Ocurrió 55 años antes que el atentado contra las Torres Gemelas y no fue un ataque sino un accidente en el que un avión se estrelló contra el edificio más alto del mundo, que por entonces era el Empire State Building, cuyos 443 metros de altura realmente “rascaban” los cielos de Nueva York. Eran las 9.49 de la mañana del sábado 28 de julio de 1945 cuando decenas de miles de neoyorquinos escucharon la explosión y al levantar sus cabezas vieron las alturas del edificio envueltas en humo y llamas. Algunos Habían alcanzado a ver lo sucedido segundos antes, cuando un avión militar impactó contra la mole de cemento. Faltaban días para que Estados Unidos arrojara la bomba atómica sobre Hiroshima y la Segunda Guerra Mundial continuaba en el Pacífico, por lo que en un primer momento hubo quienes pensaron que se trataba del ataque suicida de un kamikaze japonés.
Sin embargo, el avión no era japonés sino estadounidense, un bombardero B-25 Mitchell reconvertido que realizaba un viaje rutinario de transporte de personal desde Bedford, Massachusetts a Newark, Nueva Jersey, donde debía abordarlo un coronel. En los comandos estaba el teniente coronel William Franklin Smith Jr., de 27 años, y lo acompañaban el sargento Christopher Domitrovich, de 31, y el maquinista de segunda Albert Perna, de 29. Volaban relajados, porque después de meses en los frentes de combate, un viaje de transporte lejos de la guerra era para ellos casi un paseo.
El cielo de Nueva York estaba cubierto de niebla cuando el avión esquivó por pocos metros el edificio Chrysler pero no pudo hacer lo mismo con el Empire State, al que golpeó como un misil entre los pisos 78 y 80 y estalló en el interior. Los tres tripulantes murieron carbonizados y se llevaron con ellos a otras once personas que estaban en el edificio. Pudieron ser muchas más, pero hubo suerte en medio de la desgracia y, además, ocurrió un verdadero milagro dentro de un ascensor.
Plan de vuelo
El teniente coronel Smith despegó del aeropuerto de Bedford con la alegría de saber que, después de esa pacífica misión de rutina, comenzaría una licencia de dos semanas durante las cuales podría disfrutar a pleno de la compañía de su esposa Martha y de su hijo Billy. Si bien era un piloto experimentado y fogueado en la guerra, su especialidad era pilotar bombarderos B-17; esa era la segunda vez que se sentaba frente a los comandos de un B-25 y la primera en ese avión especial, modificado. Fabricado para ser bombardero, había comenzado a volar en mayo de 1943 y fue utilizado como aeronave de entrenamiento de la 12° Fuerza Aérea en el norte de África. A principios de 1945 lo habían traído de regreso a Estados Unidos para reconvertirlo en un avión de transporte VIP para la alta oficialidad del ejército. Le cambiaron los asientos por otros más confortables y clausuraron con cerrojos las puertas desde donde se lanzaban las bombas.
Poco después del despegue, a Smith le informaron desde la base que, debido al clima, tendría que volar con instrumentos y por debajo de los 500 metros de altura, por debajo de una capa de nubes y sin perder contacto visual con el suelo en ningún momento. Si no lo hacía así, debería regresar a la base de Bedford y esperar que cambiara el tiempo. El piloto decidió seguir adelante, porque sabía que tenía que llegar a la mañana a Newark, donde debía recoger al coronel John Rogner.
Una hora después de despegar, cuando estaba a la altura de Queens, volaba a unos 250 metros de altura. En ese momento se comunicó por radio con la torre del aeropuerto La Guardia para pedir una actualización del clima. Se la dieron, pero le dijeron que no volviera a comunicarse con ellos porque entorpecía el trabajo de los controladores que debían guiar a los aviones de pasajeros que estaban por aterrizar. Era un pedido lógico: el control aéreo civil no debía ni podía involucrarse con la operación de aviones militares. Sin embargo, poco después le avisaron a Smith que al volar a menos de 500 metros de altura estaba violando las reglas del tráfico aéreo civil y que estaba volando sin autorización en el espacio aéreo del aeropuerto La Guardia. Le ordenaron aterrizar en ese aeropuerto.
Impacto en las alturas
Entonces se confundió: en medio de la niebla creyó volar sobre la isla de Walfare cuando estaba sobrevolando Manhattan. Cuando se dio cuenta, ya estaba volando sobre las calles de Nueva York. Esquivó por pocos metros el edificio Chrysler y voló sobre la calle 42 para girar después hacia el sur a la altura de la calle 5, lo que lo puso en curso de choque contra el edificio más alto del mundo.
Eran las 9.49 cuando el B-25 Mitchell se estrelló entre los pisos 78 y 80, contra las oficinas del Consejo Nacional de Bienestar Católico. La fuerza del impacto destrozó al avión, cuyos tanques rociaron de combustible encendido las paredes de la cara norte del edificio. Uno de los motores voló a través de las oficinas y salió disparado por la cara sur para terminar cayendo sobre el techo de un edificio cercano. Estaba envuelto en llamas y al impactar inició un incendio que destruyó por completo un estudio de arte que había en el ático. El otro motor y parte del tren de aterrizaje golpearon contra el hueco de un ascensor y cortaron los cables de seguridad.
En el momento del impacto había unas sesenta personas en el famoso mirador del piso 86, donde se desató el pánico. Muchos de los que estaban allí habían visto como el avión se dirigía como un cohete en dirección a ellos.
Murieron 14 personas: los tres tripulantes del avión y once ocupantes del edificio, casi todos empleados del Consejo Nacional de Bienestar Católico. Las estimaciones sobre la cantidad de heridos fueron variando con el correr de las horas. Primero se habló de unos treinta, pero la cifra se fue elevando hasta llegar a más de 60. Los bomberos demoraron casi una hora en apagar el incendio, mientras el edificio era evacuado. El cadáver del teniente coronel William Franklin Smith Jr. fue encontrado dos días después, totalmente carbonizado, en el fondo del hueco de un ascensor.
El milagro de Betty Oliver
Entre los heridos se contaba una joven ascensorista de 20 años llamada Betty Lou Oliver. En el momento del impacto del avión contra el edificio, su ascensor estaba a la altura del piso 76 y fue alcanzado por la onda expansiva de la explosión y una llamarada que entró por el hueco. Unos oficinistas escucharon sus gritos y la encontraron con contusiones y quemaduras de segundo grado en el cuerpo.
Como el ascensor que había estado manejando ella había quedado desencajado y fuera de servicio, la trasladaron al otro ascensor para enviarla a la planta baja para que fuera atendida por las ambulancias que empezaban a llegar. Nadie supo explicar porqué la acostaron sobre el piso y la enviaron sola hacia abajo, apretando el botón de la planta baja. En medio de la confusión, nadie se dio cuenta tampoco de que ese otro ascensor tenía varios cables de seguridad cortados.
El ascensor empezó a caer cada vez más rápido, bajando a la velocidad de un cohete. Ahí se produjeron varios milagros. A último momento funcionaron algunos frenos de emergencia y la compresión del aire en el espacio cerrado del hueco ayudó también a desacelerar la caída. Además, cientos de metros de cable de acero que estaban en el fondo del hueco ayudaron a amortiguar el impacto.
La mujer, que había entrado al ascensor con quemaduras de segundo grado y contusiones varias fue rescatada abajo con la pelvis y varias costillas quebradas… pero increíblemente viva. Todavía hoy Betty Lou Oliver figura en el Libro Guinness de los Récords, donde ostenta el de la persona que sobrevivió a la caída libre desde mayor altura.