“—Siderman, esto es un secuestro, no trate de resistirse o será fusilado”.
Una frase seca. Como un látigo en la espalda. Así la escribe Zuppi. Probablemente así la sintió Siderman cuando lo raptaron. No tenía forma de saberlo entonces pero era apenas la primera vez.
No entendía por quién. No entendía por qué. Aunque lo suponía. De seguro deseaban el rescate.
“Su mente iba a toda velocidad para tratar de evaluar su situación. ¿Podría escaparse en algún momento? ¿Cuáles eran sus mejores chances para salir de esto vivo?”.
José Siderman había nacido en Rosario pero se había radicado en Tucumán, donde a fuerza de trabajo se había convertido en un empresario de la construcción, un nombre conocido en la provincia. En 1974, en medio de aquel caldo de cultivo resultado de una política revuelta, la violencia paramilitar estatal de grupos que actuaban con luz verde y sin escrúpulos secuestrando y ejecutando personas en todo el país y el surgimiento de agrupaciones guerrilleras que buscaban desterrarlos y defender ideales con la lucha armada como bandera, “fue secuestrado por los Montoneros”, cuenta Zuppi.
“Recluido en una cárcel del pueblo [N. de la R. fabricada especialmente para su secuestro], que era un hoyo de un metro cincuenta por un metro cincuenta hecho en el sótano de una casa; verano tucumano, imagínese que había 50 grados de calor en ese agujero”.
Alberto Luis Zuppi es abogado, con un doctorado en Derecho Internacional, profesor de Derecho Internacional Público y escritor. En el año 2019 lo invitaron a los Estados Unidos, donde había vivido y trabajado como docente universitario, a dar una conferencia sobre el caso AMIA —había sido abogado de Memoria Activa en esa causa—. Le comunicaron que se iba a alojar en la casa de Carlos Siderman, el hijo de José Siderman, protagonista de esta historia. Zuppi conocía el apellido porque en los 90 le había tocado traducir el fallo del caso, de relevancia jurídica internacional, del inglés al español para publicarlo en una revista jurídica, y por un colega con el mismo nombre, Carlos Máximo Siderman, quien alguna vez al preguntarle su relación con la causa le había contado que se trataba de su tío y su primo.
Cuando Zuppi y Carlos Siderman se encontraron se hicieron amigos casi al instante. “No solo porque tenemos la misma edad sino porque en ese momento yo había escrito otros libros, difundidos en Estados Unidos —había publicado un trabajo muy grande de tres volúmenes que se llama Los otros juicios de Nuremberg, que se basa en los doce juicios que los norteamericanos hicieron a la segunda camada de nazis, interesantísimos desde el punto de vista de los derechos humanos y del derecho internacional; y un libro en inglés que se llamó AMIA - An Ongoing Crime— que me los mandó mi editora a la casa de Carlos. Cuando Carlos vio que yo era escritor, además de abogado y hombre vinculado a los derechos humanos, me dijo: ‘Vos tenés que escribir la historia de mi papá’”.
Carlos Siderman compartió con Zuppi los acontecimientos que habían cambiado la vida de su padre y la suya. Se los entregó para que los diera a conocer. Para que hiciera con ellos literatura.
“Y yo me quedé absolutamente fascinado —recuerda Zuppi—. Me estaban dando un lingote de oro porque era un caso único. No existe algo así”.
Cuando José Siderman fue secuestrado por Montoneros su hijo Carlos tenía 23 años. Tenía también dos hijas pero una de ellas, Susana, ya vivía en los Estados Unidos —estaba casada con un norteamericano de apellido Blake, nombre que después recibirá la causa— y la otra, Alicia, acompañaba como podía la situación familiar.
“—Si seguís mis instrucciones lo vas a ver de nuevo. Pero si contactás a la policía o a los militares o a cualquier agencia de seguridad, lo vas a perder. Todo lo que tenés que hacer ahora es juntar dinero”.
Desde la llamada de los raptores, Carlos Siderman se hundió en la tarea desesperada de reunir una suma imposible, diez millones de dólares, para rescatar a su padre. A partir de ese momento y hasta su regreso, durante once días, cada jornada se repetía el mismo rito: una llamada seca y la pregunta que era un tormento.
“—¿Cuánto juntaste?”. Luego de la respuesta, la sentencia más oscura.
“—No es suficiente, Carlos. Vas a perder a tu padre. No estás haciendo suficiente esfuerzo”.
Carlos Siderman tocó todas las puertas de amigos y conocidos de José, visitó bancos, exprimió todas sus opciones y la cifra obtenida no se acercaba ni a la sombra de la solicitada. Cuando se sintió en el límite de sus posibilidades, ante una nueva llamada de los captores con la misma pregunta respondió que había hecho absolutamente todo lo que estaba a su alcance, que no había dejado roca sin levantar para conseguir más dinero. Y que a partir de ese momento la vida de su padre estaba en manos de ellos y no en las de él.
Los secuestradores aceptaron.
“Se inicia entonces un proceso para el pago de ese rescate que es una especie de caza del tesoro, de ir a buscar notas por diferentes lugares de Tucumán, hasta que se concreta”, dice Zuppi.
El año siguiente la familia Siderman tuvo algo parecido a la tranquilidad. Si bien no sufrió ningún acontecimiento que los sobresaltara, después del episodio del secuestro vivían en constante alerta, se sabían posibles blancos de este tipo de operaciones solo por tener dinero. Cada vez que un auto frenaba inesperadamente cerca se metían a un negocio, se resguardaban. Vivían con temor. Ante esta situación Carlos propuso mudarse todos a los Estados Unidos pero José se negó: dónde más iban a encontrar amigos como los que tenían en Tucumán, los que lo ayudaron para quedar en libertad y estuvieron cuando más los necesitó. No hubo forma de convencerlo.
“José no sabía dónde estaba. Con la capucha sobre su cabeza solo oía gemidos de dolor a su alrededor así como una cacofonía de gritos, órdenes y pasos acelerados. Sus muñecas estaban atadas a la espalda y él sentado en el suelo contra una pared de azulejos en medio de ese pandemonio. Oyó que se acercaban botas y una patada en sus costillas lo dobló de dolor. Escuchó el insulto antes de que otro golpe le diera en las sienes y se desmayara:
—¡Movete, judío de mierda!”.
“El 24 de marzo del 76, día del golpe, el Ejército irrumpió a patadas en la casa de Siderman. Lo llevaron detenido. A la mujer la encerraron en un baño, saquearon la casa. A él lo llevaron al Departamento Central de Policía encapuchado y vendado, pero reconoció que estaba ahí porque con las manos atadas en la espalda logró tocar el zócalo del piso y reconocer la forma”, cuenta Zuppi.
La historia dice que José Siderman supo dónde estaba porque identificó los patrones de los zócalos de la Policía, que había visto antes, aparentemente diferentes a los zócalos convencionales. Un detalle que, quizás, solo un empresario de la construcción dedicado a los pisos podría haber advertido.
Allí fue torturado salvajemente. En los centros clandestinos de detención, durante el terrorismo de Estado, ser judío implicaba un bonus track para los vejámenes. Era motivo suficiente para la saña, para el tormento.
“Tenía miedo, más miedo del que tuvo cuando lo capturaron los guerrilleros. Los guerrilleros no lo torturaron: para ellos era solo una cuestión de dinero. Ahora no podía entender lo que le esperaba. Los militares lo golpearon y torturaron sin explicación ni motivo. Solo por ser judío”.
“Lo habían llevado por ser judío. Eso es lo más dramático porque Siderman, inclusive, había construido un barrio en Tucumán para los suboficiales del Ejército que había sido inaugurado por el mismo Videla, con lo cual no se podía decir que su posición podía ser contra la dictadura y además había sido secuestrado por los Montoneros, que es la mejor prueba [para saber que no estaba involucrado con los grupos guerrilleros]”, recuerda el autor en diálogo con Infobae.
José Siderman les repitió una y otra vez a los militares que no tenía información para dar. No sabía nada. No había ninguna conspiración judía. No formaba parte de ninguna agrupación armada ni colaboraba con ellas.
Nuevamente en estado de desesperación Carlos levantó teléfonos: muchos de ellos esta vez respondieron que no volviera a llamar. Y se acercó al Ejército para interceder por su padre. Amenazó con denunciar en los Estados Unidos, donde vivía su hermana Susana, lo que estaban haciendo en Argentina. De algún modo ambos lograron hacerse oír y José Siderman fue liberado poco después. Herido. Golpeado. Con quemaduras hondas y partes de su cuerpo fundidas a causa de la picana. Y con una nota en el pantalón: “Debe dejar Argentina en 24 horas. Después de 24 horas será eliminado donde sea que se lo encuentre. Grupo nazionalista Tucumán”.
Los Siderman actuaron rápido. Carlos envió a toda su familia a Buenos Aires suponiendo que salir de la provincia les iba a dar algo de tiempo, algo de control sobre la situación. Él se quedó.
El mismo día que sus padres partieron a la capital recibió el llamado de un amigo. Se encontraron. El amigo, fotógrafo de los militares, le contó: “‘Estuve en una reunión, corrió el vino, uno de ellos dijo: ‘No debimos dejar libre a Siderman’; otro dijo: ‘No te preocupes, ahora vamos por el hijo para que el padre no hable’”, cuenta Zuppi.
Carlos estaba ofuscado. Sin saber cuánto tiempo tenía ni arriesgar con hipótesis fue a su oficina, agarró documentos, algo de dinero y, con lo puesto, se fue a Buenos Aires. Poco tiempo después la familia Siderman completa salía del país para exiliarse en Los Ángeles. Allí comenzaron desde cero.
Con muy poco dinero, hasta que lograron establecerse y conseguir un mejor pasar, en los Estados Unidos los Siderman recobraron una paz que habían perdido en 1974, con el primer secuestro de José. Eso bastaba para abrazar al país del norte “como la segunda patria”, “los hijos comenzaron a hablar en inglés entre ellos”, dice Zuppi. Por fin estaban bien.
Y así siguieron. Al menos unos cinco años.
El calendario marcaba 1981 cuando los Siderman recibieron la invitación al casamiento de la sobrina de José, la hija de su hermano, en Italia. José no deseaba ir. Estaba absoluta y rotundamente comprometido con su tarea de brindar testimonio y contar a estudiantes latinoamericanos acerca de los centros clandestinos de detención argentinos, de las desapariciones y las torturas.
“Él decía: mientras estamos reunidos está muriendo gente en Argentina, están siendo torturados, mujeres están siendo violadas”, recuerda Zuppi.
Pero después de muchos esfuerzos, tras la insistencia de su familia, lograron convencerlo para viajar. José y Lea, su mujer, tomaron un vuelo, se relajaron, fueron al casamiento, disfrutaron, fueron felices.
“Un viaje perfecto —cuenta Zuppi en el libro—. La última noche, exhaustos de tantas emociones y alegrías se disponían a dormir cuando golpearon la puerta de su habitación.
—Siderman, abra la puerta. Somos carabineros, la policía italiana. Debe venir con nosotros”.
La policía italiana lo llevó preso por un pedido de extradición de Argentina del que Siderman no estaba enterado. Otra vez una serie de sucesos convergían contra su destino. En esos días habían intentado matar al papa Juan Pablo II. En la investigación encarada por las fuerzas de seguridad italianas tenían la orden de detener a todos los extranjeros que hubieran entrado a Italia y tuvieran pedido de extradición. Probablemente, desde Argentina, los militares querían que Siderman volviera para terminar con el cabo suelto que habían dejado en libertad y que no dejaba de divulgar lo que estaba sucediendo allí.
La desesperación nuevamente irrumpió en la familia. Carlos, que se estaba volviendo diestro en las gestiones para salvar la vida de su padre, viajó de Los Ángeles para conseguir un abogado y comenzó a tocar puertas, por tercera vez. Obtuvo algo: como José ya era residente estadounidense, el Departamento de Estado norteamericano le ofreció conseguir un pasaporte israelí con una identidad falsa para salir de Italia hacia Tel Aviv y desde allí volver a Los Ángeles. Cuando se lo contó a su padre, esperanzado y feliz por ese salvataje, José se indignó: “‘¡Estás loco!, ¡vos no sos mi hijo!’. Se enoja de una manera total y le dice: ‘Yo voy a estar en el juicio de extradición y lo voy a ganar. Voy a entrar a Los Ángeles por la puerta grande’”, cuenta Zuppi.
Así lo hizo. Estuvo meses en una cárcel italiana en la que, de todas maneras, estaba más a salvo que si lo devolvían a la Argentina. Tenía pruebas suficientes para demostrar que los dos motivos por los cuales se pedía su extradición eran falsos: ni había sobornado a oficiales de las embajadas argentinas para obtener una renovación de su pasaporte con un certificado de buena conducta —acusación que refutó valiéndose de tres cartas de consulados argentinos—; ni había vaciado las arcas de su empresa familiar —lo que demostró con un certificado que comprobaba la solvencia y la situación contable intachable de su compañía, tomado dos semanas antes de que lo obligaran a exiliarse.
Tal como su tozudez ética, la de aquellos que no tienen nada que ocultar, le había dictado: ganó el juicio de extradición. “José Siderman —cuenta Zuppi— demuestra acabadamente que todo esto es un complot para llevarlo al país con fines no justificados. Y el tribunal italiano se convence, le devuelve el pasaporte, lo deja ir”.
Cuando volvió a Los Ángeles decidió que ahora sí había llegado a su límite. Que había sido suficiente para él y su familia. Había llegado el momento de que fuera Argentina —el Estado tomado por el terrorismo militar— la que rindiera cuentas.
Inició, entonces, una acción judicial: demandó al Estado por torturas y daños hacia él, su mujer y su hijo.
“Una demanda que Argentina ni siquiera se toma el trabajo de contestar”, dice Zuppi y explica: “Cuando una persona no contesta una demanda se transforma en rebelde, o sea, es rebelde para los tribunales; entonces Argentina queda en rebeldía. Cuando sale la sentencia favorable, el Estado argentino, enloquecido, plantea la inmunidad [N. de la R. la inmunidad soberana es una norma internacional que establece que ni un soberano ni un Estado pueden ser demandados por tribunales judiciales extranjeros], hace todos los intentos, incluso trata de llegar a la Corte Suprema norteamericana y todas las puertas se le cierran”.
El proceso judicial fue arduo. Y seguido de cerca por todos los organismos internacionales de derechos humanos: “El caso era tremendo porque era el primero en el cual un individuo lograba demandar al Gobierno argentino, perforar la inmunidad del país y obligarlo a arreglar”.
La jueza que tenía a cargo la causa les sugirió explícitamente a los representantes argentinos que “arreglaran con Siderman”. El Estado fue obligado a pagar una suma millonaria, en dólares, a la familia por todos los hechos de los que habían sido víctimas.
“Es un caso único. Argentina, para no quedar escrachada en un fallo claramente negativo de parte de la corte de Los Ángeles, tuvo que conciliar con Siderman y eso es un mérito impresionante. Primero, nunca hubo alguien que cobrara; segundo, alguien que demandara al Estado y lo hiciera arrodillar como lo hizo Siderman y todo eso producto de su perseverancia. Al punto tal de que el caso ‘Siderman de Blake’, como se llama, ‘Susana Siderman de Blake contra Argentina’, se ha transformado en un hito en el área de los derechos humanos y está citado por muchísimos más de 2.000 precedentes”, enfatiza fascinado Zuppi.
“Era la primera vez en la historia que la víctima de una dictadura recibía una compensación de tal magnitud ante una corte extranjera”, escribe en su libro.
El caso Siderman, casi una ficción (editado por Planeta) se presentó hace menos de un mes en el Ateneo Grand Splendid y lleva vendidos una gran cantidad de ejemplares en todo el país. Tanto que su autor ya habla de un bestseller y asegura que se está pensando en la segunda edición.
Narrado como una verdadera novela de acción y suspenso, “el libro tiene la virtud de atrapar al lector, llevarlo a ese momento de tensión abrumadora en el que no se sabe lo que va a pasar”, dice Zuppi, y asegura que todos los comentarios que recibió hasta ahora sobre el texto de no ficción tienen que ver con su carácter adictivo y con las emociones que genera. “Tener la capacidad de despertar esos sentimientos en lectores desconocidos es maravilloso. Me encontré con una historia que es un regalo, es el sueño de cualquier escritor”.