La artista que estuvo cerca de la muerte en una perfomance en la que intentó exponer el mal que anida en los seres humanos

Marina Abramović nació en la ex Yugoslavia hace 78 años. Es reconocida en el mundo entero por sus presentaciones fuera de lo común. En marzo de 1974 llevó una de sus muestras al extremo de hasta haber sido ultrajada por los asistentes

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Marina Abramovic recuerda la perfomance en la que estuvo cerca a morir a manos del público

La artista hizo colocar sobre una mesa setenta y dos objetos destinados, si eso era posible, a provocar placer o a causar dolor. Después se paró frente al público, ya avisado por un cartel que decía: “En la mesa hay 72 utensilios que pueden usarse sobre mí como se quiera. Yo soy el objeto. Me hago responsable de todo lo que pueda suceder en este espacio de tiempo. Seis Horas. De 20 a 2 hs.” Así fue como la artista serbia Marina Abramović se paró inmóvil frente al público y dejó que hicieran con ella lo que ese público quiso hacer con ella. Tuvo suerte de salir con vida.

La experiencia, una obra de arte conceptual, es añeja. Tiene medio siglo: Marina tenía entonces veintiocho años y hoy cumple setenta y ocho. Por entonces, ya era considerada una talentosa pionera, consagrada como maestra, en el uso de la performance como forma de arte visual, una forma también de arte efímero. Trabajó y expuso siempre su cuerpo como una forma de meter al espectador dentro de la obra artística.

El diccionario de la Real Academia Española define la performance como una actividad artística que tiene como principio básico la improvisación y el contacto directo con el espectador. La presentación combina diferentes disciplinas: música, teatro, cine, video, poesía, ilusionismo. En esa gama amplia de expresión artística, una rama de la performance se conoce como “Arte de resistencia o duracional”, que expone al artista a un grado, a menudo muy alto de dolor, agotamiento, presión psíquica, penurias varias que pueden llevar al colapso y acaso a la muerte.

“En la mesa hay 72
“En la mesa hay 72 utensilios que pueden usarse sobre mí como se quiera" decía el cartel con el que Marina Abramovin convocó a su perfomance más riesgosa (Martina Abramovic Institute)

Aquella noche de marzo de 1974, en la galería, o espacio de arte Studio Morra de Nápoles, Marina Abramović presentó lo que llamó “Rhythm 0″, la última de un conjunto de diez obras, la primera fue “Rhythm 10″, exhibidas a lo largo de 1973. Había jugado con fuego. En su primera exposición, había usado veinte cuchillos y dos grabadores. Practicó el famoso y peligroso juego ruso de clavar a velocidad la punta de una daga entre los dedos abiertos de una mano. Cada vez que se hería, cambiaba de cuchillo y grababa todo. Después de cortarse veinte veces, cesaba en su juego, reproducía la cinta grabada y trataba de repetir los mismos movimientos en un intento de unir pasado y presente.

En Rhythm 5 apostó a revivir el dolor corporal extremo, al menos su energía: usó una gran estrella embebida en petróleo, que fue encendida al inicio de la presentación. Parada fuera de la estrella, Abramović se cortó las uñas de manos y pies y el cabello. Arrojó todo a las llamas, donde estallaban algunas luces. Después, como en un acto de purificación, saltó al centro de la estrella, entre las llamas. El humo y el calor la ahogaron y perdió el conocimiento. Parte del publico se dio cuenta del peligro y de la tragedia inminente porque cuando el fuego se acercó demasiado al cuerpo de la artista, que permanecía inerte. La rescataron y la volvieron a la vida con la ayuda de un médico, espectador ocasional.

En la perfomance donde Marina
En la perfomance donde Marina Abramovic fue vejada el público podía usar sobre ella, entre otras cosas, un látigo, un cuchillo, unos zapatos, un trozo de madera, una pluma, un periódico, pintura roja, agujas de diferentes tamaños y cadenas (Martina Abramovic Institute)

En Rhythm 2, también en 1974, experimentó si la inconsciencia podía ser incorporada a una performance artística. En la primera parte de su obra de arte tomó una píldora usada para pacientes catatónicos. Su organismo reaccionó con violencia a la droga: el cuerpo de Abramović sufrió ataques, convulsiones y sacudidas involuntarias. Mientras perdía el control de su cuerpo, su mente lúcida observaba cuanto sucedía, como un espectador más. Diez minutos después de que pasaran los efectos de la droga, Marina tomó otra píldora, destinada a pacientes depresivos y/o violentos. Quedó inmovilizada, ahora con presencia física, pero no mental. Fue la primera de sus exploraciones de la conexión entre cuerpo y mente que la llevarían, con los años, al Tíbet y al desierto australiano.

Ahora, en Nápoles, en 1974 se aprestaba a indagar cómo reaccionaría un grupo humano de tener a otro ser humano como juguete. ¿Quién era esa joven artista que ponía en riesgo su pellejo en busca de respuestas viscerales a la angustia existencial, vertidas todas en una experiencia de arte efímero?

Marina Abramović nació en Belgrado cuando era parte de Yugoslavia, hoy es la capital de Serbia, el 30 de noviembre de 1946. Describió siempre a su familia como parte de una “burguesía roja”, ligados al poder comunista de la Yugoslavia que gobernaba el mariscal Josip Broz Tito. Sus padres habían sido, ambos, partisanos en la Segunda Guerra: él era un condecorado héroe nacional y su madre, comandante del ejército, dirigió en la posguerra el Museo de la Revolución y Arte de Belgrado. Marina, criada por los abuelos hasta los seis años, recibió una fuerte educación religiosa y, al volver a los brazos de los padres, estudió piano, francés e inglés y desarrolló un especial interés por la pintura. Después de que el padre abandonara a al familia, Marina estudió en la Academia de Bellas Artes de Belgrado, entre 1965 y 1970; completó los estudios en la Academia de Bellas Artes de Zagreb, Croacia, fue profesora de la Academia de Bellas Artes de Novi Sad, mientras preparaba la primera de sus performances. Alguna vez definió sus años de infancia con una frase reveladora: “Crecí con un control increíble: disciplina y violencia. En casa, todo era extremo”.

El cuerpo de Marina Abramovic
El cuerpo de Marina Abramovic "intervenido" por los asistentes a aquella muestra realizada en Nápoles hace 50 años

Aquel control de infancia estaba a punto de saltar por el aire la noche de marzo de 1974 en el Studio Morra de Nápoles. Marina Abramović se paró, recta, bella, inmóvil, cerca del texto que decía que la artista era un objeto, que todo cuanto estaba a la vista, destinado a dar placer o a provocar dolor, podía, acaso debía, ser usado en ella, y que la artista se hacía responsable de todo cuanto pasara. ¿Cuáles eran los objetos que había sobre la mesa, junto a Marina? Un látigo, un libro, pan, un cuchillo, unos zapatos, un trozo de madera, azúcar, agua, un espejo, una pluma, un periódico, pintura roja, un abrigo, una campana, un sombrero, un bastón, agujas de diferentes tamaños. Había un pastel, una boa de plumas, una bufanda, una vela, un pañuelo, cadenas, un broche para el pelo, una manzana, sal, pintura blanca, un hacha, vino, unas tijeras, un peine, uvas, un martillo, clavos, un lápiz de labios, un frasco de perfume, una medalla, una cuchara, una flauta. Un hueso de cordero, unas flores, un tenedor, un cuchillo de bolso, una rama de romero, pintura azul, algodón, alcohol, fósforos, una banda adhesiva, una caja de hojas de afeitar, una silla, un bisturí, una rosa, jabón, hilo, cuerdas de cuero, una pipa, un broche de seguridad, una pluma de ave, vendas, una lanza metálica, una sierra, una hoja de papel en blanco, un plato, azufre, aceite de oliva, alambre, un vaso, miel, una cámara Polaroid. También había una pistola y una bala.

A las ocho en punto de la noche, la obra de arte comenzó. Se prolongaría por seis horas y no debía ser interrumpida por nada del mundo. Todo fue una muestra de regocijo y urbanidad, al menos en las primeras tres horas de la presentación. El público, consciente de que formaba parte de una obra de arte, fue amable, participativo, cordial y amistoso. Besaron a la artista, le pusieron rosas en las manos, pétalos en el cuerpo, celebraron el arte con miel y vino, como los antepasados griegos, comieron las uvas de la buena vid, hicieron dibujos alegóricos con la pintura, esparcieron el olor del romero en torno a Marina.

La artista -nacida en la
La artista -nacida en la ex Yugoslavia- sobre la mesa cuando todavía tenía la ropa que luego fue cortada por la gente (Martina Abramovic Institute)

Pero a las tres horas, todo giró hacia la violencia. Primero con algunos indicios y luego con súbita rapidez, como se extiende el fervor de una hoguera, la pasividad de Marina fue puesta a prueba, y también su concepción del arte. Un hombre usó un cuchillo para hacerle un tajo en el cuello, de donde bebió la sangre de la herida; Marina mantuvo el control, impasible. Le colocaron un sombrero en la cabeza y le pusieron frente a la cara un espejo donde estaba escrito con lápiz de labios “Io sono libero – Yo soy libre”. Otro espectador escribió “End – Fin” en la frente de la artista; usaron las hojas de afeitar para destrozar sus ropas hasta dejarla desnuda, manosearon su cuerpo, exploraron sus huecos, lastimaron sus pezones, la agredieron sexualmente. Después, entre cuatro personas, colocaron su cuerpo en la mesa, las piernas abiertas, y clavaron un cuchillo entre ellas. El fervor homicida crecía al ritmo de las vejaciones y humillaciones. Los espectadores llegaron a colocar en la pistola la única bala de la muestra, pusieron el arma en la mano de Abramović y dirigieron el cañón hacia su cuello.

Esta última acción, una especie de ruleta rusa inducida, dividió al público en dos facciones que se enfrentaron: por un lado, quienes querían proteger a la artista y, la más numerosa, empeñada en extender sus abusos. Tanto se acercó todo al límite, que los guardias, que tenían orden estricta de no intervenir, se apoderaron de la pistola cargada y la tiraron por una ventana. Sobre el final, la obra de arte terminaba a las dos de la mañana, Abramović llevaba una cadena al cuello, con eslabones a los que se les había entrelazado el tallo espinoso de un rosal. Una mujer, con espíritu bíblico, secó con su pañuelo las lágrimas que rodaban por las mejillas de la artista. El galerista Lucio Amelio usó la máquina Polaroid para tomar algunas fotos de todo aquello y puso tres o cuatro entre los dedos de la inmóvil Abramović.

Marina Abramovic y Ulay, su
Marina Abramovic y Ulay, su pareja, desnudos en la muestra de 1977 llamada Imponderabillia (Marina Abramovic/Lisson Gallery)

A las dos de la mañana sucedió algo extraordinario. La obra de arte terminó, según lo previsto. Marina, después de tres horas de vejámenes, abandonó su pasividad, su quietud, cobró de nuevo vida e intentó aproximarse al público: había dejado de ser el objeto, volvía a ser la persona, la artista. La gente huyó espantada de la sala. El crítico de arte estadounidense Thomas McEville, uno de los testigos de la presentación, recordó luego con cierto espanto: “Durante la tercera hora le desgarraron la ropa con hojas de afeitar; durante la cuarta hora empezaron a hacerle cortes, fue agredida sexualmente…”

Abramović analizó el resultado de su obra de arte efímero, que la había puesto al borde de la muerte: “Lo que aprendí fue que, si dejas que el público decida, te pueden matar. Me sentí verdaderamente atacada: me cortaron la ropa, me clavaron las espinas de las rosas en el estómago, una persona me apuntó a la cabeza con la pistola y otra se la quitó. Después de seis horas, según el plan, empecé a moverme, porque todo ese tiempo había estado ahí para ellos, como una marioneta. Y en ese momento, todos escaparon para evitar un enfrentamiento real”. Luego sintetizó: “Este trabajo revela lo que hay de horrible en la gente. Esto muestra a qué velocidad puede alguien decidirse a herirte cuando está autorizado. Esto muestra hasta qué punto es fácil deshumanizar a alguien que no se defiende. Esto muestra que la mayor parte de la gente ‘normal’ puede volverse muy violenta en público si se les da la posibilidad”.

De aquellas tres horas terribles en las que su vida paseó al borde del abismo, Abramović guarda memoria fiel e imborrable. Sin embargo, un hecho todavía la asombra y no ocurrió en el Studio Morra de Nápoles: esa misma noche, cuando Marina regresó a su hotel y se miró en el espejo, notó que algunas hebras de su pelo habían encanecido.

Marina Abramovic en junio pasado.
Marina Abramovic en junio pasado. Hizo una perfomance en el Festival de Glastonbury en Worthy Farm, Pilton, Somerset, Ingalterra (REUTERS/Dylan Martinez)

La vida de Marina Abramović siguió su curso exitoso, provocador y turbulento; sus performances siguieron la huella de las de los años 70, aunque ninguna alcanzó el arrebato riesgoso de Rhythm 0. En abril de 2015 estuvo en Buenos Aires para abrir la Primera Bienal de Performance de la Argentina. La ovacionaron en reconocimiento a su calidad de pionera en la exploración artística de la espiritualidad y ella agradeció con una voz pausada, grave, de profundas resonancias. En esos días fue entrevistada por Marcela Costa Peuser y Marina Oybin. A ellas les dijo el porqué del giro que el siglo XXI había dado a su expresividad, que hurgaba ahora en la mente lo que antes buscaba en su propio cuerpo: “Fue un cambio gradual. Primero estaba interesada en los límites del cuerpo; ahora me focalizo en los límites de la mente. Sólo usamos el treinta y tres por ciento de nuestro cerebro. Muchos piensan que ahora mi trabajo es más fácil, pero en realidad cortarse no es algo muy difícil: sólo hay un poco de sangre. En cambio, adentrarse en este océano desconocido que es la mente, entrar en contacto con lo inconsciente, es realmente difícil.”

Obras, amores y premios de Abramović son parte de otra gran y agitada historia. Para ejemplo, con el amor de su vida, el artista alemán Uwe Lausiepen, conocido como Ulay, idearon una presentación titulada “Death self – La muerte misma”. Consistía en unir sus labios e inspirar el aire expelido por el otro, hasta agotar todo el oxígeno posible. Diecisiete minutos después del inicio, los dos cayeron al piso, inconscientes porque tenían los pulmones llenos de dióxido de carbono. La obra, explicaron, exploró la habilidad humana para absorber la vida de otra persona, modificarla y destruirla.

En 1988, después de varios años de una relación borrascosa y levantisca, Marina y Ulay, que murió de cáncer en 2020, decidieron partir desde puntos opuestos de la Gran Muralla China y caminar a lo largo de noventa días hasta encontrarse en un punto medio y darse el adiós para siempre.

Junto a Ulay, Marina Abramovic
Junto a Ulay, Marina Abramovic hizo otra demostración que se llamó “Death self – La muerte misma”. Estuvieron "conectados" por la boca. La foto es de una muestra de marzo pasado en la que se realizó una retrospectiva de la obra de la artista serbia (Nick Gammon/AFP)

En marzo de 2010, el Museo de Arte Moderno de New York, MOMA, inauguró una gran muestra retrospectiva de la obra de Abramović que incluyó videos de los años 70, fotografías y documentos, una recreación de sus performances encarada por actores. Marina armó allí la más extensa performance de su vida: 736 horas sentada frente a una mesa en el atrio del museo, para que los espectadores, por turno, pudieran sentarse y compartir la presencia de la artista. El día de la inauguración, uno de los espectadores sorprendió a la artista: era Ulay, que reaparecía veintitrés años después del adiós en la Muralla China.

En 2021, entre tantos muchos otros premios, Marina Abramović recibió el premio español Príncipe de Asturias de las Artes por “su valentía en la entrega del arte absoluto y su adhesión a la vanguardia”, según el acta del jurado.

En aquel reportaje de 2015 en Buenos Aires, Marina dejó otra frase que resumía de alguna forma su vida. Recordó a sus entrevistadoras un peligroso momento de su adolescencia cuando, a los catorce años, jugó a la ruleta rusa con una amiga con una pistola que era de su madre. “Allí entré pánico porque tomé conciencia: estaba jugando con la muerte. Me gusta jugar con los límites, pero amo demasiado la vida. No me quiero morir y no me quería morir entonces”.

Esto último no deja de ser otra forma de consagrar el arte.

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