Marilyn Klinghoffer empezó a llorar cuando escuchó el primer tiro. Inmediatamente después sonó el segundo disparo, y enseguida, el silencio. No le hacía falta ver para saber lo que estaba pasando, entonces rogó, a los gritos y sin parar de llorar, que le dejaran ver el cuerpo de Leon, su marido, en la enfermería del crucero. No sabía que eso ya era imposible: el cadáver de su esposo acababa de ser tirado al mar, y la silla de ruedas en la que él se movía, también.
Leon y Marilyn eran dos de los casi 450 pasajeros que estaban a bordo del crucero de lujo Achille Lauro el lunes 7 de octubre de 1985, cuando cuatro integrantes del Frente de Liberación Palestina secuestraron la nave. Leon fue el único asesinado en esa toma de rehenes, y algo le decía a Marilyn que, en caso de tener que elegir a una víctima fatal, los secuestradores irían por la vida de su marido, un veterano estadounidense de la Segunda Guerra Mundial con el que se había casado casi cuarenta años atrás y con el que vivía en Nueva York.
La toma de rehenes, que conmovió al mundo entero y desencadenó la tensión diplomática más dura entre Estados Unidos e Italia desde los años del fascismo, fue una de las tragedias ocurridas sobre la embarcación. Su incendio y hundimiento casi diez años después del secuestro terminó por confirmar su destino de “barco maldito”.
Un secuestro con interrogantes hasta hoy
Antes de ser el crucero de lujo Achille Lauro, la embarcación había sido un barco de pasajeros llamado Willem Ruys que operaba para la empresa Rotterdamsche Lloyd. Construido entre 1939 y 1947, con casi 200 metros de eslora, fue vendido a Star Lauro -que hoy es MSC Cruises- y cambió su nombre al que se hizo famoso en todo el mundo cuando la tragedia lo abordó, por primera vez, en 1985.
Los Klinghoffer, un matrimonio judío cuyo mayor placer cotidiano era organizar cenas con amigos o familiares en Nueva Jersey, abordaron el Achille Lauro en el puerto en el que empezaba la travesía: Génova. Después de una travesía por el Mediterráneo que llevara a los pasajeros a distintos puertos de Egipto, el viaje terminaría en Israel. Esa era la idea original.
Pero los planes cambiaron en Alejandría, cuando un presunto equipo de televisión subió al crucero con la supuesta intención de grabar escenas para una película y volver a bajar. En sus valijas tenían armas: aseguraron que eran de juguete, pero a los pocos días se supo que eran reales y que estaban al servicio de un plan terrorista. El equipo televisivo bajó del Achille Lauro, pero las armas quedaron escondidas allí.
La investigación judicial posterior al secuestro, que tuvo como rehenes a todos los pasajeros y a la tripulación entera, demostró a través del testimonio de algunas víctimas que el desencadenante de la toma de rehenes fue que uno de los tripulantes detectó movimientos extraños entre algunos de los presuntos viajeros, estos se sintieron descubiertos, y pusieron en marcha el secuestro. Pero nunca terminó de esclarecerse si ese era el plan original o si las armas serían usadas en Israel, el destino final del Achille Lauro.
Es que, además de los cuatro integrantes del Frente de Liberación Palestina que ejecutaron la toma de rehenes que se extendió por dos días, sobre el Achille Lauro estaba Muhammad Zaidan, conocido en realidad como Abu Abbas. Se trataba de un importante referente de la Organización para la Liberación de Palestina cercano a su líder, Yasser Arafat, y de muy buenas relaciones con Saddam Hussein, que en ese momento lideraba una dictadura en Irak. Aunque se señaló a Abbas como el supervisor e incluso autor intelectual de la toma de rehenes, la comprobación de su vínculo con los hechos llegó demasiado tarde.
Lo cierto es que apenas los secuestradores hicieron saber a todo el crucero que ahora todas sus vidas dependían de lo que ellos decidieran, Leon Klinghoffer no dudó sobre cuál sería su actitud: no haría silencio ante la exigencia de los atacantes, repartiría algún bastonazo cuando esos atacantes le faltaran el respeto, y no dejaría de hacerlo ni ante el fusil de Majed Al Molqi, el hombre que estaba a punto de ejecutarlo.
El cadáver del ex soldado norteamericano fue hallado una semana después en las aguas del mar Mediterráneo. Fue repatriado y despedido con honores en su tierra: alrededor de ochocientas personas se sumaron a su funeral en el templo al que iba habitualmente. Para ese entonces, el secuestro y todo lo que vino después ya había desencadenado un escándalo diplomático que tensó las relaciones entre los países involucrados.
Una muerte y una guerra de poder
Cuando el Kalashnikov de Molqi liquidó a Klinghoffer, ya no hubo vuelta atrás para el terror que se desató en el crucero. Además de los gritos desesperados de Marilyn para que la dejaran ver lo que los terroristas habían hecho con el cuerpo de su esposo, el pánico se apoderó de los pasajeros que habían entendido el mensaje: el próximo muerto podía ser cualquiera de ellos.
El terror excedió los casi 200 metros de eslora de la embarcación: hasta ese momento, los cruceros no habían sido protagonistas de ataques como esos, por lo que la conmoción se replicaba en diarios y noticieros de todo el mundo. Además, el secuestro hizo escalar casi inmediatamente y a niveles poco vistos un conflicto entre Estados Unidos, Italia y, aunque en menor medida, también Egipto.
Subidos al crucero y a su ataque terrorista, los cuatro integrantes del Frente de Liberación Palestina hicieron saber que lo que querían a cambio de la liberación de los rehenes era, a la vez, la libertad de 52 presos palestinos que permanecían detenidos en Israel. Con el correr del proceso judicial, el hecho de que no hubiera una exigencia económica los liberaría de los cargos por piratería.
En principio, y tal como determinó también el juicio que se llevó a cabo, los terroristas no tenían en sus planes ejecutar a ningún rehén, pero Molqi enfureció cuando el ex combatiente estadounidense les hizo frente.
Una vez que estuvieron en control del crucero, los secuestradores lo tripularon en dirección a Tartus, Siria. Allí fue que hicieron saber cuáles eran sus exigencias. Pero las autoridades sirias se negaron a cualquier tipo de negociación, lo que llevó a los atacantes a retornar hacia Port Said, una de las puertas de entrada marítimas de Egipto.
Allí se entablaron negociaciones y se llegó al acuerdo de que los terroristas dejaran la nave sin lastimar a nadie más a cambio de que un avión comercial egipcio los trasladar a Túnez, base de operaciones de Abu Abbas, sin que se los persiguiera. Mientras tanto, en todas esas horas de terror, los rehenes eran trasladados frecuentemente a la discoteca para intentar que se entretuvieran y no perdieran la calma. Como si eso fuera posible.
Los planes cambiaron cuando apareció en escena el entonces presidente de los Estados Unidos, Ronald Reagan. Su argumento para intervenir, y al que no pensaba renunciar, era que había sido asesinado un ciudadano estadounidense. Y no cualquier ciudadano: un héroe de guerra que había derribado aviones nazis durante la Segunda Guerra Mundial.
Bajo esa idea, Reagan no dudó y ordenó que el vuelo comercial en el que viajaban los rehenes fuera interceptado por aviones F-14 Tomcats, que habían estado apostados en un portaaviones instalado en aguas italianas. Los F-14 obligaron a que la tripulación egipcia aterrizara imprevistamente -y también aterrorizada- en la base aérea Sigonella, ubicada en Sicilia pero perteneciente a la OTAN. Ya era 10 de octubre: el infierno había empezado tres días antes.
Cuando el avión aterrizó en esa base, el vínculo entre Reagan y Bettino Craxi, el primer ministro italiano, ya estaba tensado prácticamente al máximo. En Sigonella había militares estadounidenses y también italianos: de ambos lados esperaban órdenes de sus superiores, y sus superiores discutían quién estaba a cargo de dar las órdenes allí.
Mientras tanto, los pasajeros del vuelo comercial que iba hacia Túnez pudieron seguir viaje, incluso Abu Abbas por no haberse podido demostrar hasta ese momento si estaba efectivamente vinculado al ataque. Cuando finalmente se lo juzgó por esos hechos, Abbas se había declarado en rebeldía frente a ese proceso y, aunque le dieron reclusión perpetua, nunca pudieron encontrarlo para que la cumpliera. Los cuatro atacantes habían sido detenidos y las autoridades discutían quién debía juzgarlos.
Reagan exigía justicia por su ex combatiente, pero Italia aseguraba que, como el crucero era, por las leyes de navegación, su territorio soberano, el secuestro había sido en su jurisdicción. Hosni Mubarak, el titular del Poder Ejecutivo de Egipto, a la vez exigió que Estados Unidos pidiera perdón por haber desviado a una nave de su aerolínea de bandera: Reagan tuvo que ceder.
Italia negó la extradición de los cuatro secuestradores a Estados Unidos, país que siempre sospechó que los vínculos de ese país y de Egipto eran más cercanos a Medio Oriente que los de su propia nación, y que por eso habían sido más benevolentes.
Al Molqi, el atacante que había ejecutado a Klinghoffer y obligado a otro rehén a que tirara su cuerpo al mar, fue condenado a 23 años de cárcel. Recuperó la libertad en 2008. Los otros tres secuestradores también fueron condenados, aunque sus cargos fueron menores.
Un final fatídico para una embarcación trágica
Después del fatídico secuestro, el Achille Lauro continuó funcionando como un crucero lujoso, aunque en 1987 fue vendido a Mediterranean Shipping Company. Operando bajo el nombre de Star Lauro, la nave se incendió el 30 de noviembre de 1994. Fue frente a la costa de Somalia, en su camino a Sudáfrica. Había 979 personas a bordo, entre la tripulación y los pasajeros.
Lo primero que se dijo sobre el fuego que consumió la embarcación fue que lo había desencadenado un cigarrillo mal apagado, pero las investigaciones posteriores demostraron que el incendio se había iniciado en la sala de máquinas tras la explosión de uno de los equipos. Como la supervisión de ese área no fue la adecuada, el fuego se propagó antes de que pudieran controlarlo. Una vez más, aunque por otro motivo, el barco era el escenario de una tragedia. Hubo pasajeros juntando baldes de agua de la pileta del crucero para ayudar a la tripulación a combatir el incendio. Pero por las características de la combustión y por haber llegado tarde al problema, no había nada que hacer.
La mayoría de las personas lograron subir a un bote salvavidas, pero algunos pasajeros y tripulantes quedaron atrapados por las llamas, por lo que tuvieron que bajar a botes inflables a través de una soga. Esa evacuación tuvo consecuencias: murieron dos personas y otras ocho sufrieron heridas.
Una embarcación dedicada a remolcar barcos incendiados llegó hasta el antiguo Achille Lauro con intenciones de rescatarlo, pero tras una evaluación de las posibilidades reales de salvar el crucero, lo dejaron hundirse. No había nada para hacer con esa nave cargada de tragedias. Su destino fue el de tantas otras naves: el fondo del mar. Nunca aparecieron sus restos.