“Primero, cuando yo los vi, estaba juntando el ganado, pero yo pensé que era gente que estaba turisteando nomás. Después, cuando ya los veo que se aproximan corriendo, casi hasta donde ya podían gritarme, me hacían señas con las manos, pero no les entendía lo que decían”, cuenta el hombre, vestido con ropas de campo, en una vieja grabación de la Televisión Nacional de Chile, registrada en diciembre de 1972.
“Venía de la cordillera, de lo glaciar, donde no hay vida. Y vas volviendo: primero ves agua, después ves pasto, después una lagartija, después ves vacas… pero te falta el hombre. ¿Realmente llegaste a la civilización? Nos faltaba el hombre. Y, cuando lo vi, dije: ‘Tenemos la posibilidad real de un mañana’”, describe otro hombre muchos años después, en diciembre de 2020, en un programa de la televisión uruguaya llamado “Desayunos informales”.
Separados por casi medio siglo, los dos son relatos de un mismo encuentro, ocurrido el 21 de diciembre de 1972, en las orillas del torrentoso río Azufre, al que los lugareños llaman “El Barroso”. De un lado del río había dos jóvenes exhaustos y hambrientos después de caminar diez días en la nieve. Se llamaban Roberto Canessa – el entrevistado por la televisión uruguaya – y Fernando Parrado, sobrevivientes de un avión caído más de setenta días antes en la cordillera de Los Andes. Del otro lado había tres hombres a caballo, un padre con sus dos hijos, haciendo pastar sus ovejas. El padre se llamaba Pablo Sergio Catalán Martínez, un arriero chileno.
El Barroso no es muy ancho, pero tiene un caudal extremadamente correntoso y, más allá de verse, ni unos ni otros podían cruzarlo, ni siquiera lo que intentaban decirse a los gritos, porque el ruido del agua se los impedía. Después de un momento de perplejidad, Catalán consiguió un papel y un lápiz que tenía uno de sus hijos, los envolvió dentro de un pañuelo junto con una piedra y los arrojó hacía la otra orilla. Vio como uno de los dos jóvenes, Parrado, escribía febrilmente, volvía a envolver el papel, el lápiz y la piedra con el pañuelo, y se los devolvía con un lanzamiento que le exigió un esfuerzo supremo.
“Vengo de un avión que cayó en las montañas. Soy uruguayo. Hace diez días que estamos caminando. Tengo un amigo herido arriba. En el avión quedan 14 personas heridas. Tenemos que salir rápido de aquí y no sabemos cómo. No tenemos comida. Estamos débiles. ¿Cuándo nos van a buscar arriba? Por favor, no podemos ni caminar. ¿Dónde estamos?”, leyó Catalán en el papel.
El arriero tomó cuatro panes amasados en su casa, los envolvió junto con la piedra, e hizo otro lanzamiento. Después, por señas, les indicó a los dos jóvenes que se quedaran ahí y pidió a sus hijos – de 12 y 14 años - que no se fueran, que encendieran un fuego y no perdieran de vista a esos jóvenes. Recién entonces volvió a montar su caballo y emprendió una larga cabalgata hasta el retén de Carabineros más cercano, en Puente Negro, a 80 kilómetros de distancia. Esa cabalgata le llevaría diez horas y cada minuto de ellas podía marcar la diferencia entre la vida y la muerte para los 16 jóvenes que todavía vivían después de la caída del avión y más de dos meses en medio de la nieve, los sobrevivientes de lo que ya se conocía en el mundo como “la tragedia de Los Andes”.
Sobrevivientes de una catástrofe
Canessa y Parrado eran parte de los 16 sobrevivientes del accidente ocurrido el 13 de octubre de 1972, cuando el vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya con destino a Santiago de Chile se estrelló en la cordillera de los Andes con 45 personas a bordo, incluidos 19 miembros del equipo de rugby del colegio Christian Bross, los All Christians, de Uruguay.
Como resultado de la caída, 11 personas murieron por el impacto y 18 más perdieron la vida con el correr de los días, algunos por sus heridas y otros aplastados por una avalancha de nieve. Los 16 sobrevivientes tuvieron que soportar temperaturas de entre 25 y 42 grados bajo cero, a 3.500 metros sobre el nivel del mar, sin ropa adecuada ni experiencia para enfrentar las condiciones climáticas extremas de la zona andina conocida como el Valle de las Lágrimas.
Tuvieron la suerte de poder refugiarse en el fuselaje del avión, pero una semana después de caer ya no tenían qué comer y solo bebían el agua que obtenían derritiendo la nieve. Después de muchas cavilaciones tomaron la decisión de alimentarse de los restos de sus compañeros muertos. Era eso o morir de hambre.
El 12 de diciembre, dos meses exactos después de la caída, los 16 sobrevivientes se convencieron de que ya no los buscaban más, que las operaciones de rescate ya estarían suspendidas porque los creían a todos muertos. Entonces, Fernando Parrado, Roberto Canessa y Antonio Vizintín, los que estaban en mejores condiciones físicas, iniciaron una caminata hacia el oeste, para buscar ayuda. Poco después, Vizintín no pudo continuar y regresó, haciendo un esfuerzo extremo, al lugar donde estaba el fuselaje del avión mientras sus dos compañeros seguían adelante.
Subieron y bajaron laderas montañosas hasta que finalmente llegaron a un valle. Llevaban casi diez días de una caminata infernal cuando, el 21 de diciembre llegaron a un valle, divisaron un río y, al acercarse más, vieron a tres hombres a caballo que estaban arreando a unas ovejas. Parrado y Canessa se encontraron entonces, con el Barroso de por medio, con Sergio Catalán y sus dos hijos.
Creyeron que estaba borracho
Tras diez horas de cabalgata, el arriero llegó finalmente a Puente Negro y se apeó en el puesto de Carabineros. Catalán estaba agotado y cuando contó que había encontrado a dos sobrevivientes del avión uruguayo no le creyeron. El hombre, de muy pocas palabras, no se expresaba con claridad y el cansancio – sumado a los prejuicios de los carabineros – hacían parecer que había tomado de más. “No puede ser, ese hombre está borracho, métanlo en una celda”, escuchó Catalán que decía uno de los oficiales.
Solo cuando el arriero les entregó la nota escrita por Parrado, los agentes empezaron a tomarlo en serio y se comunicaron por radio con la jefatura, en Santiago de Chile, para informar. Se puso entonces un operativo en marcha, primero para rescatar a Canessa y Parrado, que no podían cruzar el río, y luego buscar al resto de los sobrevivientes.
“Nosotros también pudimos tomar contacto con los dos cuando llegaron los carabineros. Después de agradecernos, algo que siguen haciendo hoy en día, nos dijeron que lo único que deseaban era volver a sus casas antes de la Navidad. Faltaban tres días para eso”, contaría años después Catalán. Su hijo Cucho, uno de los dos que estaba con él cuando los encontraron, recordaría así su primera impresión: “Estaban muy débiles, con los pómulos salidos, apenas podían sostenerse de pie y tenían muy mal olor”.
El 22 de diciembre, guiados por Parrado y Canessa, los helicópteros de Carabineros llegaron hasta el lugar donde estaban los otros 14 sobrevivientes y los rescataron. “La tragedia de Los Andes” se convirtió entonces en “El milagro de Los Andes”.
“Pero nosotros no teníamos mucha noción de lo que habíamos hecho. Habíamos ayudado a unas personas, como creíamos que cualquiera lo podría haber hecho, y nada más. Era nuestra obligación. La dimensión que después tomó el acontecimiento fue cuando nos fuimos enterando de la repercusión que hubo no solamente en Chile, sino, según nos decían, en casi todo el mundo”, recuerda Cucho Catalán.
“Un segundo papá”
Así, Sergio Catalán, un hombre que durante sus 43 años de vida no se había alejado nunca de su casa de Aguas Claras salvo para llevar a pastar a sus ovejas se hizo conocido en todo el mundo como el hombre que salvó a los rugbiers uruguayos. Se supo que había nacido en 1928 en Isla de los Briones, que ahí hizo la escuela primaria y que la dejó a los diez años, cuando su padre se trasladó con toda la familia al campo. También que estaba casado con Virginia Honoria Toro Aros y que tenía nueve hijos.
“Pensé que nadie se iba a acordar de mí. Encontré a los dos uruguayos, los ayudé, pero pensé que al día siguiente se olvidarían”, contó en la última entrevista que le hicieron antes de su muerte, publicada por el diario chileno La Tercera. No fue así, porque los sobrevivientes de la tragedia de Los Andes siguieron siempre en contacto con él.
En 2007, cuando debieron operarlo de la cadera, se ocuparon de financiar la intervención quirúrgica para que pudiera volver a caminar. Fue Canessa quien se puso en contacto con el traumatólogo chileno Felipe Jugo para ofrecer su ayuda y la de otros de sus compañeros. “Entre ambos y con la ayuda del ex embajador de Chile en Uruguay Carlos Appelgren logramos gestionar la operación y felizmente todo salió bien”, explicó otro de los sobrevivientes, Javier Methol.
“Había un cariño muy especial. Lo consideraron su segundo papá hasta el día en que murió”, le contó en enero de este año a la colega de Infobae Cinthia Ruth, la hija menor del arriero chileno, Paula.
Pablo Sergio Catalán Martínez falleció a los 91 años el 11 de febrero de 2020. En su homenaje, el Congreso chileno instauró esa fecha como el Día del Arriero. A la sesión en la que se aprobó la ley asistió Fernando Parrado en representación de los otros sobrevivientes de la tragedia de Los Andes. “Esta historia es buena para los niños y la juventud a nivel mundial, nosotros somos portavoces. Esa es un poco la idea de poner a flote lo que es la imagen de la solidaridad del arriero que no me canso de decir que, en esa época, no salía de la montaña ni para su cumpleaños. Sin embargo, dejó todo para salvarnos y cuando llegó a Puente Negro la respuesta fue: ‘Ese hombre está borracho, métanlo preso, eso es imposible’”, les dijo a los diputados.