El 29 de diciembre de 1983, Carolina de Mónaco contrajo matrimonio civil con Stefano Casiraghi en una ceremonia íntima y alejada del protocolo tradicional que había marcado su primera boda, cinco años antes. A diferencia del fastuoso enlace con Philippe Junot, un playboy francés apodado “el rey de la noche”, esta unión se realizó en el modesto Salón de los Espejos del Palacio de Mónaco, con apenas treinta invitados, entre los que se encontraban familiares cercanos y amigos íntimos de la pareja. No parecía la boda de una princesa. Las calles no se habían engalanado y llamaba la atención hasta el escaso operativo de seguridad. El evento no se transmitió por la televisión. En su lugar, proyectaron Sissi emperatriz.
La princesa, que el año anterior había perdido a su madre, la mítica Grace Kelly, en un accidente automovilístico, había recuperado el brillo en su mirada triste. Lució un elegante vestido de crepé de seda diseñado por Marc Bohan para Christian Dior, acompañado por un anillo de oro con tres zafiros en tonos rosa, amarillo y azul, una pieza única obsequiada por Stefano, que no tenía sangre azul, pero era multimillonario, ya que su familia logró la representación de la petrolera Esso en Italia. La ceremonia, oficiada por Noël Museux, presidente del Consejo Nacional de Estado, duró solo veinte minutos. El pedido de nulidad de su primer matrimonio no había sido aprobado por el Vaticano, lo que hacía imposible una boda religiosa bajo el ritual católico y tampoco decidieron esperar más.
La urgencia por el casamiento no se debía a la necesidad de los enamorados de estar juntos. Carolina, “la princesa rebelde”, estaba embarazada. Una situación que en los años ochentas era motivo de escándalo incluso para personas de menor notoriedad. Si bien la discreción marcó la ceremonia, los presentes pudieron advertir el amor que se tenían los novios, algo que contrastó radicalmente esta unión de la fallida experiencia anterior de la princesa.
El romance entre Carolina de Mónaco y Stefano Casiraghi comenzó en el verano de 1983, durante un crucero organizado por Francesco Caltagirone. Stefano, tímido pero encantador, pertenecía a una destacada familia de la burguesía industrial italiana y había demostrado gran astucia en los negocios inmobiliarios. Durante el viaje, se volvieron inseparables y se olvidaron de sus respectivos novios. Al poner un pie en tierra Carolina rompió con Roberto Rossellini, hijo de la legendaria actriz Ingrid Bergman; y Stefano hizo lo propio con Pinuccia Macheda.
Ya libres de compromisos, la nueva pareja selló su amor con nuevos viajes, esta vez en avión: uno de dos semanas a Nueva York, seguido por una visita a París y Milán.
Un pasado de amores turbulentos
Antes de conocer a Stefano Casiraghi, Carolina había sufrido por amor. Su matrimonio con Philippe Junot, celebrado en 1978, había sido problemático. Sus padres, el príncipe Rainiero y Grace Kelly, habían estado en desacuerdo con esa unión. Y no se habían equivocado. Años más tarde, se descubrió que Junot se había casado con la princesa para ganar una apuesta que había hecho en un cabaret con unos amigos. Carolina soportó esta relación durante poco más de dos años, hasta que finalmente se divorció en octubre de 1980, meses después de que él se paseara con una mujer llamada Giannina Faccio, a quien presentaba como su secretaria y estaba claro que había algo más.
Posteriormente, Carolina vivió romances fugaces con famosos, entre ellos, el tenista argentino Guillermo Vilas.
El impacto de la muerte de Grace Kelly
La muerte de Grace Kelly el 14 de septiembre de 1982 había sumido a la princesa de Mónaco en un profundo dolor. La trágica pérdida de su madre, una figura icónica tanto en la familia como en el mundo entero, era reciente y había dejado un vacío difícil de llenar.
Para Carolina, este período estuvo cargado de tensiones debido a los rumores que circulaban sobre el accidente automovilístico. Algunos sostenían que Estefanía, su hermana menor, estaba al volante en ese momento. La muerte de Grace también afectó profundamente al príncipe Rainiero, quien se encerró en una tristeza profunda y dejó a su hija la doble carga de lidiar con su propio duelo y de sostener emocionalmente a la familia.
La llegada de Stefano Casiraghi a su vida marcó para la princesa un refugio y un nuevo comienzo.
Tras el civil a finales de 1983, Carolina de Mónaco y Stefano Casiraghi vivieron un matrimonio lleno de amor, tal vez la etapa de mayor plenitud para ella. Tuvieron tres hijos en apenas cuatro años: Andrea (1984), Charlotte (1986) y Pierre (1987). Aunque su unión no fue reconocida inicialmente por la Iglesia Católica, en 1993, el papa Juan Pablo II concedió la legitimidad a los hijos.
El estilo de vida palaciega que llevaban combinaba compromisos institucionales con escapadas familiares. Como de costumbre, amaban viajar. Recorrieron Venecia, París y la vecina y sofisticada St. Tropez. En invierno, se deslizaban por las pistas de esquí en Suiza y frecuentaban evento culturales del otro lado del Atlántico, como Nueva York y Los Ángeles. Siempre llegaban en familia a todas partes.
Stefano, además de empresario exitoso, congenió perfectamente en la familia Grimaldi. Sirvió de apoyo tanto en los negocios como en las actividades protocolares. Su amor por Carolina se manifestaba también con regalos impresionantes. En 1989, le compró un yate de lujo bautizado como Pacha III, en honor a las iniciales de sus hijos (P, de Pierre, A, de Andrea y Cha, de Charlotte).
Casiraghi también contagió a la princesa su pasión por los deportes extremos. Además de las lanchas rápidas, era fanático del automovilismo. Juntos vivieron una gran aventura en el Rally Dakar de 1985, que terminó con un accidente menor.
La tragedia de 1990
El 3 de octubre de 1990, la muerte volvió a golpear la puerta de Carolina. Esta vez se llevó a su gran amor y padre de sus hijos. El golpe fue devastador. Stefano Casiraghi perdió la vida durante una carrera de lanchas rápidas en Montecarlo. Stefano, quien ya había ganado el campeonato mundial de offshore en 1989, competía a bordo de su lancha Pinot di Pinot cuando una ola frenó en seco al vehículo que iba a 175 kilómetros por hora. A pesar de que los equipos de rescate llegaron rápidamente, Stefano quedó atrapado en su asiento y no sobrevivió al impacto.
Carolina, que esperaba que Stefano cumpliera su promesa de retirarse de las competencias extremas, estaba en París cuando ocurrió el accidente. La noticia fue un mazazo para la princesa, quien quedó viuda a los 33 años, con tres hijos pequeños. La magnitud de su dolor la llevó al silencio: fue su padre, el príncipe Rainiero, quien tuvo que explicarles a sus nietos que su papá ya no volvería.
El funeral de Stefano se realizó tres días después, en una ceremonia demoledora. Carolina, completamente desbordada por la pena, se descompuso. Luego del entierro, buscó refugio en una granja en Saint-Rémy-de-Provence, un pueblo encantador francés, donde se enfocó en la crianza de sus hijos y a encontrar consuelo en la tranquilidad del campiña.
Así comenzaba una nueva etapa Carolina, llamada desde entonces “la viuda de Europa”.
Modelo de resiliencia
Tras la muerte de Stefano Casiraghi en 1990, Carolina de Mónaco se apartó de la vida pública y comenzó un proceso de transformación personal que la llevaría a redefinir su papel dentro y fuera del principado.
En este período, la viuda adoptó un estilo de vida marcado por el silencio y la discreción, alejándose del foco mediático que había definido su juventud. Si bien continuó participando en compromisos oficiales del principado cuando era necesario, lo hizo siempre desde un perfil bajo.
Aunque su vida quedó marcada por la tragedia, nunca habló públicamente de Stefano ni de su pérdida, preservando el recuerdo de su esposo como algo íntimo. En los años siguientes, Carolina retomó progresivamente su papel dentro de la familia Grimaldi, apoyando a su hermano, el príncipe Alberto, y representando a Mónaco en eventos internacionales. Además, dedicó tiempo a causas sociales y culturales, manteniéndose activa en áreas relacionadas con las artes y la filantropía. No obstante, su prioridad siempre fueron sus hijos, quienes crecieron bajo su cuidado y se convirtieron en figuras destacadas en sus respectivos ámbitos. Aquella imagen de “princesa rebelde” quedaba en el pasado, para convertirse en un un ejemplo de resiliencia.
La princesa volvió a casarse, esta vez con un miembro destacado de la realeza europea, Ernesto de Hannover, un aristócrata alemán. La boda tuvo lugar cuando cumplió 42 años y estaba embarazada de su hija, Alejandra. Este enlace que unió a dos figuras de alto perfil en la nobleza europea, se mantuvo durante una década antes de que la pareja decidiera cortar manera definitiva. Aunque la separación de hecho ocurrió tras diez años de matrimonio, Carolina y Ernesto nunca formalizaron un divorcio legal. Este detalle no es menor, ya que la decisión podría estar relacionada con la conservación del título de princesa de Hannover por parte de Carolina. Este título, además de su relevancia simbólica, podría estar vinculado a la preservación de ciertas propiedades y privilegios asociados a la aristocracia alemana.