“Fue una guerra total dentro de la Gran Guerra”, escribió el poeta francés Paul Valery para describir a la batalla de Verdún, la más larga y sangrienta en el frente occidental de la Primera Guerra Mundial, en la que durante casi diez meses franceses y alemanes disputaron, con avances y retrocesos y a un costo infernal de vidas, unas colinas tan pequeñas como estratégicas del noroeste de Francia. Enfrentamiento de posiciones y trincheras en las que el terreno se peleaba metro a metro a punta de bayoneta, las cifras de Verdún dan cuenta de su magnitud: durante los 303 días que duró la batalla -entre el 21 de febrero y el 18 de diciembre de 1916- murieron en combate 377.231 soldados franceses y 337.000 alemanes, lo que hace un total de 714.231 bajas, a un promedio de aproximadamente 70.000 muertos por mes.
El mundo entero siguió paso a paso las alternativas de los combates a través de los descarnados relatos de los cronistas de guerra que arriesgaron sus vidas para contar el horror desde el frente de batalla. “En una fosa yacen un montón de cadáveres. ¡Su visión es horrible! Los cuerpos están mutilados, vestidos con el uniforme militar hecho trizas, manchado de sangre, asqueroso. Los rostros aparecen contraídos por espasmos macabros de rabia y de dolor supremos. Algunos cuerpos están despedazados. En el montón hay miembros sueltos, descuajados del tronco. Los circunstantes permanecen en un rudo mirar de infinita ternura ante los despojos horribles de sus hermanos, absortos, resignados, con los ojos encendidos por la santa esperanza de vengar su muerte”, escribía a mediados de 1916 Agustí Calvet Gaziel, corresponsal del diario español de La Vanguardia, en una de sus crónicas desde las colinas ubicadas al norte de Verdún-sur-Meuse.
La victoriosa defensa francesa ante el avance alemán quedó resumida en una consigna que pasó a la historia como símbolo de resistencia: “¡No pasarán!”, con la que arengaba una y otra vez a las tropas el general Robert Nivelle, segundo al mando en el frente de combate. También tuvo su gran héroe en otro general, Henri-Philippe Pétain, comandante del II Ejército de Verdún, un estratega innovador que no vacilaba en exponer su cuerpo en la batalla. Eso le valió el ascenso a mariscal, el título de “héroe de Francia” y un prestigio que tiraría por la borda años después, cuando se puso al frente del gobierno de Vichy, títere de los nazis.
El primer cañonazo
Para los alemanes, la toma de las colinas de Verdún era vital para su estrategia, tanto que para tomarlas realizaron la mayor ofensiva en el frente occidental desde la batalla de Marne, en 1914. El jefe del Estado Mayor prusiano, Erich von Falkenhayn, diseñó una batalla de desgaste caracterizada por el uso intensivo de la artillería y la utilización masiva de efectivos para el combate cuerpo a cuerpo. El poderío de fuego alemán era aterrador: 1.220, cañones, muchos de ellos Skoda de 35 milímetros, morteros y otras piezas de artillería pesada. Con ellos buscarían quebrar las defensas francesas para que pudieran avanzar las tropas.
La batalla de inició exactamente a las 7:17 de la mañana con un disparo de la Gran Berta, un monstruoso cañón alemán de 420 milímetros que era capaz de lanzar proyectiles a casi 12 kilómetros de distancia y abrir cráteres de seis metros de profundidad. Después de ese disparo inaugural, se desató un infierno de ocho horas, a lo largo de un frente de trece kilómetros, en el que cayeron cerca de dos millones de bombas sobre las posiciones francesas, donde el terreno se convirtió en un monstruoso paisaje plagado de cráteres llenos de cuerpos.
Los proyectiles hundían las trincheras y los soldados quedaban atrapados bajo montañas de barro. “La trinchera dejó de existir, había quedado sepultada. Estábamos agachados dentro de los agujeros hechos por los obuses, el lodo de cada explosión nos enterraba cada vez más. Nuestros propios soldados heridos o ciegos caían sobre nosotros rugiendo y gritando. Morían salpicándonos con su sangre”, relató el capitán Pierre Cochin. Otro oficial francés, el teniente coronel Driant, escribió en su diario que su posición parecía “barrida por una tormenta, un huracán de adoquines que crecía cada vez con mayor fuerza”.
Luego de esas primeras ocho horas de “ablande” a cañonazos, la infantería alemana avanzó y, al principio parecía incontenible. Tres días después, el 24 de febrero, el fuerte Douaumont, en el este de Mosa, cayó en poder de los atacantes.
Pero esa primera impresión de avance arrasador se convirtió muy pronto en un espejismo: para el 28 de febrero, el ataque quedó frenado sin alcanzar las colinas del margen derecho del río Mosa, que rodean Verdún. A partir de entonces se esfumó la ilusión alemana de lograr una victoria rápida.
La estrategia de Pétain
Mientras von Falkenhayn apostaba a la contundencia de la artillería y al avance arrasador de sus tropas, Pétain elaboró una estrategia que apuntaba al desgaste de las tropas alemanas y a la preservación de las propias. Para evitar el cansancio extremo de sus soldados implantó una rotación de las divisiones, de modo que los combatientes franceses no estuvieran en el frente de batalla más de dos semanas seguidas. Esa rotación, que llamó “la noria”, hizo que durante los 303 días que duró la batalla, 70 de las 95 divisiones del ejército francés pasaran por la primera línea de fuego mientras que las 46 divisiones alemanas estuvieron constantemente expuestas al fuego, sin un descanso que permitiera recuperar a los hombres.
Además, utilizó un aceitado sistema de logística que mantuvo abierta la principal ruta de acceso a Verdún, por la que llegaron a circular unos seis mil camiones diarios con provisiones que sirvieron para alimentar a las tropas y a toda la población de la zona durante el asedio de los alemanes.
A pesar de todo, en marzo la ofensiva alemana logró extenderse hasta la orilla izquierda del río Mosa, donde finalmente las tropas de refuerzo francesas lograron contenerlas. Desde ese momento, el curso de la batalla fue cambiando poco a poco, aunque eso no impidió que el número de muertos, heridos, desaparecidos y amputados de uno y otro lado siguiera creciendo de manera exponencial.
“Regreso de la prueba más dura de mi vida: cuatro días y cuatro noches, 92 horas, los dos últimos días sumergido en barro helado, bajo un terrible bombardeo, sin otro refugio que la estrechez de la trinchera que aparecía incluso demasiado ancha; ni un agujero, ni una cueva, nada. Llegué allí con 175 hombres; he regresado con treinta y cuatro, varios de ellos enloquecidos”, escribió el capitán Cochin el 10 de abril en su diario.
El comandante alemán, Erich von Falkenhay, creyó que las fuerzas francesas no resistirían los bombardeos, pero no calculó que, al avanzar, las tropas de infantería quedarían expuestas y casi indefensas frente a la artillería francesa y que el campo de batalla de los bosques de Verdún -llenos de cráteres e inundados por la lluvia- no le permitirían avanzar con los pesados cañones alemanes, que quedaban enterrados en el barro. Para junio, la ofensiva alemana seguía estancada, mientras los franceses comenzaban a vislumbrar la posibilidad de reaccionar y contraatacar.
Espías con alas
Verdún también fue un escenario donde los ejércitos alemán y francés pusieron en juego nuevas armas, como cañones de alcance nunca visto, los morteros de trincheras, los lanzallamas y también gases letales de efecto devastador. Sin embargo, poco se ha escrito -y ninguna película ha contado- sobre el papel que cumplieron en ese episodio las “palomas espías” utilizadas primero por los alemanes y luego también por los franceses para tener una visión panorámica y actualizada del campo de batalla.
Antecesoras de carne hueso de los actuales drones, las “palomas cámara” -como también se las llamó- se empezaron a utilizar gracias a la idea de un boticario alemán que jamás imaginó que su invento sería transformado en un arma de inteligencia para la guerra.
Eran un invento del farmacéutico alemán Julius Neubronner, también afecto a la fotografía. Desde principios de siglo, el boticario venía utilizando sus palomas mensajeras para llevar y traer recetas de un hospital cercano a su negocio, hasta que se le ocurrió adosarles una cámara fotográfica para tener vistas aéreas de su ciudad, Kronberg. Ideó una cámara de aluminio de acción neumática, con un temporizador que la disparaba cada treinta segundos. El artefacto pesaba apenas 70 gramos, lo que permitía montarla con un arnés en el pecho de las palomas mensajeras sin dificultarles el vuelo. Era el mismo peso que cargaban al trasladar las recetas.
Desde el principio de la guerra, los bandos enfrentados venían utilizando la fotografía aérea de los campos de batalla como recurso para conocer las posiciones y movimientos de las tropas enemigas. Lo hacían con globos aerostáticos dotados de cámaras, que presentaban no pocas dificultades: dependían de la dirección y la velocidad del viento, muchas veces caían en manos del enemigo y otras era muy difícil recuperarlos.
En el Ministerio de Guerra prusiano alguien recordó el invento que había ofrecido el boticario y lo convocó. Las palomas podían ser una solución, pero había que entrenar a las palomas de manera diferente, porque las aves siempre volvían al mismo palomar de origen.
Se idearon entonces palomares móviles y se entrenó a las aves para retornar a ellos. Para 1916, el ejército prusiano contaba con varios, que trasladaba en remolques de dos pisos. En la parte superior estaba el palomar; debajo de él montaron un cuarto oscuro para revelar las fotografías en el mismo lugar.
Los franceses no descubrieron la existencia de las palomas espías hasta que una de ellas cayó casualmente abatida y descubrieron que llevaba adosada una cámara en el pecho. En poco tiempo entrenaron sus propias palomas y para el final de la batalla de Verdún ya contaban con doce palomares móviles muy parecidos a los de los alemanes.
Contraataque y victoria
En octubre de 1916, las tropas al mando de Pétain comenzaron la primera batalla ofensiva de Verdún, para recuperar Fort Douaumont. Siete de las 22 divisiones en Verdún fueron reemplazadas a mediados de octubre por soldados frescos y los pelotones de infantería franceses se reorganizaron para contener secciones de tiradores, granaderos y artilleros. Así, en poco tiempo, recuperaron las canteras de Haudromont, Ouvrage de Thiaumont y Thiaumont Farm, el pueblo de Douaumont, el extremo norte de Caillette Wood, el estanque de Vaux, la franja oriental de Bois Fumin y la batería Damloup.
La artillería francesa más pesada bombardeó el Fuerte Vaux y el 2 de noviembre, los alemanes evacuaron el fuerte, después de una gran explosión causada por un proyectil de 220 milímetros. Los espías franceses escucharon un mensaje inalámbrico alemán que anunciaba la partida y una compañía de infantería francesa entró en el fuerte sin disparar un tiro.
En ese momento, el ejército francés recuperó la línea del frente que los alemanes habían superado al principio de la batalla y las operaciones ofensivas cesaron hasta diciembre. Después de tomarse ese respiro comenzó la segunda ofensiva, planeada por Pétain. El ataque empezó el 15 de diciembre, después de un bombardeo sobre las líneas alemanas de 1.169.000 proyectiles en seis días. El último bombardeo francés fue dirigido desde aviones de observación de artillería, con lo que se pudo afinar la precisión para disparar sobre trincheras, entradas de refugios subterráneos y puestos de observación.
El 18 de diciembre de 1916, los cañones enmudecieron. Verdún se había salvado, pero a un precio descomunal: casi 715.000 bajas. El consumo de munición en los primeros siete meses ascendió a 24 millones de proyectiles, nueve pueblos habían sido borrados del mapa y el paisaje quedó calcinado. La batalla más larga y sangrienta de la Primera Mundial había terminado.
Los franceses tomaron prisioneros a 11.387 soldados alemanes, muchos más de los que habían calculado capturar. Algunos oficiales prusianos se quejaron al general Mangin por las malas condiciones que empezaban a soportar en el cautiverio. Su respuesta fue: “Lo lamentamos, caballeros, pero no esperábamos a tantos de ustedes”.
De héroe a traidor
La victoria de Verdún fue el momento de mayor gloria para Henri-Philippe Pétain. Su innovadora estrategia defensiva y el feroz contraataque con que derrotó a los alemanes le ganaron el respeto de sus superiores y la admiración de toda la sociedad francesa. También el respeto de sus soldados, que lo han visto en la primera línea del frente de batalla, como uno más de ellos. “Sus hombres lo adoran y esta es quizá la razón de su invencibilidad, dado que los soldados franceses combaten como si estuvieran poseídos cuando están liderados por un hombre en quien confían y de quien saben que no les pedirá hacer aquello que él mismo no se atrevería a hacer”, escribió el corresponsal de The New York Times en París una crónica de marzo de 1916.
Ese respeto ganado entre los combatientes le permitió después acabar con los motines surgidos en el seno del Ejército de Francia en 1917, cuando los soldados se negaban a ser empleados como carne de cañón de las ofensivas del general Robert-Georges Nivelle, a quien terminó reemplazando como comandante en jefe del Ejército. Al final de la guerra, considerado un héroe por sus compatriotas, recibió el título de “mariscal de Francia”, la más alta distinción militar del país.
Ese prestigio lo llevará a ser convocado a integrar el gabinete del gobierno francés en mayo de 1940, ante el avance de las tropas nazis sobre Francia, y a ser nombrado primer ministro poco después. En ese momento de la guerra se le presentaron dos opciones: reagrupar las fuerzas en las colonias francesas en el norte de África para seguir luchando o firmar un armisticio con Alemania. Eligió convertirse en la cabeza del “gobierno de Vichy”, títere de los nazis.
Después de la guerra fue juzgado, degradado y condenado a muerte por complicidad con el enemigo y alta traición. Otro oficial que había combatido y había sido herido en Verdún fue quien le conmutó la pena de muerte por la de prisión perpetua. Era el nuevo héroe de Francia, Charles De Gaulle, que también le permitió conservar el título de mariscal en reconocimiento a su desempeño en la batalla más larga y sangrienta de la Primera Guerra Mundial.
Pétain pasó los últimos seis años de su vida en prisión, primero en una fortaleza de los Pirineos y luego en la isla de Yeu. Murió el 23 de julio de 1951, a los 95 años, cuando ya presentaba signos de demencia que lo llevaban a creer que seguía comandando sus tropas en el frente de batalla. Poco antes de morir, en un momento de lucidez, dejó una frase que sonó como su propio epitafio: “Cualquier cosa que haya pasado, la gente no olvidará. Ellos saben que yo los defendí como defendí Verdún”.