Ese día comenzaba en invierno en el hemisferio norte y a las ocho de la noche eran muy pocos los habitantes de Lockerbie, un pequeño pueblo de la campiña escocesa, que aún andaban por las calles. El frío se hacía sentir con intensidad y por eso los testigos de la tragedia fueron muy pocos. En apenas unos segundos el pueblo se convirtió en un infierno sobre el cual caían bolas de fuego que parecían llover desde el cielo e impactaban sobre las calles y las casas. En dos de ellas se desataron incendios que nadie pudo contener. Sean MacLeod, criador de ovejas, fue sorprendido cuando llegaba a su hogar desde el campo: “Es una locura, pero creí que era un meteorito hecho pedazos que se nos había venido encima, porque lo único que se veía caer era fuego. Empecé a correr hacia mi casa, desesperado por mi familia. La gente salía a la calle, asustada. Nadie entendía qué estaba pasando. Entonces vimos un cadáver aplastado contra el suelo. Me pregunté cómo había llegado ahí, porque no había ninguna piedra, ningún trozo de meteorito, ni siquiera fuego cerca que pudiera haberlo matado. Ni por un momento se me ocurrió que había caído del cielo. Después vi también unos pedazos de metal. Era incomprensible. En ese momento nadie pensó que había explotado un avión”, le contó al día siguiente a un periodista de la agencia Reuters.
El vuelo 103 de Pan Am, iniciado en Frankfurt, había despegado a las 19:21 del 21 de diciembre de 1988 de su escala en el Aeropuerto Internacional de Heathrow, en Londres, con destino a Nueva York. Además del piloto, el copiloto y el ingeniero de vuelo, el Boeing 747 transportaba a 13 tripulantes de cabina y a 243 pasajeros. Cuarenta y dos minutos más tarde, cuando había alcanzado la altura crucero de 9.450 metros y volaba sobre Lockerbie, estalló y cayó en pedazos.
De acuerdo con la reconstrucción que hicieron los peritos, la explosión rompió el fuselaje y luego la carga y algunos pedazos de la misma aeronave golpearon la cola. Mientras el avión seguía cayendo, la cabina y el fuselaje delantero se separaron, desprendiendo un motor y, finalmente, lo que quedaba del Boeing se desintegró en varias piezas. La estela de los restos se concentró principalmente en dos zonas habitadas. La cola y una parte del fuselaje fueron a parar al norte y otro sector del fuselaje cayó al sur, una de las alas se precipitó en Sherwood Crees, donde explotó y formó un enorme cráter, otra parte del fuselaje cayó sobre Rosebank Crees, y los restos de la cabina aparecieron en Tundergarth. Miles de trozos más pequeños, la carga, el equipaje y los cadáveres de los tripulantes y los pasajeros quedaron diseminados en un radio de cien kilómetros.
Durante la noche, centenares de policías, bomberos y equipos de Defensa Civil se concentraron en el pueblo y sus alrededores. Al amanecer, la luz del sol mostró un panorama desolador: once habitantes de Lockerbie habían muerto y otros cinco tenían heridas graves, dos casas que habían quemado por completo y muchas otras estaban dañadas. Por todas partes se veían cadáveres, ropa, objetos personales, valijas y restos del avión. Fueron necesarios tres años de trabajo para catalogar los más de veinte mil objetos recuperados.
El 22 de diciembre, los medios de comunicación de todo el mundo informaron sobre la magnitud de la tragedia aérea: 243 pasajeros, 16 tripulantes y 11 vecinos muertos. Un total de 270 víctimas. Entre las posibles causas del desastre, una comenzaba a perfilarse como la más probable: una bomba en el avión.
Avisos en saco roto
Dieciséis días antes de la tragedia, el 5 de diciembre, una voz inquietante irrumpió en el conmutador de la Central de Policía de Helsinki, Finlandia. Era un hombre que solo se mantuvo unos segundos en línea para dejar un mensaje: “En las próximas dos semanas habrá un atentado contra un avión estadounidense en el Aeropuerto de Frankfurt”, dijo y colgó. Fue el primer aviso.
La segunda advertencia llegó por un camino inusual. Un mes antes de la explosión del vuelo 103, el periodista y escritor británico David Yallop -autor, entre otros libros, de la biografía del terrorista internacional Ilich Ramírez, conocido como Carlos o “El Chacal”- había entrevistado a Abu Nidal, líder del Frente Popular para la Liberación de Palestina (FPLP). “Yo mismo sabía que el atentado de Lockerbie iba a ocurrir. Había estado con Abu Nidal en Damasco, y éste me había dicho que, dadas las presiones de siria e Irán, iba a tener que atacar a un objetivo norteamericano, un avión o una embajada”, contó después. De regreso a Londres, Yallop se puso en contacto con uno de sus conocidos en el MI-6 (el servicio de contraespionaje británico), a quien puso al tanto de los planes del FPLP. “Les pasé la información y ellos, después de confirmarla con otra fuente, avisaron a agentes de la CIA y de la DEA que estaban operando en Londres”, relató.
Después de la caída del avión de Pan Am, la vocera del Departamento de Estado norteamericano, Phyllis Oakley, reconoció que la inteligencia de su país estaba al tanto de la posibilidad de un atentado en el aeropuerto alemán. “Hablamos con las autoridades alemanas y reforzaron la seguridad en Frankfurt. Lamentablemente, esas medidas no fueron suficientes”, explicó.
El incendio de Lockerbie amenazaba con abrir un nuevo foco en Washington, porque se acusó al gobierno de Ronald Reagan de no proteger a sus compatriotas que viajaban por el mundo. El vicepresidente George H. Bush tuvo que salir a apagar el fuego: “Cuando uno se enfrenta a algo tan cobarde, es imposible garantizar que nunca habrá otro atentado terrorista. No estamos indefensos, pero es muy difícil luchar contra esa amenaza. Es una amenaza nueva destinada a presionar cambios políticos de la manera más violenta y cobarde”, declaró antes los periodistas acreditados en la Casa Blanca.
A fines de diciembre, el gobierno estadounidense prometió una recompensa de medio millón de dólares por información que condujera a la identificación de los responsables del atentado contra el vuelo 103.
Semtex, Toshiba y Samsonite
Pasaron meses sin que la investigación conjunta de los estadounidenses, los británicos y los alemanes lograra algún avance significativo. Recién a principios de 1990 surgió una pista concreta, cuando el jefe del laboratorio del FBI Tom Thurman encontró entre los miles de restos del avión una parte de un circuito del reloj de la bomba. Había algo en ese circuito que le resultó familiar y no tardó en identificarlo, porque en su laboratorio tenía uno completo, extraído de una bomba desactivada en Togo en 1986. Siguió la pista del circuito y llegó a Meister y Boller (MEBO AG), una empresa de relojería electrónica de Zurich. Interrogados por Interpol, los fabricantes reconocieron haber vendido en 1986 una veintena de esos “timers” digitales a los libios, y señalaron como comprador al asistente del director del servicio de inteligencia de Muammar Gadafi, Izzel Din al Hinshiri.
Hasta ese momento, los investigadores solo estaban seguros de una cosa: la bomba que había destruido al avión de Pan Am contenía Semtex, un explosivo plástico de origen checoslovaco, muy maleable, de apariencia similar a la plastilina. Desde principios de los ’80 era uno de los materiales preferidos por los terroristas debido al escaso peligro que presentaba al ser manipulado. Gracias al descubrimiento de Thurman, ahora sabían cómo lo habían hecho estallar. Ya había elementos que señalaban a los posibles responsables.
El hallazgo hizo girar el eje de la investigación. En poco tiempo, los expertos no solo pudieron reconstruir la manera en que se ocultó la bomba en el avión sino el recorrido completo del explosivo hasta llegar a bordo del vuelo 103. El Semtex entró escondido junto a un dispositivo de tiempo dentro de un grabador Toshiba, que a su vez subió al avión dentro de una valija Samsonite de color gris, enviada como equipaje no acompañado en un vuelo desde Malta a Frankfurt, donde fue transferida al avión de Pan Am. Cuando el Boeing despegó del aeropuerto alemán, la valija de la muerte estaba en el contenedor AVE-401-PA, colocado en la parte delantera de la bodega de la aeronave.
El rompecabezas arduamente armado por los investigadores tomó entonces la forma de una flecha que señalaba inequívocamente al gobierno de Libia. Las piezas encajaban: un alto jefe del servicio de inteligencia de ese país había comprado veinte “timers” MEBO en Zurich; en 1985, Checoslovaquia había vendido una importante partida de Semtex a Libia; y, por último, en diciembre de 1988 -año del atentado- la compañía aérea Libyan Arab Airlines contaba entre su personal en el aeropuerto de Malta, de donde había partido la valija explosiva, a un hombre que la CIA tenía identificado como espía de Gadafi. Su nombre era Al Amin Jalifa Fhimah.
Acusaciones y resistencias
A principios de 1991, Washington y Londres acusaron formalmente a Amin Fhimah y a otro miembro del servicio de inteligencia libio, Abdel Basset Ali al Megrahi, de haber sido los autores materiales del atentado contra el vuelo 103 y exigieron a Libia que los entregara para que fueran juzgados. El gobierno de Gadaffi se negó.
En enero de 1992, el consejo de Seguridad de las Naciones Unidas se sumó a Gran Bretaña y Estados Unidos para reclamar que los dos libios fueran entregados y juzgados en un tribunal de alguno de los dos países occidentales. Ante la negativa de Trípoli, la ONU impuso en abril de ese año un embargo a la venta de armas y restricciones en las relaciones diplomáticas al país del norte de África. Entonces Gadafi hizo una contraoferta: entregaría a los sospechosos con la condición de que fueran juzgados en un tercer país. La Casa Blanca y el N° 10 de Downing Street respondieron que la petición de Libia era inaceptable. En abril de 1993, la ONU renovó el embargo a Trípoli y, a pedido de Washington, lo reforzó en noviembre. Desde entonces y a lo largo de seis años, la extradición de Amin Fhimah y Abdel Megrahi se convirtió en una compleja partida de ajedrez diplomático que, hasta para los analistas internacionales más avezados, parecía tener un final imprevisible.
La situación se destrabó a fines de 1998, cuando el presidente estadounidense Bill Clinton y el primer ministro británico Tony Blair le pidieron al secretario general de la ONU, Kofi Anan, que llevara personalmente una propuesta a Libia: si Gadafi entregaba a los acusados, serían juzgados por un tribunal escocés en un tribunal con sede en Países Bajos. De esa manera satisfacían una de las demandas de Gadafi durante las negociaciones, porque había exigido que, si se realizaba un juicio, se aplicara la ley escocesa, que no contemplaba la pena de muerte. Además, ofrecieron levantar las sanciones contra Libia ni bien los sospechosos se sentaran en el banquillo de los acusados.
El 19 de marzo de 1999, luego de una reunión en Trípoli con Nelson Mandela, Gadafi anunció que aceptaba la oferta: “Las adecuadas garantías que recibí del presidente sudafricano me permiten entregar a los dos acusados para que sean juzgados en Holanda”, dijo.
Un juicio en Camp Zeitz
El juicio comenzó el 3 de mayo de 2000 en una sala especialmente acondicionada en una antigua base militar norteamericana de Camp Seitz, en Países Bajos, donde los dos acusados se sentaron en el banquillo vestidos con túnicas libias tradicionales y las cabezas cubiertas con tocas negras. Al comenzar la audiencia, Frank Rubino, uno de los abogados defensores, pidió la palabra para fijar la posición que sus detenidos mantendrían durante el proceso: “Mis clientes no testificarán ni revelarán voluntariamente ninguna evidencia sobre los hechos de que se los acusa porque sostienen que no son responsables del atentado”, anunció.
El 31 de enero de 2001 el tribunal integrado por los tres jueces escoceses dictó su fallo: Al-Megrahi fue condenado por asesinato y sentenciado a 27 años de prisión que debería cumplir en una prisión de Escocia, mientras que Fhimah fue absuelto y liberado. El antiguo oficial de inteligencia libio no llegó a cumplir la totalidad de su condena porque el 20 de agosto de 2009 el gobierno escocés lo liberó por razones humanitarias. “El sistema judicial exige la justicia, pero también se debe mostrar compasión” por lo que, con un cáncer terminal de próstata, el condenado debería ir a Libia a morir. “Los médicos que lo atendían en prisión constataron el deterioro de su salud de Al-Megrahi y determinaron que le quedan no más de tres meses de vida”, explicó el secretario de Justicia escocés Kenny MacAskill al anunciar la liberación.
Para entonces, el gobierno de Muammar Gadafi había aceptado formalmente su responsabilidad en el atentado del vuelo 103 de Pan Am y ofrecido una compensación cercana a los diez millones de dólares a las familias de cada una de las víctimas.