Con sus 77 años y el peso de una vida de lucha incansable a cuestas, la mañana del miércoles 17 de diciembre de 2014 la señora Aime Stinney, negra, madre, abuela y bisabuela, caminó lentamente por el pasillo de la sala del tribunal del circuito de Columbus, en Carolina del Sur, hasta llegar a un asiento de la primera fila, el mismo que había ocupado durante todo el juicio, con la excepción del día en que debió subir al estrado a declarar. Esperó pacientemente la entrada de la jueza Carmen Tevis Mullen e inclinó su cuerpo hacia adelante para escuchar mejor sus palabras.
En esa breve espera, contó después, recordó nuevamente la última vez que vio con vida a su hermano George jr., el amargo día de 1944 que la policía se lo llevó. Aime tenía entonces solo 7 años y estaba acurrucada en el gallinero cuando dos autos negros se detuvieron frente a la casa y los agentes de policía – blancos y armados - bajaron de ellos. Ni su madre, llamada Aime como ella, cocinera, ni su padre, George senior, obrero de una fábrica, estaban allí. Solo ella y sus hermanos vieron cómo los hombres uniformados esposaban a George Jr., de 14 años y lo subían a uno de los autos. “Nunca volví a verlo hasta que lo metieron en el ataúd. Eso es algo que siempre recordaré. Tenía la cara quemada”, relató Aime.
El rostro de George estaba quemado por la descarga que lo había matado en la silla eléctrica, después de ser condenado a muerte por el asesinato de dos nenas blancas de su ciudad natal, Alcolu. Aime no pudo asistir al juicio y mucho menos declarar lo que sabía, que la mañana en que se cometieron los crímenes George había estado todo el tiempo con ella y que no había matado a nadie. Por eso siempre supo que era inocente.
“No recuerdo un caso en el que abundaran tantas pruebas de violaciones de los derechos constitucionales y tantas injusticias. El Estado, como entidad, tiene las manos muy sucias”, dijo la jueza ante la mujer. Lo más importante para Aime fue que el fallo de la jueza no “perdonó” a su hermano, sino que lo declaró inocente: “Hay una diferencia: Un perdón es perdonar a alguien por algo que hizo. Esa no era una opción para la familia. No estábamos pidiendo perdón”, dijo después de la sentencia.
Esa declaración de inocencia, sin embargo, no pudo devolverle la vida a George Junius Stinney Jr., el condenado a muerte más joven en la historia de los Estados Unidos. Cuando lo ejecutaron, el 16 de junio de 1944 poco después de las 6 de la mañana, el verdugo y los guardias tuvieron que poner una gruesa guía de teléfonos sobre el asiento de la silla eléctrica para que su cabeza alcanzara la altura suficiente para conectarla a la máquina mortal. Tenía 14 años, medía un metro y medio, y pesaba apenas 43 kilos.
Dos chicas muertas
Habían pasado solo 83 días desde el 24 de marzo, cuando fueron hallados, en una zanja llena de agua a unos metros detrás de la Iglesia Bautista de Clarendon, Carolina del Sur, los cuerpos sin vida de Betty June Binnicker y Mary Emma Thames, de 8 y 11 años respectivamente. El asesino había destrozado los cráneos de las dos niñas con una pesada viga de madera que fue encontrada teñida en sangre a unos metros de la escena del crimen, cerca de las vías del tren. De un lado de las vías, vivían los blancos; del otro, los negros.
Esa mañana, las chicas habían salido en bicicleta a recoger flores del lado “prohibido” de las vías. Se cruzaron en un descampado con George y su hermanita menor Aime y les preguntaron si sabían dónde podían encontrar las flores que buscaban. Los hermanos Stinney les dijeron que no sabían.
Cuando Betty y Mary desaparecieron todo el pueblo se ofreció a salir en su búsqueda, incluso el pequeño George Stinney. Su único error fue comentarle a un vecino que ese mismo día él había visto a las niñas. Esa afirmación fue la única causa para que la policía lo transformara en asesino y lo fuera a buscar a su casa, en Alcolu, el sector negro del pueblo.
Cuando llegaron, los padres de George no estaban. Nadie pudo pedirles que mostraran una orden de detención ni impedirles que se lo llevaran junto con su hermano mayor Johnny, a quien nadie había visto cerca de la escena del crimen. Aime se escondió en el gallinero porque tuvo miedo de que también se la llevaran a ella. “La policía buscaba a alguien a quien culpar, así que usaron a mi hermano como chivo expiatorio”, diría muchos años después Aime, ya anciana, cuando dio testimonio en la reapertura del caso y contó lo del gallinero.
En la comisaría, los agentes separaron a los hermanos y pusieron toda su atención en George. Le gritaron y le pegaron hasta que el chico confesó. Que había admitido el crimen lo dijeron los policías, porque nadie registró su supuesta declaración. No quedó un solo papel de esa “entrevista”, solamente el testimonio de los hombres de azul. Así, la policía tuvo el asesino que necesitaba, era un pequeño negro llamado George.
Juzgado y ejecutado
El juicio se realizó exactamente un mes después, el 24 de abril. El abogado de oficio que le asignaron a George era blanco y prácticamente no le dirigió la palabra durante todo el proceso. Tampoco presentó testigos ni cuestionó que la policía no presentara pruebas.
A pesar de que los policías llamados como testigos dijeron que George había confesado “intentar violar a una de las niñas y que cuando ella se negó había decidido matarlas a las dos”, no pudieron presentar ningún registro escrito de su confesión.
Tampoco se exhibió durante el juicio ninguna prueba física que vinculara al chico con el crimen. De hecho, la viga que usó el asesino para acabar con la vida de Betty June Binnicker y Mary Emma Thames pesaba más de 20 kilos, por lo que era imposible que un niño de 14 años que pesaba tan solo 45 kilos pudiera haberla levantado para golpearlas con tal fuerza como para aplastarles el cráneo. El abogado defensor – que no tenía experiencia penal y se dedicaba al cobro de impuestos - no cuestionó este hecho ni ningún otro, sus contrainterrogatorios a los policías llamados a testificar se limitaron a preguntas banales que ayudaron a que sostuvieran sus versiones.
Después de escuchar todo con atención, el jurado de hombres blancos tomó su decisión: el pequeño negro debía morir en la silla eléctrica. Fue por unanimidad. Habían pasado apenas cinco horas y diez minutos desde el momento en que George fue sentado en el banquillo de los acusados. “Culpable”, sentenciaron, que era lo mismo que decir muerte.
El condado de Clarendon, en Carolina del Sur, uno de los baluartes del racismo norteamericano, no tenía tiempo para perder con un niño negro. Apenas pronunciada la sentencia, George fue trasladado a la Penitenciaría Estatal de Columbia, donde lo vistieron con un traje a rayas y lo dejaron tirado en una celda del pabellón de la muerte. “No lo hice, no lo hice. ¿Por qué me van a matar por algo que no hice?”, le dijo con la voz entrecortada por los sollozos a su compañero de celda, Wilford Hunter, otro negro. Lloró hasta quedarse dormido.
La suerte de George estaba jugada: bajo las leyes de Carolina del Sur en ese momento, toda persona de más de la de catorce años era tratada como a un adulto. Era legal condenarlo a muerte.
Demoraron menos de dos meses en ejecutarlo. “Se lo sentencia a morir electrocutado hasta que su cuerpo esté muerto de acuerdo con la ley. Y que Dios se apiade de su alma”, decía la letra escrita de la condena, y esa letra se escribió con sangre la mañana del 16 de junio de 1944. Un rato antes George había perdido la última esperanza: el gobernador del Estado, un hombre blanco llamado Olin Johnson, se negó a conmutar la pena. “No creo que alguien que fue declarado culpable de un asesinato deba ser exonerado”, dijo cuando le pidieron que salvara la vida del niño.
70 años después
Después de la condena y la ejecución, la familia Stinney vivió bajo permanentes amenazas, al punto que tuvo que irse de Carolina del Sur y comenzar una nueva vida que los alejara de la pesadilla de haber perdido a su pequeño hijo y temer a sus propios vecinos. Cuando Aime se hizo adulta comenzó una lucha incansable para que se reabriera el caso y se demostrara que George era un inocente culpado injustamente – y asesinado – por un sistema judicial racista.
Recién lo logró a principios de 2014 y entonces pudo decirle al tribunal que su hermano tenía una coartada: el día del asesinato estaba con ella, cuidando la vaca de la familia. El 1944 no pudo contarlo: tenía apenas siete años y era una niña negra cuya palabra no valía nada.
El abogado Matt Burgess, representante de Aime, sostuvo que la confesión de George fue modificada para que encajara con la acusación. “El arma homicida cambió. Era un trozo de hierro, luego un clavo y luego un clavo de ferrocarril. Eso cambió de una manera beneficiosa para la aplicación de la ley. En 1944, un chico negro de 14 años interrogado por oficiales blancos... Probablemente le plantearon diferentes escenarios. Supongo que simplemente decía ‘Sí, señor’ muchas veces”.
Otro testimonio fundamental en ese sentido fue el de la psiquiatra forense Amanda Sales: “Es mi opinión profesional, con un grado razonable de certeza médica, que la confesión dada por George Stinney Jr. en, o alrededor, del 24 de marzo de 1944, se caracteriza mejor como una confesión obtenida bajo coerción, complaciente y falsa”, le dijo al tribunal.
En base a esos y muchos otros elementos, el 17 de diciembre de 2004, la jueza Carmen Mullen pronunció la sentencia que Aime esperaba. Al salir del tribunal, dijo : “No siento odio por ningún hombre, ni siquiera por los que mataron a mi hermano. Lo siento por las familias que perdieron a esos pequeños. Perdieron a sus hijos y yo perdí a un hermano. Eso duele. Pero ¿cómo es posible que la gente se siente en un tribunal y se forme un juicio de la forma en que lo hicieron? Lo electrocutaron, lo quemaron. Fue una muerte horrible para un niño”.