Cuando nació, el 23 de septiembre de 1968, Erik Weihenmayer Tenía los ojos grandes y curiosos de un niño que lo absorbía todo, pero el destino ya había puesto una marca oscura en su genética: la retinosquisis congénita, una enfermedad ligada al cromosoma X que lo dejaría sin poder ver al poco tiempo.
Su infancia estuvo llena de cambios de paisaje. De Princeton a Coral Gables, Florida, en 1972, y luego a Hong Kong, tres años después, donde asistió a la International School. Allí, entre clases y compañeros, Erik comenzó a perder la claridad del mundo. A los siete años, las formas ya no eran formas, los colores se confundían, y las caras se desdibujaban como si fueran reflejos en el agua.
La familia, con espíritu nómade, volvió a Estados Unidos. Se instalaron en Connecticut, un lugar de campos verdes y acantilados costeros. Para entonces, Erik era un luchador en todos los sentidos: en el equipo juvenil de lucha libre se ganó el puesto de capitán, y con apenas 12 años representó a su estado en el Campeonato Nacional Juvenil. Nadie sospechaba que ese chico, que agarraba a sus rivales con movimientos ágiles, ya peleaba una batalla más grande: la de su vista, que se apagaba como un atardecer en cámara lenta.
La vida de Erik desde que se quedó ciego
”A los 14 años vas a quedar completamente ciego”, le dijeron los médicos. No hubo anestesia en esas palabras. El diagnóstico cayó como un martillo sobre Erik, pero el chico no se rindió. Nada de bastones, nada de Braille. Quería ver lo que ya no podía: el movimiento de la pelota al pasar por el aro, las caras de sus compañeros en la lucha, el rostro del primer amor que aún no conocía.
A los 16 años, cuando la oscuridad ya era total, aceptó un perro guía y empezó a aprender Braille. Esa fue la primera grieta en su orgullo adolescente. Los padres de Erik no lo dejaron detenerse. Lo empujaron hacia lo imposible.
Un día, llegó a sus manos un boletín escrito en Braille. Hablaba de un grupo que invitaba a chicos ciegos a escalar montañas. Erik leyó incrédulo. “¿Quién podría estar tan loco como para llevar a un ciego a la montaña?”, pensó. Y entonces, con una mezcla de desafío y curiosidad, se inscribió. No lo sabía aún, pero esa decisión le cambiaría la vida para siempre.
”Escalar rocas solo con las manos y las piernas para sostenerme… era peligroso, pero me sentí vivo”, diría más tarde.
El día que Erik Weihenmayer se enfrentó a su primera pared de roca no veía nada, pero sus manos lo percibían todo: las texturas de la piedra, las rugosidades que prometían sostenerlo o traicionarlo, los bordes afilados que se hundían en sus dedos. ”En la roca estás solo, completamente solo. Es el tacto contra el mundo”, explicó en una entrevista.
Ese primer intento no era más que una práctica en un grupo que animaba a jóvenes ciegos a encontrar sus límites y romperlos. Erik descubrió que podía escalar sin ver. Un instinto que le decía dónde estaba cada apoyo, una capacidad casi sobrehumana para sentir el mundo con su cuerpo.
El hombre que escala montañas a puro tacto
El verdadero cambio llegó cuando decidió inscribirse en un curso más serio, con montañistas experimentados. En ese momento entendió que la escalada era un desafío físico y un ejercicio mental.
Mientras aprendía a escuchar el eco de sus pasos y a confiar en la voz de sus compañeros, Erik se unió al Arizona Mountaineering Club. Ahí, entre equipos desgastados y botas cubiertas de polvo, encontró algo que lo atrapó: el embrujo de la montaña.
Su primer gran desafío llegó en 1995. Tenía 27 años y decidió enfrentarse al Monte Denali (o McKinley), la cumbre más alta de América del Norte. ”Cuando llegué a la cima, supe que ya no podía detenerme. Había algo ahí arriba, algo que no podía explicar pero que me llamaba”. dijo el joven.
Ese fue el punto de partida de una vida dedicada a la aventura. Un año después escaló El Capitán, una de las montañas más complejas de Estados Unidos. Luego, en 1997, convenció a su novia, Ellie Reeve, para que lo acompañara al Kilimanjaro. Subieron juntos y se casaron en la cumbre.
En 1999, Erik Weihenmayer se encontraba en la base del Aconcagua, la cumbre más alta de América del Sur. A su alrededor, el paisaje era un lienzo de roca y hielo, el viento soplaba helado. A nadie le importaba que no pudiera ver. Él estaba ahí para demostrar que podía llegar más alto.
El Aconcagua fue la cuarta en su lista de las legendarias Siete Cumbres, los picos más altos de cada continente. Erik ya había escalado el Denali, en Alaska, y el Kilimanjaro, en África. Ese año se sumó el Vinson, en la Antártida, una montaña donde la soledad parecía envolverlo todo. Pero el objetivo más ambicioso y temido lo esperaba en Asia: el Everest.
El camino al techo del mundo
En marzo de 2001, Erik llegó a Nepal acompañado de su equipo. El Everest, con sus más de 8.800 metros, era una bestia imponente que ya había derrotado a cientos de escaladores experimentados. Las estadísticas no eran favorables: solo el 10% de los que intentaban llegar a la cumbre lo lograban. Ninguno de ellos había sido ciego.
Los problemas comenzaron antes de iniciar el ascenso. Muchos sherpas, los guías de montaña de Nepal, dudaban de que Erik fuera capaz de soportar el reto.
Su determinación, combinada con el apoyo de su equipo, convenció a los sherpas de unirse a la expedición. Cada paso hacia la cumbre fue un combate con el clima, la altitud y el cansancio. Mientras otros escaladores analizaban grietas y caminos peligrosos con sus ojos, Erik dependía de sus compañeros. Ellos le gritaban instrucciones a distancia, y él avanzaba.
Finalmente, el 25 de mayo de 2001, Erik Weihenmayer se convirtió en la primera persona ciega en alcanzar la cima del Everest. Llegó guiado por el sonido, el tacto y una voluntad inquebrantable. Desde la cumbre, el mundo era un silencio infinito interrumpido solo por el viento. ”Ahí arriba, entendí que la ceguera no era mi límite. Era mi impulso”, sostuvo tras la hazaña.
El Everest no fue el final. En los dos años siguientes, Erik conquistó el Elbrus, en Rusia, y el Kosciuszko, en Australia. Para 2008, cerró el círculo al escalar el Monte Jaya, o Pirámide Carstensz, en Indonesia. Con esto, Erik entró al exclusivo grupo de menos de 150 personas que han escalado las “Siete Cumbres”.
En 2014, Erik Weihenmayer volvió a “ver” una pelota de tenis. Pero no fue con sus ojos, sino con la lengua. Todo sucedió por un dispositivo dispositivo llamado BrainPort, una creación revolucionaria que convertía impulsos eléctricos en imágenes que podían sentirse en la lengua. Este invento había nacido del ingenio del científico Paul Bach y Rita, un neurocientífico visionario que creía en la capacidad del cerebro para adaptarse, un concepto que él denominó neuroplasticidad.
“Ver” con la lengua
El dispositivo consistía en una cámara, un procesador y un electrodo intraoral que se colocaba en la boca. La cámara capturaba imágenes, el procesador las traducía en señales eléctricas, y el electrodo las transmitía a la lengua, donde los receptores sensoriales las convertían en patrones que el cerebro interpretaba como formas. No era exactamente ver, pero se sentía como una nueva forma de percepción.
Cuando Erik probó BrainPort por primera vez, fue como aprender un idioma desconocido. Al principio, las señales eran confusas: vibraciones aleatorias que no lograba decodificar. Sin embargo, con tiempo y práctica, los patrones empezaron a adquirir sentido. Una tarde, mientras sostenía el dispositivo, sintió un contorno claro, redondo. ”Fue increíble. Era una pelota de tenis. Después de tantos años, volví a verla… aunque fuera con mi lengua”, relató emocionado.
BrainPort no solo le permitió a Erik reconectar con imágenes; también se convirtió en una herramienta para su vida como aventurero. En 2014, utilizó el dispositivo durante su viaje en kayak por el Gran Cañón. Las turbulentas aguas del río Colorado eran un laberinto peligroso para cualquiera, pero Erik pudo sortearlas al sentir las imágenes que la cámara proyectaba en su lengua.
Con su voz pausada pero enérgica, Erik recorrió el mundo como conferencista motivacional. Grandes auditorios llenos de ejecutivos, estudiantes o personas con discapacidades escuchan sus relatos. Allí, comparte las lecciones que aprendió en cada montaña: ”La adversidad no es algo que te define, sino algo que te transforma si la enfrentas con valor”, dice a menudo. Es autor de varios libros, entre ellos “Touch the Top of the World” y “No Barriers”, donde narra su vida de aventuras y sus proyectos para motivar a otros.
Erik fundó varias organizaciones para integrar a personas con discapacidades en actividades extremas. Una de ellas, “Adventure Challenge”, fomenta competencias entre equipos de discapacitados y no discapacitados, demostrando que las barreras físicas o mentales pueden romperse con trabajo en equipo y determinación. Otro de sus proyectos, “Soldiers to Summit”, está enfocado en ayudar a veteranos de guerra heridos o traumatizados. A través de expediciones al Himalaya y otros lugares desafiantes, los soldados encuentran no solo rehabilitación física, sino también una nueva perspectiva sobre la vida.
La pareja tiene dos hijos, Arjun y Emma. Los chicos crecieron rodeados de relatos de montañas y hazañas. Pero para ellos, Erik es un padre presente y dedicado. Inspirados por él, ambos desarrollaron un amor por la naturaleza y los deportes al aire libre. ”Quiero que mis hijos sepan que no se trata de llegar a la cima, sino de disfrutar el camino”, comentó Erik en una entrevista.
Hoy, Erik continúa compartiendo su tiempo entre sus expediciones y su hogar, donde disfruta de los momentos simples: cocinar con Ellie, jugar con sus hijos, y planificar nuevas aventuras. Para él, el equilibrio entre lo extraordinario y lo cotidiano es el verdadero éxito.