Y un día robaron La Gioconda, una de las obras de arte más célebres de Leonardo Da Vinci y del mundo. Para hacer algo así hay que tener la audacia de un cosaco del Don, o ser un idiota tamaño catedral gótica. Hay de todo.
¿Qué se hace con una obra de arte robada? Si el ladrón es un fanático del arte, o si es un ladrón común y la obra robada está destinada a un fanático del arte, adiós, no se recupera más, ni nadie vuelve a verla, salvo el fanático que la incluye en su colección privada que no ven más ojos que los suyos. Hay casos así. Robar una obra de arte, célebre además, para venderla como si fuese un teléfono inteligente de esos que hoy se roban todos los días, es una tontería de patas cortas que pone de inmediato a la policía, si es diligente, detrás del torpón delincuente.
Para robar una obra de arte célebre de un museo, además, hace falta una logística, una tecnología, una estrategia y unos recursos dignos de los que despliega Tom Cruise en cada una de las “Misión Imposible” que protagoniza. Los delincuentes son prácticos: sueñan lo imposible, pero no lo llevan a cabo si no están seguros.
Nada de todo esto estaba vigente en 1911, hace ciento trece años, cuando Vincenzo Peruggia robó la obra de Leonardo de las paredes del Museo del Louvre, y se fue a su casa con la pintura y la gloria, sin saber demasiado qué hacer con ella. Si, en cambio, sí sabía qué hacer con ella, jamás lo dijo. Vincenzo no era un cosaco del Don. Había nacido el 8 de octubre de 1881 en Trezzino Dumenza, Varese, plena Lombardía. Tenía veintinueve años el lunes 21 de agosto de 1911, cuando se alzó con La Gioconda y dejó a todo el Louvre chupando un clavo en medio de la calle. Había emigrado a Francia en busca de trabajo y de progreso. Encontró lo primero en la empresa Saint-Gobain, que colocaba los finos cristales que cubrían las obras exhibidas en el más prestigioso museo de Francia. Él mismo había colocado uno de esos cristales sobre la delicada figura de la Mona Lisa, que así se conoce también a La Gioconda. El Louvre había intensificado la protección a su tesoro pictórico después de que, en 1907, una mujer, en nombre del anarquismo, acuchillara un lienzo del francés Jean Auguste Ingres. Idiotas como catedrales góticas hubo y habrá siempre en todo el mundo.
Junto a su trabajo en Saint-Gobain, Peruggia consiguió un empleo temporal en el Louvre, en tareas de mantenimiento. La empresa era de suma confianza de las autoridades, lo es todavía: es la que diseñó y construyó la fantástica pirámide acristalada del museo que se inauguró en 1988. Peruggia se convirtió en cara conocida para el ejército de empleados que mantenía entonces, como hoy, el museo en pie. El lunes 21 de agosto de 1911, día que el Louvre estaba cerrado al público, Peruggia llegó al museo vestido con un amplio blusón largo, blanco, habituales en la gente que trabajaba en mantenimiento y limpieza. Fue hasta donde estaba exhibido el cuadro de Leonardo, lo descolgó pese a que estaba abulonado a la pared, y lo llevó hasta la cercana escalera Visconti; separó el pesado marco, apartó el cristal que él mismo había colocado un año antes, escondió la obra bajo su ancho guardapolvo y se fue a su casa, una humilde habitación no lejana al Louvre, tranquilo y sin remordimientos.
El tiempo y sus mudanzas, la pátina que sobre el caso tejieron el empecinado silencio del ladrón y la torpeza de los investigadores, hacen que el robo tenga varias versiones y hasta varios protagonistas. El cuadro con “La Gioconda” pesaba noventa kilos, no era fácil de manejar. La leyenda dice que los hermanos Vincenzo y Michele Lancelotti ayudaron a Peruggia en el traslado del cuadro dentro del museo y a descoyuntar sus marcos. Después, huyeron como sombras hasta la estación D’Orsay y treparon a un tren que los puso lejos de París. Es curioso porque aquella estación es hoy el Museo D’Orsay que alberga entre otras maravillas una exquisita galería de obras impresionistas.
Alguna confusión, acrecentada por la niebla de los años, ponen a Peruggia en la acción de enrollar el lienzo para ocultarlo mejor. No es posible: Leonardo pintó a La Gioconda en una tabla de álamo de setenta y siete centímetros por cincuenta y tres, es un cuadro más bien pequeño, que hacía imposible plegarlo. También, cierta tendencia a la fábula le otorga al robo el haber convertido a la obra de Leonardo en una celebridad. No es verdad. La Gioconda fue siempre célebre y fue siempre un tesoro del Louvre y de Francia; la escudriñaron cientos de miles de ojos ya en 1911 y antes de ese año. Si la obra no fue adorada por millones, fue porque los millones no llegaban a París en esa época, como ahora, ni los museos eran meca del turismo masivo. Pero La Gioconda siempre fue quien fue.
¿Quién era La Gioconda? Era Lisa Gheraldini, una mujer de extraordinaria belleza, serena, sencilla, tímida tal vez, profunda y arcana incluso, que era la esposa de Francesco del Giocondo. De allí su nombre, La Gioconda, o Mona Lisa. Leonardo la pintó por encargo de Francesco entre 1503 y 1516, la fecha es aproximada; lo cierto es que demoró cerca de cuatro años para terminarla. La eternizó en una sonrisa enigmática y casi indescifrable. Es una obra de extraño y potente magnetismo. Para acentuar el misterio, Leonardo nunca entregó su obra, se la quedó y la llevó consigo a Francia. Allí, o bien la regaló al rey Francisco I que lo hizo pintor de su corte, o el rey la compró al artista. Lo cierto es que la pintura pasó a manos francesas: Leonardo murió el 2 de mayo de 1519 a los sesenta y siete años en el castillo de Clox, y está enterrado en la capilla de Saint-Hubert, en Amboise.
En manos del estado francés, el cuadro pasó al Louvre cuando la Revolución Francesa terminó con la monarquía, en 1789. Años después, prendado de ella, Napoleón la instaló en su dormitorio de emperador en las Tullerías, hasta que fue devuelta al museo. La Mona Lisa y su enigmática sonrisa fue, y es, objeto de culto en los aledaños del arte y hasta en la picaresca. Hace casi medio siglo, el cine checo estrenó en Buenos Aires dos obras magníficas. Una de ellas era “Trenes rigurosamente vigilados”, un film de Jiri Menzel que retrata a un adolescente, empleado en una estación remota de ferrocarril durante la ocupación nazi. Ganó el Oscar a la mejor película extranjera en 1967. La otra joya checa era un desopilante corto animado llamado “¿Por qué ríes Mona Lisa?” El dibujito arriesgaba una solución al enigma.
Con La Gioconda en su casa, en su mínima habitación parisina, escondida en el doble fondo de su baúl de inmigrante, Peruggia se sentó a esperar. ¿A esperar qué? Nunca lo dijo. Aquí entra en la historia otro protagonista. Un argentino, faltaría más: Eduardo Valfierno, un chanta de siete suelas, estafador, vago, mal entretenido; un mentiroso de tal calaña que pone en duda cualquier testimonio que haya salido de su boca ancha y farsante. Valfierno relató la otra parte de la historia veinte años después, en 1931, a un periodista estadounidense, Karl Decker, que era una pluma al servicio de la prensa de Randolph Hearst, creador del periodismo amarillo porque sus publicaciones se imprimían en un papel de ese color. Así que Decker, con fama de engalanar su historia, tampoco es muy confiable. De lo que dijo Valfierno, que fue llevado a la novela en la Argentina por el escritor Martín Caparros, se desprende qué esperaba Peruggia con La Gioconda oculta: dinero.
Valfierno, que había nacido en Buenos Aires el 23 de mayo de 1870, era, o decía ser, hijo de una familia rica de aquella Argentina que era un erial del mundo en los inicios del siglo XX. El tipo había dilapidado la fortuna familiar en cualquier cosa menos en una vida cauta y honrada. Cuando se acabó el dinero, empeñó las joyas y el arte del tesoro familiar. Se conectó con marchands y con mecenas y viajó muchas veces a Francia porque el alma de los argentinos de entonces era París: “Todos queríamos ser franceses”, dice Jorge Luis Borges en una de sus cuatro magníficas conferencias sobre el tango vertidas en 1966.
En Francia, Valfierno, que además se hacía llamar marqués, conoció a Yves Chaudron, un artista especializado en falsificar obras de arte. Un especialista en arte tiene que conocer no sólo la técnica de las obras que va a abordar, sino hasta los materiales y elementos que se usaron en su confección: pigmentos, barnices, colores, matices, luces y sombras. Bien llevados, esos artistas son indispensables en la restauración de obras de arte. El ejemplo más reciente de esa actividad, luce en las pinturas de la renacida catedral de Notre Dame. Ahora, si el tipo agarra por el otro camino, puede hacer desastres.
La sociedad Valfierno-Chaudron ideó un plan fantástico para hacerse ricos. No se trataba de un robo, era una estafa. Chaudron hizo seis réplicas de La Gioconda, tan reales, tan vitales, tal vez le faltaba el toque genial de Leonardo porque esas cosas son intransferibles, pero las copias eran fantásticas. Incluso fueron hechas sobre madera de un álamo del siglo XVI, como había elegido Leonardo.
Mientras el falsificador falsificaba, el “marqués” Valfierno buscaba candidatos interesados en la posibilidad de acceder a La Gioconda original. Era una misión secreta, destinadas a fanáticos del arte. Valfierno les dijo a todos que iba a robar la obra de Da Vinci para venderla a muy buen precio.
Con la estafa en marcha, Valfierno necesitaba ahora lo esencial: robar La Gioconda. No iba a hacerlo él, que no era un cosaco del Don pero tampoco era un idiota de catedral gótica. Contactó de alguna manera a Peruggia y lo convenció para que robara el cuadro a cambio de una enorme suma de dinero que iba a poner fin a sus angustias económicas. Peruggia no necesitó mucho más argumentos para convencerse. Por las dudas, Valfierno le dio otro: la obra era italiana y debía volver a su patria natal. La carnada estaba en el anzuelo, el anzuelo estaba en el agua, sólo faltaba que el pez se decidiera a comer.
El plan tropezó con una piedra: al día siguiente del robo, casi nadie notó en el Louvre que faltaba el cuadro de Da Vinci. Quienes sí lo notaron, no pensaron en un robo. Pasado el lunes de refacciones y limpieza, el martes 22 de agosto, Louis Béroud, un pintor copista legal y autorizado, llegó con su caballete, su tela y su paleta para hacer una copia de la legendaria Mona Lisa. Lo que encontró fue un hueco y la poco artística marca de cuatro bulones que habían sido arrancado de la pared. Béroud no pensó en un robo porque, entre otras cosas, nadie piensa que sea posible un imposible. En esos días, también trabajaban en el Louvre los especialistas del estudio fotográfico Adolphe Braun & Company, que elegían los lunes para el trabajo intenso: consistía en trasladar las obras desde sus miros de exhibición al estudio fotográfico instalado en otro salón del museo. Allí los cuadros eran fotografiados para pasar a formar parte de un balance histórico del Louvre y de un catálogo de sus obras más famosas.
Eso, debe haber pensado Béroud. Sin embargo ya era martes y La Gioconda no había regresado a su sitial. El copista llamó al estudio Braun. El diálogo no es difícil de imaginar: “Muchachos, apuren con las fotos de La Gioconda que tengo que copiarla”. Respuesta: “Nosotros no tenemos aquí a La Gioconda”. Béraud llamó a la policía, la policía llegó de inmediato y el Louvre fue un caos recatado pero intenso: carreras por pasillos y salones, guardias de seguridad que revisaban cada tramo de suelo, cada espeso cortinado, cada rellano de escalera, todo bajo la curiosa mirada de los visitantes habituales del museo.
Así halló la policía el marco suntuoso de La Gioconda y su cristal protector en un rellano de la escalera Visconti. Dos horas después circulaba tanta policía, que las autoridades decidieron desalojar el Louvre, previa revisación a cada uno de los asombrados visitantes lo que, en buen romance, significa cerrar el corral cuando ya se escaparon las ovejas.
La noticia ganó la calle y la primera plana de los diarios. Habían robado “La Gioconda”. Un escándalo. Con París estremecido, Peruggia esperó sentadito frente a la mesa de su cuarto la llegada del Marqués de Valfierno con el dinero prometido. Valfierno jamás apareció: nunca más volvió a ver a Peruggia, ni Peruggia volvió a ver al marqués. Al argentino le importaba nada la obra de Da Vinci: necesitaba la noticia del robo para vender sus réplicas de la Mona Lisa. Peruggia, que no era un cosaco del Don, tardó unos días en aceptar que no iba a ver un peso por su osado robo. ¿Por qué? Tal vez nunca acertó a saberlo o a imaginarlo.
La policía francesa inició una profunda investigación: consistió en dar palos al agua y no acertar en ninguna de sus hipótesis. El prefecto de la policía de París tomó el caso en sus manos. Era Louis Lépine, un abogado y político que había sido gobernador de Argelia, colonia francesa entonces, y a quien se le reconoce haber modernizado la policía francesa. En este caso hizo sapo. Se basó en juicios previos, en hipótesis que justificaban sus conclusiones previas. Por ejemplo, dedujo que como La Gioconda había sido retirada con mucho cuidado, los delincuentes sabían muy bien lo que hacían. Eran especialistas. Tal vez una banda internacional que actuaba bajo órdenes de algún poderoso magnate del arte.
Las hipótesis policiales fueron adoptadas, corregidas y aumentadas por la prensa parisina que echó más combustible al fuego con otras hipótesis más disparatadas, todas nacidas al amparo de la falta de información policial sobre cómo marchaba la investigación, que no marchaba. Por ejemplo, se afirmó que La Gioconda había sido robada por orden de un millonario estadounidense, que el cuadro ya estaba fuera de Francia, en la pinacoteca privada del misterioso y anónimo coleccionista.
Lépine, que era un cientificista, ordenó hacer un cálculo sobre cuánto tiempo requirió descolgar el cuadro de la pared, llevarlo hasta el rellano de la escalera Visconti, desarmarlo y alzarse con la valiosa pintura de Leonardo. El cálculo dio un lapso largo y presumiblemente tormentoso: era imposible que alguien se hubiera tomado tanto tiempo sin ser descubierto. Lépine acotó entonces la lista de sus sospechosos: sólo la gente familiarizada con el Louvre, en especial los expertos en arte, podían haber robado el cuadro en tiempo récord.
Miró entonces hacia allí, hacia el interior del museo, hacia los expertos y hacia los contratistas que hubieran trabajado en los últimos tiempos. Investigaron a la empresa de cristales Saint-Gobain y fueron llamados a declarar todos sus trabajadores. Fueron todos, menos uno, un tal Vincenzo Peruggia, un italiano de 29 años, pobre, sin educación casi, que hacía los trabajos que los franceses ya no querían hacer, uno de los tantos “macaronis”, como los llamaban. Había trabajado sí en la Mona Lisa un año atrás; lo investigaron, tenía unos antecedentes por robo y por un escándalo con una prostituta. No calzaba en el molde de Lépine, que buscaba a un tipo sofisticado, de alta educación, con una vida social que le habilitara el trato con coleccionistas de arte. Lépine mandó a un oficial al sucucho de Peruggia para que lo interrogara; Peruggia dio una coartada que nadie se ocupó de comprobar; el oficial hizo una breve recorrida por el pequeño cuarto del inmigrante italiano, debe haber pasado frente al baúl donde estaba escondida La Gioconda en el doble fondo, y se fue más rápido que volando: Peruggia quedó descartado como sospechoso.
En su afán por descubrir algo, la investigación no avanzaba, los diarios de París ofrecieron una recompensa a quien diera alguna pista firme sobre el destino de La Gioconda: iba desde los veinticinco francos hasta los cincuenta mil que, a precio de hoy, equivale algo así como al millón de euros. Llegaron toneladas de cartas firmadas por buscadores de plata fácil. Sin embargo, una, la del belga Joseph Géry Pieret, decía algo interesante: él no tenía el cuadro buscado, pero robar obras del Louvre era sencillo; él mismo se había llevado en 1907 una estatuilla ibérica que había vendido a un coleccionista.
El jefe Lépine investigó al belga y descubrió que había trabajado con el poeta y escritor Guillaume Apollinaire, que tenía entonces treinta y un años y no era aún tan conocido en los ambientes literarios. El poeta había escritos algunos artículos incendiarios en varias revistas de arte, en los que suscribía las ideas del pensador Filippo Marinetti, un tipo que impulsaba incendiar los museos para dar cabida al arte nuevo. Filippo tampoco era un cosaco del Don.
A un mes de la desaparición de La Gioconda, en septiembre de 1911, Lépine detuvo a Apollinaire, lo metió en un calabozo de la prisión de La Sant, lo tuvo amasando angustia un par de días y después lo interrogó. El poeta sabía nada de todo aquel escándalo artístico policial, negó toda vinculación con el robo en el Louvre, incluido el de la estatuilla ibérica del maldito belga bocón, y señaló, o adujo, o insinuó, o aludió a un artista español, un año menor que él, también rebelde y acaso futurista: Pablo Picasso.
El comisario Lépine había hecho encajar su teoría con la realidad: tenía a dos sospechosos, cultos, interesados en el arte, no muy adinerados pero tampoco un par de pelagatos, y, sobre todo, extranjeros los tres: el belga Pieret, el español Picasso y el ítalo-franco-ruso Apollinaire. Para abreviar, el juez Henri Drioux desechó el caso, desestimó cualquier participación en el robo de los acusados, ordenó su libertad y a otra cosa.
Mientras tanto, según su confesión de 1931 al periodista Decker de la cadena Hearst, Valfierno había viajado a Estados Unidos, puesto distancia entre su alma de estafador y Francia y empezado a ofrecer a selectos coleccionistas cada uno de los seis “originales” falsos de La Gioconda, réplicas pintadas por su amigo Chaudron. Le dijo a Decker que había ganado millones de dólares con la estafa y puso como condición, estaba enfermo a sus sesenta y un años, que la historia fuese conocida a su muerte. Valfierno murió ese año y Decker publicó el final de la historia del robo de La Gioconda, si lo que decía Valfierno era cierto.
Pero en 1911, veinte años antes de la confesión y muerte del argentino estafador, Peruggia agonizaba de angustia con La Gioconda en el doble fondo de su baúl de inmigrante italiano que había buscado fortuna en Francia. La angustia duró dos años. En noviembre de 1913, Vincenzo leyó en un diario italiano que un anticuario florentino, Alfredo Geri, compraba “a buen precio objetos de arte”. Por fin un compatriota con quien hablar: le escribió para ofrecerle el cuadro de Da Vinci a cambio de una fortuna, quinientas mil liras. Geri calzaba en su espíritu más ADN de un cosaco del Don que de un tonto tamaño catedral. No creyó una palabra de la tosca carta escrita por Peruggia, pero igual lo citó en Florencia el 22 de diciembre para cerrar el trato. Peruggia y La Gioconda viajaron en tren.
Vincenzo y Geri se encontraron en el modesto hotel donde se hospedaba el misterioso ofertante del retrato más famoso del mundo, que se había registrado con el nombre inocentón de Leonardo Vincenzo. Geri no fue solo. Llevó consigo a Giovanni Poggi, director del prestigioso museo Galería degli Ufizzi. En la habitación, Peruggia desenvolvió un paquete armado con primor y allí, envuelta en un terciopelo rojo, estaba La Gioconda que había pintado Da Vinci. Marchand y director del museo florentino examinaron la obra. Parecía auténtica. Pero lo que le daba más autenticidad, eran los sellos de garantía que el Louvre había impreso en la tabla de álamo que Da Vinci había elegido para forjar su obra maestra.
Así fue como La Gioconda volvió al Louvre y Peruggia fue a la cárcel. Francia pidió su extradición, pero Italia la negó. El inmigrante, ahora en su tierra, invocó a la patria; dijo algo que no era cierto: que la había robado para devolverla a Italia. No era verdad por partida doble: ése era un argumento que le había dado el estafador Valfierno y que ahora ponía como noble motivo de su robo. Y tampoco era verdad que La Gioconda fuese italiana porque pertenecía al Estado francés. Los jueces italianos fueron benevolentes, no juzgaban un robo, sino el intento de vender algo robado. Lo condenaron a un año y quince días de prisión. Antes de enviar la obra de regreso al Louvre, los italianos la exhibieron primero en Florencia, que de allí era la Mona Lisa: la colgaron en la Galería degli Ufizzi junto a otras obras de Da Vinci como “La Anunciación” y “La adoración de los Magos”, la primera gran obra de Leonardo que dejó inconclusa. Después, La Gioconda viajó a Roma y a Milán. Regresó al Louvre el 4 de enero de 1914.
Es de suponer que, a fines de 1913, cuando el mundo supo que La Gioconda robada había sido hallada y sería devuelta a Francia, los tipos que le compraron a Valfierno una Gioconda falsa por la que pagaron una fortuna lo deben haber buscado ya no para hablar precisamente de arte renacentista, sino para rescatar su dinero y, a ser posible, partirle la cara. No lo hallaron. Tampoco hicieron denuncia policial alguna porque, para hacerla, debían admitir que estuvieron dispuestos, y pagaron por eso, a comprar una obra robada. Toda estafa, para ser efectiva, precisa de la ambición del estafado.
De Vincenzo Peruggia se perdió todo rastro. Solo se sabe que cumplió siete meses de su condena, fue liberado y regresó a Francia. Allí, en Saint-Maur-des-Fossés, una ciudad al sureste de París, rodeada por los meandros del río Marne, murió el 8 de octubre de 1925, el mismo día en el que cumplía cuarenta y cuatro años. Jamás habló de un individuo llamado Valfierno.
Su muerte pasó inadvertida. Recién veintidós años después, en 1947, la muerte de otro Vincenzo Peruggia, sin conexión alguna con el ladrón del Louvre, devolvió su nombre a los periódicos. Todos pensaron que el muerto en Haute-Savoie, una zona vecina a Suiza, era el Peruggia que había robado La Gioconda del Museo del Louvre en 1911. Pero no. Era otra persona.
Como no podía ser de otra manera, Vincenzo Peruggia tenía una réplica.