo dejar de mirarla y de ver lo que el padre había señalado. La relación duró unas pocas semanas más.
Siendo muy joven, Eugenia viajó a China para aprender artes marciales, el idioma y embeberse en la cultura oriental que tanto le atraía. El padre confió en ella, confió –decía Eugenia- en lo que él había hecho con ella, en la manera en la que la había educado, en su obra.
En Buenos Aires, los Chikoff –padre e hija- vivían una vida no demasiado holgada, aunque procuraban que no se notara. La ropa y la presentación siempre eran impecables. El padre, sin una ocupación fija y con su propensión al juego, era frecuente visitante del Banco Municipal porteño. Allí empeñaba joyas y obras de arte para poder seguir con su tren de vida. A veces lograba rescatarlas.
La convivencia con el padre no siempre fue sencilla: “Cualquier silla le servía de trono, y cuando se le caían los lentes, hacía que se los levantaran. Él era conde y no se agachaba”.
El Conde comenzó a ganarse la vida cómo pudo en Buenos Aires. Utilizó su encanto y sus saberes. Dio clases de protocolo, historia militar, idiomas (sabía 9), esgrima y hasta de tango. Eugenia dio una explicación contundente al principal oficio del padre: “Los aristócratas secos, venidos a menos, se dedican al protocolo. Es lo que traen desde la cuna, el mundo en el que se criaron. Como ya no pueden ejercerlo más cotidianamente, lo enseñan”. En 1928 convocado por Marcelo T. de Alvear creó parte de las normas de protocolo del gobierno nacional y de la cancillería.
El Conde era profesor en el Colegio Militar mientras Perón fue alumno. Entablaron una buena relación. Se llamaban tocayos entre ellos. Dejaron de verse un buen tiempo. Hasta que un día en el departamento de los Chikoff sonó el teléfono. Era Perón, ya presidente de la Nación, que convocaba al conde a la residencia presidencial. Al llegar se saludaron y Chikoff se refirió como “Su excelencia” hacia Perón. Éste lo retó y le dijo desde cuando no se tuteaban. “Desde que usted es presidente. Yo hago protocolo y lo trato como corresponde”, respondió el otro. El motivo de la convocatoria era educar a Eva. Debía viajar a Europa y Perón deseaba refinar su conducta en los eventos sociales. Chikoff dijo que uno de los principales problemas de Eva era que tomaba sopa cantada (es decir la sorbía y hacía ruido). Al Conde lo deslumbró la inteligencia y la capacidad de aprender de Eva. Lo que más le costó dominar fue la propensión de la mujer a utilizar malas palabras con naturalidad, algo que escandalizaba a un varón de la época pero que a Chikoff divertía bastante. Las clases duraron poco. Y el Conde no quiso cobrar por su trabajo.
Al poco tiempo nació la televisión y llegó la devolución. El Conde tuvo un programa en el que educaba al pueblo en buenos modales. Su asistente era Eugenia. Esa fue su primera participación en la televisión. Se mantendría en el medio durante seis décadas.
Aunque la idea original era que la asistente fuera alguien del pueblo, sin demasiada educación, alguien con quien el público se identificara. El Conde le dijo a su hija que ella encarnara el papel. Para ella era dificilísimo debía desaprender lo aprendido. Escupir un carozo, comer con la boca abierta, dejar mal puestos los cubiertos. Hasta que un día, le sirvieron su postre favorito en cámara y mientras el padre hablaba de otro asunto, ella comió el plato con fruición pero absoluta corrección. El Conde se sintió desenmascarado, sintió que no podía mantener más la farsa y reveló al público que esa chica que parecía sin demasiada educación era su hija híper preparada. Ese fue el último programa. De todas maneras, padre e hija, siguieron de alguna manera u otra en la televisión.
Eugenia puso una academia de karate en Recoleta y la mantuvo abierto por casi más de un cuarto de siglo. Miles de alumnos pasaron por sus salones practicando artes marciales.
Después, mientras el Conde iba envejeciendo, fue ocupándose más del trabajo de su padre. Pero antes debió mostrar probidad. El Conde la obligó a que le enseñara un poema de Campoamor a un loro que tenían: “Si no le podés enseñar al loro, no vamos a poder con los alumnos”, sentenció. A las pocas semanas el loro comenzó a repetir esos versos cargados y Eugenia a tener cada vez más lugar en el mundo laboral del padre.
Durante años los Chikoff tuvieron una escuela de ceremonial y protocolo en Santa Fe y Suipacha. Se llamó Instituto de Cultura Social, Buenos Modales y Cortesía. En los últimos años del Conde, Eugenia quedó al mando del lugar.
Una tarde de 1988 el Conde estaba leyendo en su casa y se quedó dormido. Se deslizó del sillón en el que estaba sentado y golpeó su cabeza contra la pata de una mesa. Cuando Eugenia volvió del trabajo lo encontró tirado en el suelo, inconsciente, en medio de un lago de sangre oscura. El médico de urgencias que lo asistió le dio pocas horas de vida. Eugenia le dijo que no se preocupara, que el padre sobreviviría algunos meses. Así sucedió. A las pocas horas, más allá del golpe, el Conde se reestableció. Y recién falleció 3 meses después, una tarde en la que la angustia hizo a Eugenia regresara a su hogar antes de tiempo. Al verla entrar, el Conde pidió a la cuidadora que se retirara, que lo dejara solo con su hija. Unas horas después a los 92 años murió en brazos de Eugenia.
Eugenia tomó el legado del padre. No sólo en la escuela sino también en los medios. Le agregó algo al personaje del aristócrata sofisticado que enseña al resto a comportarse socialmente: humor.
Durante más de veinte años se convirtió en habitué de cada gran programa de televisión, de cada magazine. Estuvo con Susana, con Mirtha, con Moria, a la tarde, a la noche. La llamaban como columnista en las grandes bodas reales o para que explicara algún entuerto de la nobleza europea. Fue integrante fija del elenco de grandes programas como 360 con Julián Weich o de El Mundo de Antonio Gasalla, con quién se sintió muy a gusto. En un sketch la cruzaron con Silvia Süller. Eugenia no la conocía. Silvia gritó y se fue sacando la ropa, quedó casi desnuda. La quisieron provocar, sacarle alguna declaración rimbombante. Lo de ella nunca fue la estridencia. “No me parece mal –dijo- Sólo me molesta que alguien robe o si es una mujer que tenga los muslos demasiado hospitalarios”.
También actuó con Fernando Peña y varios humoristas más. Cada vez que iba a algunos de los programas de Chiche Gelblung generaba gran interés. Chiche la provocaba y ella nunca perdía la línea, sabía jugar el juego del sarcasmo y hasta del doble sentido. Cada tanto remedaban una especie de sketch en el que ella corregía los hábitos de otro invitado (que exageraba su ignorancia protocolar) en la mesa. La secuencia recordaba a lo que hacían Ricardo Espalter como Toto Panigua y Enrique Almada. Eugenia decía que el paso de comedia de los geniales uruguayos había sido inspirado en aquel programa pionero que su padre y ella tenían en los albores de la televisión argentina.
Fue célebre y provocó un cierto escándalo la entrevista en que Chiche le preguntó si era virgen. Eugenia evadió dar una respuesta contundente pero nunca existió el menor asomo de estupor en sus gestos. Salió, como no podía ser de otra manera, con elegancia de la cuestión.
Cada tanto en medio de su discurso amable y articulado con fuerte acento, filtraba frases bien porteñas –siempre utilizadas con precisión- que causaban gracia y sorprendían a sus interlocutores.
Enseñaba a utilizar los cubiertos, a sentarse erguidas, a ser un buen anfitrión, un buen invitado, a tomar adecuadamente de una copa. Y hasta a controlar la vejiga: se vanagloriaba de nunca haber tenido que utilizar un baño público por ese entrenamiento que había fomentado su padre. Solía recomendar que la gente se diera duchas frías en la cabeza y en los genitales: zonas siempre calientes que era sano enfriar cada tanto, decía.
Otra de sus apariciones mediáticas célebres fue su intervención en un comercial de capelletinis en el que intentaba hacer comer de manera adecuada a un grupo de niños algo salvajes.
Un día, ya octogenaria, con toda la recaudación del mes de la matrícula de los alumnos de su escuela de buenos modales y ceremonial en la cartera, cuando bajaba del colectivo 106 en la esquina de su casa (se vanagloriaba de viajar en transporte público), un ladrón le tironeó la cartera. Ella se defendió. Pensó en las expensas y en los otros gastos fijos. Actuó la memoria corporal y apeló a sus viejos hábitos del karate. Le dio una patada en los testículos (cuando ella narrada la anécdota utilizaba la palabra “gónadas”) que desparramó al ladrón por la vereda y le hizo soltar la cartera. Esa patada salvó la plata del mes pero le salió cara. Tuvo una luxación de cadera que ella se negó a operarse (no confiaba demasiado en la medicina tradicional) y la obligó a utilizar bastón los últimos años de su vida.
Durante mucho tiempo su edad fue un misterio. Gelblung jugaba con eso y decía que Eugenia podía tener entre 60 y 120 años. Recién se supo fehacientemente cuántos años tenía, exactamente una década atrás. El día que murió el 5 de enero de 2014 los informes periciales revelaron que Eugenia había nacido en 1919. Tenía, entonces, 94 años.
En abril de 2024, su nombre volvió a tomar actualidad. La expresidente Cristina Kirchner en un discurso dijo que ella al lado de Javier Milei, el actual presidente, era Eugenia de Chikoff, poniéndola como el paradigma, el arquetipo de los buenos modales.
Alguna vez Leila Guerriero trazó un gran perfil de Eugenia de Chikoff en la revista dominical de un gran matutino nacional. La definió con su habitual precisión. Escribió que Eugenia estaba “entrenada en hacer lo correcto en el momento justo. Toda su vida consistió en una gigantesca, exhaustiva, abrumadora, educación”.