Fueron cinco tiros. Los últimos dos apuntaron directo a la cabeza y fueron disparados a muy corta distancia. Cuando Dianne Feinstein, presidenta de la Junta de Supervisores de la ciudad de San Francisco, abrió la puerta de la oficina desde la que había escuchado gritos y tiros, encontró a Harvey Milk tirado en el piso, rodeado por el charco que formaba su propia sangre.
Los disparos que asesinaron a Milk, el primer funcionario abiertamente gay en acceder a un cargo público a través de una elección en los Estados Unidos, no fueron los primeros que tronaron en el Ayuntamiento de la ciudad californiana de San Francisco ese 27 de noviembre de 1978, hace 48 años. Apenas unos minutos antes, el mismo homicida se metió en la oficina del alcalde George Moscone y lo acribilló. Al día siguiente, el diario local San Francisco Examiner titularía su tapa así: “Una ciudad en agonía”.
La conmoción fue inmediata y masiva. Unas horas después de que Feinstein anunciara la muerte de Milk y Moscone, la calle Castro estaba convulsionada y organizando la procesión de velas con la que se desplazarían hasta el lugar de los hechos: el ayuntamiento. Entre 25.000 y 40.000 personas caminaron desde la avenida en la que Milk se había convertido en el gran protagonista del activismo gay hasta el escenario de su homicidio.
San Francisco era, desde hacía algunos años, una ciudad en la que mujeres y sobre todo varones homosexuales se concentraban mucho más densamente que en cualquier otro lugar de los Estados Unidos.
Harvey Milk había sabido escuchar y representar a esa población. Y le había volado la cabeza Dan White, un colega suyo de la Junta de Supervisores, hijo de una familia irlandesa católica y único integrante de ese organismo que había votado en contra de la iniciativa de Milk que impulsaba una mejora en los derechos civiles del colectivo LGBT. Un hombre que, apenas se entregó, contó con el apoyo de cientos de policías que incluso se ponían remeras con la leyenda “Liberen a White”.
Un destino que ni él mismo buscó
Harvey Milk no se sintió especialmente llamado a ocupar un lugar en la vida pública de su país cuando era apenas un joven. Eso tardaría en llegar, como también tardaría en llegar su salida del clóset: supo que era gay cuando era adolescente, entabló relaciones sexuales y amorosas con otros varones desde entonces, pero se sintió conminado a vivir todo eso a escondidas durante muchos años.
Nacido en Nueva York en 1930, jugó al fútbol americano durante la escuela secundaria y fue por esos años que se enamoró de la ópera. Transitó los años sesenta dispuesto a experimentar lo que esa época traía consigo: la contracultura fue clave para que se alejara de las ideas más conservadoras que había vivenciado en su casa familiar y para que empezara a sentir la libertad de amar en público a quien quisiera.
Empezó a saber que lo que tenía para decir podía atraer a otros cuando publicó sus primeros artículos en un periódico universitario: sus textos llamaban la atención, lo buscaban para debatir, lo encontraban sociable, simpático e histriónico. Con gran capacidad para captar y retener la atención de sus interlocutores. Se recibió de profesor de Matemáticas, profesión que ejercería algunos años más tarde y que, además, sentaría las bases para su buen desempeño en las áreas financieras de las empresas en las que trabajaría más adelante.
Se unió a la Marina y fue parte, como oficial de buceo, de un barco de rescate que sirvió a su país durante la Guerra de Corea, en 1955. Vio y sobre todo sufrió la discriminación que padecían -por parte de la institución y de otros oficiales- los gays que formaban parte de alguna fuerza.
Lo expulsaron de la Marina. Recibió una baja “no honorable”, vinculada a que lo habían encontrado manteniendo relaciones con otros soldados. Fue uno de los miles de expulsados por ese motivo, y esas expulsiones masivas serían un enorme pilar para que San Francisco se convirtiera en el epicentro del colectivo gay hacia los años sesenta y setenta.
Es que, como la ciudad era además uno de los puertos más importantes de los Estados Unidos, desembarcaban allí muchos de los ex integrantes del Ejército y otras fuerzas. Y para no volver con sus familias en medio de la vergüenza que les producía una expulsión por demás agresiva, se afincaban en la ciudad californiana.
Milk no llegó así a afincarse en San Francisco. Después de su expulsión y antes de instalarse allí, pasó de nuevo por Nueva York y estuvo a punto de instalarse en Miami para casarse con una amiga lesbiana: el casamiento sería para “guardar las apariencias” y cada uno haría su vida. Desistió del plan por estar en medio de un romance de los importantes en la Gran Manzana, donde trabajó primero como profesor de Matemáticas y, después de que los docentes gays padecieran discriminación constante y acusaciones vinculadas al abuso sexual infantil, como vendedor de seguros y como analista para una empresa que operaba en la Bolsa de Wall Street.
Un amor lo hizo conocer San Francisco y otro amor, por trabajo, lo hizo conocer el mundo del teatro. Fue acompañando a ese hombre a ensayos y funciones donde terminó de aprender la importancia del histrionismo para ser el protagonista del lugar. Esa lección no premeditada sería una pieza fundamental para sus próximos años. Pero Milk todavía no lo sabía.
Castro Street, el Big Bang del activismo
Separado del hombre que le había hecho conocer San Francisco y sin demasiada claridad sobre su futuro laboral ni sobre su verdadera vocación, en los albores de los setenta, Milk decidió que viviría en esa ciudad de California. Nunca había estado tan en contacto con la comunidad de la que se sentía parte, aunque todavía no hubiera hecho pública su orientación sexual. Tampoco había estado tan vinculado con las presiones y privaciones cotidianas que esa comunidad sufría. San Francisco le ofrecía todo eso junto.
Llegó con pocos dólares a la ciudad. Pero los suficientes como para abrir Castro Camera, un local dedicado a la fotografía, justo sobre la avenida con ese nombre, que era el epicentro de la vida de un barrio en el cual se concentraba especialmente la población homosexual.
Tal vez la vocación de funcionario público de Milk haya terminado de asomar la mañana en que un docente de una escuela que dependía de la ciudad entró a pedirle prestado un proyector para dar clases, y le explicó que el equipamiento de esa escuela no funcionaba. La indignación de Harvey fue total. Tanto que sus amigos recordarían el enojo y la angustia que transmitía al contar ese pedido, así como recordarían la vehemencia y hasta violencia con la que Milk asistía a las noticias sobre el escándalo de Watergate.
Hacia 1973, un agente del Estado entró a Castro Cámara a exigir un pago de 100 dólares como depósito en garantía por el impuesto estatal. Milk terminó a los gritos, defendiendo los derechos de los comerciantes y exigiendo una reducción que finalmente consiguió: tuvo que pagar 30 dólares, después de batallar contra sobretasas en las oficinas centrales del estado de California.
“Llegué al punto en el que sabía que tenía que implicarme o callar”, contó el funcionario en una entrevista, cuando ya era un personaje público relevante y notorio en su ciudad. La llama de su vocación de activismo y servicio estaba encendida, y todo había nacido en Castro. Es que, después del episodio del impuesto estatal, el local de Milk se volvió una sede de reuniones periódicas entre comerciantes buscando la mejor manera de convivir con los impuestos. También, un núcleo de la vida gay de su distrito. Aunque eso no les gustara a otros referentes del colectivo asentados desde hacía años atrás en la ciudad.
A las urnas
Sin tomar demasiada carrera desde el episodio en Castro Camera, Harvey se presentó por primera vez a elecciones como supervisor de la ciudad en 1973. Los medios locales lo comparaban con alguien formado en el mundo del teatro por ser animado, extravagante y hasta “descarado” a la hora de conquistar a su audiencia. No ganó, no le alcanzaron los votos, pero ya nadie podía decir que no sabía quién era allí en San Francisco.
Con ese respaldo, Milk protagonizó las luchas del colectivo gay contra las iniciativas de funcionarios y vecinos que pretendían segregarlos aún más, e intentó la mayor igualdad posible. Insistió, además, para que los integrantes del colectivo funcionaran de la forma más integrada posible entre sí para conseguir mejores objetivos. Por ese entonces, la Policía era una institución de una larga tradición conservadora y católica. Milk y su desparpajo representaban todo un desafío.
Esas fuerzas protagonizaban una persecución salvaje hacia el colectivo LGBT. Eran tiempos de irrupción repentina y violenta y bares gay. El sexo oral aún se consideraba un delito, y los oficiales patrullaban los parques para arrestar a hombres que, por evitar la persecución en bares, estuvieran juntos en un espacio público.
Toda esa intromisión gubernamental en la vida privada de las personas era algo a eliminar de raíz, según la plataforma electoral con la que Milk se presentó a las primeras elecciones de las que participó. A la vez, teniendo en cuenta la segregación que los rodeaba como colectivo, Harvey instaba a sus integrantes a comprar en negocios de la comunidad para alentar la actividad de sus referentes. Faltaban algunos años, aunque no demasiados, para que Harvey Milk instara a sus pares a algo todavía más significativo: salir del clóset para alentar a los más oprimidos a poder hacerlo. Milk insistiría con esto constantemente. Incluso después de muerto.
Los métodos de Harvey para hacer campaña eran rústicos y eficaces: ponía letreros a algunos promotores y él mismo se presentaba en la calle a explicar sus objetivos. Con la promesa de volver a dar importancia a los barrios y descentralizar un poco San Francisco, consiguió el apoyo de vecinos, bomberos y sindicatos.
Era un impulsor del crecimiento del comercio local y de que el avance inmobiliario no complicara otras actividades de la ciudad. Pero sobre todo, un impulsor de una mejor vida para su colectivo. En 1977, después de perder nuevamente en 1975, Harvey Milk se convirtió en supervisor de San Francisco por el distrito de Castro. Y en el primer funcionario abiertamente gay en ser elegido por votación en ese país.
Impulsó la iniciativa para que la población gay fuera aceptada en la Policía, aunque costó carísimo eso entre los oficiales. Escuchó las demandas de ese colectivo y de otros para llevarlos al centro de la discusión, y fue muy hábil en detectar necesidades e indignaciones de su electorado: con ese radar fue que terminó por impulsar una norma para que cada dueño levantara la caca de su perro en la calle, algo que hasta ese momento no ocurría.
El avance conservador en distintos rincones de los Estados Unidos, y las prohibiciones al colectivo gay que eso supuso, impactó positivamente en la campaña de Milk entre sus pares. Uno de sus lemas era que no querían intermediarios ni traductores, sino “gays que representen a gays”.
Apenas llegó a su cargo como supervisor, Harvey puso en marcha una ley de derechos civiles que prohibía la discriminación basada en la orientación sexual. “No conseguiremos nuestros derechos quedándonos callados en nuestros clósets. Saldremos de allí para luchar contra las mentiras, los mitos, las distorsiones”, vociferó Milk en la Marcha del Orgullo de 1978, la más masiva hasta ese momento. Ya estaba en funciones.
Instrucciones para sobrevivir a la muerte
A medida que el nivel de popularidad de Milk crecía, también crecía el repudio que causaba en determinadas poblaciones. Según él mismo contó, desde la recta final de su campaña electoral hasta 1978, el año en que llegó a ejercer como supervisor, recibió varias amenazas de muerte.
Eso, percibirse constantemente en peligro, lo llevó a dejar instrucciones para que su entorno más cercano cumpliera en caso de que lo asesinaran. Los disparos fueron en la mañana del 27 de noviembre de 1978. El alcalde Moscone estaba por dar una conferencia de prensa para anunciar al sucesor de White, que había renunciado unos días antes y se había arrepentido de la renuncia unos días después.
White pidió volver después de acusar de corrupción a buena parte del gobierno de San Francisco. Moscone, que en un principio le había dicho que sí, se convenció de que no había motivos para dejarlo volver al plantel. Milk fue su principal apoyo para sostener ese no rotundo. White entró por una ventana al Ayuntamiento, una hábil y simple forma de evitar el detector de metales que hubiera sonado por su arma. Primero ejecutó al alcalde, después a Harvey. Y escapó.
Milk sabía que una muerte precoz podía ser parte de su destino, aunque tal vez el brazo ejecutor lo sorprendió en sus últimos minutos. Habían sido buenos compañeros de la Junta de Supervisores, con la salvedad de que White insistía en segregar a la población gay.
Harry Britt era uno de los cuatro nombres que Harvey había propuesto para que lo sucedieran ante las autoridades, en caso de ser necesario. Britt juró ante las autoridades del Ayuntamiento y asumió su cargo de supervisor.
Esa, sin embargo, no fue la directiva más potente de Milk. También escribió: “Si una bala atraviesa mi cerebro, dejen que esa bala destruya las puertas de todos los armarios”. Se trataba de un último llamado a que cada integrante del colectivo LGBT, sobre todo los más encumbrados, hicieran pública su orientación sexual para, de esa manera, hacer que los más jóvenes y los más oprimidos se sintieran un poco menos solos e, incluso, hasta se animaran a contar su verdad.
Harvey había pasado el último tiempo de su vida instando a profesionales reconocidos en distintas áreas, desde abogados hasta médicos, a que contaran sobre su orientación sexual. Esa invitación se mantuvo a lo largo de sus últimos años e incluso después de su asesinato.
“Su vida fue una inspiración a todas las personas comprometidas con la igualdad de oportunidades y el fin de la intolerancia”, dice la lápida que lo recuerda, en San Francisco. La ciudad en la que fue supervisor, muy cerca de donde funcionó su local de fotografía que se convertiría en algo así como una unidad básica, tiene ahora una plaza que lleva su nombre y donde flamea la Bandera del Orgullo. Fue Milk quien encargó un símbolo que pudiera unir a todo el colectivo LGBT. Fue el diseñador Gilbert Baker quien, siguiendo instrucciones de Milk, logró esa especie de arcoíris que resulta inconfundible en la actualidad.
El asesinato de Harvey fue tapa de diarios locales y nacionales. La comunidad de Castro entró en shock apenas supo la noticia, aunque logró organizarse para exigir justicia. White se salvó, gracias a su defensa y a una fiscalía sin grandes pretensiones, de la prisión perpetua. Fue condenado sólo a siete años, por lograr convencer al jurado de que sus actos habían sido parte de una situación de “emoción violenta”. Lo liberaron antes de cumplir esa condena, por buena conducta. Se encerró en un auto hasta asfixiarse en 1985.
Para ese entonces, siete años después de su asesinato, la figura de Harvey Milk no había dejado de crecer. La revista Time lo nombró uno de los héroes de la vida civil del siglo XX, y Barack Obama, apenas comenzada su Presidencia, lo premió con la mayor distinción a un civil que otorga el gobierno norteamericano.
Harvey Milk había cambiado la historia de su país, aunque le dieran muy poquito tiempo para enterarse.