Una vez por año, desde hace veintitrés, Martín Galli pone su cabeza en un tomógrafo y espera que el resultado no arroje novedades. Ni el tomógrafo ni el electroencefalograma que también se hace anualmente por control. Lo que sí espera, aunque todavía no pasó nunca, es que a su paso suene el detector de metales de algún aeropuerto: le dijeron que eventualmente podía ocurrir.
Martín Galli, que tiene 49 años, vive desde el 20 de diciembre de 2001 con esquirlas de bala de itaca en la cabeza. Su tomografía anual es un recordatorio perpetuo del estallido económico y social que convirtió a cada diciembre en un tembladeral emocional para el inconsciente colectivo de los argentinos y, sobre todo, de la represión estatal feroz que dejó 39 muertos y 500 heridos en las calles del país. Galli es un sobreviviente de esa masacre por la que por primera vez se condenó -aunque más de dos décadas después- a responsables políticos de una represión.
Las esquirlas de itaca se las dispararon en Carlos Pellegrini y Sarmiento, a una cuadra del Obelisco y cinco de Plaza de Mayo, cuando el sol de verano empezaba a caer en un Microcentro porteño prendido fuego, literal y metafóricamente. La Justicia no logró determinar cuál de los tres policías de civil que asomaron medio cuerpo desde un auto fue el que disparó la itaca. Lo que sí sabe Martín es que eso mismos disparos asesinaron a Alberto Márquez, otro manifestante de aquel diciembre y una de las 39 víctimas fatales.
“Por un lado, sentí claramente que el Estado había querido matarme, porque fue lo que pasó. Y también, cuando se muere por los mismos balazos el tipo que estaba parado a un metro tuyo llegás a sentir culpa. Tuve que hacer mucho trabajo psicológico, también psiquiátrico pero sobre todo psicológico, para poder procesar todo lo que pasó, porque de verdad pensar que fue el Estado el que tiró a matar es realmente insoportable, y fue lo que ocurrió”, le cuenta Martín a Infobae.
Las Madres acorraladas, una señal inadmisible
La noche del 19 de diciembre de 2001, cuando el estallido social fue incontenible, Galli pensó en ir desde la casa en la que vivía con sus padres en San Justo hasta Plaza de Mayo. Pero ya era tarde, el traslado hasta la plaza era complicado y a la mañana siguiente, temprano, debía trabajar como todos los días, manejando una moto para hacer mensajería para una empresa que prestaba ese servicio a otras que lo tercerizaban.
Martín tenía 26 años, un padre que había sido delegado de SEGBA, una madre que había sido delegada de Ctera -y que iría a la Plaza el 20, aunque se retiraría antes de las horas de represión más salvaje-, y un tío que había estado desaparecido durante la dictadura y, tras haber estado secuestrado en la Mansión Seré, fue liberado.
No se acuerda si bien entrada la mañana o ya llegado el mediodía de aquel 20 de diciembre vio por televisión cómo la Policía Montada les tiraba sus caballos encima a las Madres de Plaza de Mayo, que hacían su ronda allí como cada jueves y que, además, habían salido a ser parte de esa gran manifestación colectiva que crecía en todo el país. “Ese fue el límite para mí. Ver cómo acorralaban a las Madres y les tiraban los caballos era algo inadmisible totalmente, así que ahí decidí que después de trabajar iba a ir a la Plaza”, recuerda Galli.
Tomó el Sarmiento en Ramos Mejía y se bajó en Once. Se encontró con Leo y Nacho, dos amigos de Boedo con los que caminarían hasta el Microcentro. “Intentamos llegar a la Plaza por distintas calles, pero para esa hora ya había empezado la represión y habían corrido a la gente, por eso era tan difícil llegar. Probamos por Diagonal Norte, por ejemplo, pero era imposible. Cuando empezó a atardecer, descansamos sobre Pellegrini, ahí en la cuadra del Edificio Del Plata. Y lo que pasaba es que había policías apostados, como escondidos, a la vuelta, en el Pasaje Carabelas. Se asomaban, tiraban gases y se volvían a esconder”, se acuerda Martín, y cuenta lo que es capaz de reconstruir antes del fundido a negro del que se despertó en una cama del Hospital Argerich, tres días después de los disparos.
Al borde de la muerte
“En un momento, ya cuando iba a atardecer, aparecieron autos de civil, y de uno de los autos asomaron por lo menos tres policías de civil y empezaron a tirar con itacas. Tiraban a matar. Eso es lo último que me acuerdo, después, entre la pérdida de conocimiento por los balazos y el shock, no me acuerdo de nada. Tengo todo borrado”, describe Galli. Cree que el olvido es, a veces, una estrategia para la supervivencia. Y que haber logrado no pensar en esa tarde todos los días es una construcción que logró a través de mucho trabajo terapéutico.
Hay un video de aquel 20 de diciembre en el que Martín está tirado sobre el asfalto, desvanecido, con un charco de sangre creciéndole alrededor de la cabeza y otros manifestantes deseperándose a su alrededor. Excepto uno. “El Toba supo contener la herida para que perdiera la menor sangre posible y empezar a reanimarme, y entre él y Leo me subieron a un taxi y me llevaron al Argerich. Tenían miedo de que la Policía me subiera a un auto para supuestamente trasladarme y me dejaran tirado como pasó con otros manifestantes”, reconstruye.
En el video, Héctor “El Toba” García mete a Galli en un Duna que acelera por 9 de Julio en dirección al quirófano en el que le salvaron la vida. “El Toba”, un docente de Zona Oeste que también trabajaba en comedores comunitarios, había ido hasta la Plaza a sumarse a una manifestación que crecía. Su hermana, desaparecida de la última dictadura militar, había ingresado al ERP luego de que “El Toba” la introdujera en ese mundo. El día de su secuestro, los hermanos tenían una cita pactada: cuando él llego, ya no había manera de frenar el operativo que la haría desaparecer hasta hoy.
“‘El Toba’ y yo nos hicimos muy amigos después de eso, y yo le pude agradecer por haberme salvado. Le pude decir que me había salvado la vida por contener la sangre, por ocuparse él de llevarme al hospital. Y él me dijo que había sentido que salvarme a mí había sido un poco como salvar a la hermana”, cuenta Martín. García murió en 2015.
Una recuperación lenta e incierta
Cuando los médicos del Hospital Argerich le dieron el alta, Martín Galli tenía la mitad derecha del cuerpo completamente paralizada. Volvió a la casa de San Justo de la que se había ido la mañana del 20 de diciembre de 2001 los primeros días de enero de 2002, cuando la Argentina seguía en llamas pero la represión salvaje se había detenido. Al menos hasta la Masacre de Avellaneda, en la que fueron asesinados Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, en junio de ese año.
“Mis viejos me tenían que ayudar hasta para lo más básico, fueron meses muy difíciles por eso y porque, además, ni ellos ni yo sabíamos cómo iba a quedar mi cuerpo”, reconstruye Martín, y en la voz se le nota la enorme intimidad de esa ayuda que necesitó. A los tres meses, y gracias a un trabajo continuo y exhaustivo en un centro de rehabilitación física, pudo empezar a recuperar la movilidad de su cuerpo, algo que hoy está completamente normalizado.
“Pero hacia 2003 o 2004, cuando ya pensábamos que todo había mejorado bastante, empecé a tener episodios de epilepsia. Se vinculaba a la inflamación que había padecido mi cerebro por el daño de las esquirlas, y fue terrible, porque tuve que tomar antiepilépticos hasta 2017, cuando finalmente mi neurólogo decidió que ya no me hacían falta. ¿Viste que a los ataques de epilepsia les dicen ‘la petit morte’, ‘la pequeña muerte’? Bueno, yo vivía eso y era muy traumático. Volver a sentirme cerca de la muerte por haber estado cerca de la muerte, nada menos”, define.
La vida después de la supervivencia
Quimey, su primer hijo, nació en 2003. Nehuén, que ahora tiene 16, en 2008. Alguna vez vio junto a ellos un documental sobre esos días en los que la Argentina tembló. Alguna vez respondió sus preguntas sobre ese diciembre en el que el Estado le disparó a matar. “Pero trato de protegerlos de todo eso. Si preguntan, que no preguntan demasiado, les respondo. Saben lo que pasó, pero hay detalles que les ahorro y que también me ahorro a mí, porque es muy difícil volver a eso”, le dice a Infobae este bibliotecario que trabaja entre libros en La Boca y que, cuando casi lo matan, estudiaba el profesorado de Letras en el Instituto Joaquín V. González.
“Tardé veinte años en recibirme. No pude seguir con el profesorado, sí continuaron otras cosas de mi vida pero eso se trabó, y en determinado momento pasé a Bibliotecología, y el año pasado finalmente me convertí en licenciado. Creo que lo que pasó ese día impactó mucho en esa parte de mi vida”, cuenta Galli.
Volvió a ir a manifestaciones después de aquella. “Volví pero estoy más atento a no exponerme en absoluto”, advierte. Sigue siendo amigo de Leo y de Nacho, los hermanos con los que intentó entrar a la Plaza hace veintitrés años y con los que respiró gases lacrimógenos esa misma tarde. Y fue amigo del “Toba” hasta el final.
Quimey y Nehuén, en cambio, no participaron nunca de una manifestación. Y puesto a pensar en esa escena, Martín siente miedo: “Me asustaría pensar a mis hijos en una marcha. Pensar que puede pasarles algo como lo que me pasó a mí me aterra”.
“Podría intentar decir algo más romántico, pero lo que pasó en ese diciembre fue que finalmente la clase media salió a la calle porque le habían tocado los ahorros, y ahí tembló todo. Para mí fue un trabajo muy grande recuperarme de ese ataque, porque del Estado esperás cuidado, y a mí me tiraron un tiro en la cabeza”, resume.
Lleva en la nuca una cicatriz del día que marcó su vida más que ningún otro. Del día que intentaron matarlo y un desconocido y un amigo lograron salvarlo. Del día en que la estabilidad institucional y la sociedad argentina volaron por los aires. Y va una vez al año a controlar que las esquirlas estén quietas. Que nada de todo eso vuelva a temblar.