La mañana del sábado 21 de noviembre de 1953, los lectores del Times de Londres se toparon con una noticia pequeña en una de las páginas interiores del diario. Ya habían leído la información más importante del día sobre el acuerdo entre Gran Bretaña, los Estados Unidos y Canadá para intercambiar información sobre “los efectos de las armas atómicas sobre los seres humanos y el medio ambiente” y el aumento de la ayuda militar de Washington a Francia para lograr una “victoria militar decisiva” en Indochina. La otra, en cambio, se trataba de una noticia de corte científico que reproducía partes de un artículo que se publicaba -ese mismo día- en el boletín del Museo Nacional de Historia Natural británico con el título “La solución del problema de Piltdown”.
El artículo estaba firmado por tres especialistas de renombre, Kenneth Oakley, Wilfrid Le Gros Clark y Joseph Weiner, y ponía fin a uno de los fraudes científicos más grandes del Siglo XX: el del Eoanthropus Dawsoni -conocido también como “el hombre de Piltdown-, que había sido presentado cuatro décadas antes como la prueba de que el famoso “eslabón perdido” entre el mono y el hombre había habitado en territorio inglés hacía 500.000 años.
Del Hombre de Piltdown se había encontrado solamente un cráneo y lo que Oakley y sus colaboradores acababan de demostrar es que esa famosa pieza ara en realidad un montaje realizado a partir de una mandíbula de simio moderno que había sido hábilmente fusionada a los fragmentos craneales de otra especie. La comprobación del engaño no solo eliminaba al Eoanthropus dawsoni de los registros antropológicos y permitía reorientar las investigaciones sobre la evolución humana, sino que acababa con el prestigio del hombre que se había hecho famoso con su supuesto descubrimiento: el abogado, coleccionista de antigüedades y arqueólogo vocacional Charles Dawson.
Si se hace una lista de los elementos utilizados para perpetrar el engaño, más que un fraude científico el Hombre de Piltdown parece el resultado de una broma infantil: un fragmento de cráneo humano, la parte de una mandíbula de chimpancé con dos dientes, un hueso de elefante afilado, restos de animales presuntamente cazados por un homínido y algunas piedras pulidas. Sin embargo, con esas piezas dispersas, articuladas caprichosamente en un forzado rompecabezas, durante más de cuatro décadas se sostuvo una teoría evolutiva que hoy causa gracia.
Si el engaño se sostuvo tanto tiempo se debió a que, además de Dawson, contó con la participación -consciente o no- de dos importantes figuras científicas de la época: el paleontólogo Arthur Smith Woodward, presidente de la Sociedad Geológica británica y conservador de Geología del Museo de Historia Natural de Londres y el jesuita francés Pierre Teilhard de Chardin, a quien se debe la idea de “la santa evolución”, donde propuso que las teorías antropológicas del creacionismo y de la evolución no eran contradictorias sino que podían complementarse.
El gran hallazgo
Todo comenzó en 1912, cuando Dawson le escribió una carta a su amigo Woodward para darle una noticia bomba: en un yacimiento de grava cercano a Piltdown, en el condado de Sussex, había descubierto fragmentos de un cráneo humano fósil de medio millón de años de antigüedad. Le decía también que el primer trozo de cráneo se lo había entregado un trabajador del yacimiento en 1908 y que luego él mismo había encontrado más restos.
Woodward no demoró en responderle a Dawson que viajaría para trabajar con él en el yacimiento. La asociación les convenía a los dos: el arqueólogo aficionado no tenía el prestigio académico necesario para darle entidad a su descubrimiento, mientras que al presidente de la Sociedad Geológica el hallazgo le permitía sumarse a lo que pronto consideró uno de los descubrimientos más importantes del siglo.
Entre junio y septiembre de 1912, Dawson y Woodward excavaron el yacimiento con la ayuda de algunos colaboradores y encontraron lo que supusieron que eran fragmentos adicionales del cráneo, la parte de una mandíbula, algunas piezas dentales, fósiles de animales y una herramienta fabricada con un hueso que tenía toda la apariencia de un palo de cricket. Mientras realizaban los trabajos, los amigos asociados en el descubrimiento recibieron la visita de Teilhard de Chardin, antropólogo y paleontólogo reconocido internacionalmente, que se sumó a las tareas en el yacimiento.
Presentado en sociedad
Con las piezas que tenían, el 18 de diciembre de 1912, Dawson y Woodward mostraron la reconstrucción del cráneo del presunto homínido, bautizado como Eoanthropo (“hombre del alba”) dawsoni, en la Sociedad Geológica. Al presentarlo en público, lo señalaron como un eslabón perdido entre los simios y los humanos con una antigüedad de medio millón de años.
El “descubrimiento” revolucionó al mundo científico y generó, además, no pocas polémicas. El hombre de Piltdown presentaba una combinación de características nunca vistas en otros homínidos fósiles: tenía un cráneo grande pero su quijada era idéntica a la de un simio. El volumen del cerebro fue calculado primero en 1,070 centímetros cúbicos y más tarde entre 1,397-1,500 centímetros cúbicos, dos mediciones que eran cercanas al volumen promedio de los seres humanos modernos. En cambio, la mandíbula no se correspondía con la de ningún fósil humano conocido y hubo quienes sostuvieron que incluirla en la reconstrucción era un error, porque parecía corresponder mucho más a la de un chimpancé o la de un orangután.
Sin embargo, los presuntos rasgos del Eoanthropus, más humano en su cráneo y más simio en su mandíbula, encajaban en la errónea teoría de entonces de que la evolución del cerebro humano había precedido a los cambios en la mandíbula para adaptarse a una nueva alimentación. Además, el hueso de elefante tallado parecía garantizar la inteligencia del espécimen recién descubierto.
Cuna de la humanidad
No fueron pocos los científicos británicos que se mostraron confundidos por las extrañas características del “Hombre de Piltdown”, pero la mayoría prefirió guardar silencio en lugar de cuestionar el hallazgo. Al margen de las razones estrictamente antropológicas, había cuestiones geopolíticas de peso que entraban en juego. Cinco años antes, en 1907, el antropólogo alemán Otto Schoetensack había descubierto el Hombre de Heidelberg, el fósil humano más antiguo conocido hasta entonces. En el ambiente enrarecido que conduciría a la Primera Guerra Mundial, en el ambiente científico británico aquella “ventaja” alemana en la teoría de la evolución resultaba incómoda, y el Hombre de Piltdown podía ser la respuesta. Dawson era perfectamente consciente de esto, tanto que en su carta a Woodward le había anticipado que su hallazgo sería un rival capaz de superar al Homo heidelbergensis. Con el Eoantropus dawsoni, Inglaterra pasaba al frente en la teoría de la evolución.
“Woodward afirmaba que el Hombre de Piltdown debía considerarse como el eslabón perdido que probaba la teoría de Darwin sobre la evolución. El anuncio llegó en un momento en el que en todas partes del mundo surgieron fósiles, desde Europa continental hasta Asia y África. Pero jamás había aparecido ninguno en Inglaterra. De esta manera, Gran Bretaña se transformaba en la cuna de la humanidad”, explica el divulgador científico argentino Pablo Marchetti.
A pesar de las controversias -y de cuestionamientos cada vez más fuertes- el Hombre de Piltdown consiguió sostenerse como “eslabón perdido” durante más de cuatro décadas. “Una de las razones para que ‘sobreviviera’ fue que después de su presentación en la sociedad Geológica fueron muy pocos los científicos a los que se les permitió verlo”, explica la paleoantropóloga Isabelle Groote.
Pruebas concluyentes
Hubo que esperar cuatro décadas, con los avances científicos pertinentes, para que no quedaran dudas de que el Eoantropus dawsoni era un completo engaño. El encargado de destruirlo fue otro inglés, el investigador del Museo Británico Kenneth Oakley, que para la década de los ‘50 había desarrollado una técnica para analizar el contenido en flúor de los fósiles y así conseguir una datación mucho más próxima de los restos que la que se podía hacer a simple vista o por las características del lugar donde se los encontraba. Con el método de Oakley, la datación se podía hacer comparando un fósil con otro de acuerdo con el flúor absorbido del entorno. En otras palabras, a mayor antigüedad, mayor cantidad de flúor.
En un primer análisis, los resultados determinaron que el cráneo y la mandíbula podrían haber pertenecido a un solo individuo. Sin embargo, luego Oakley comparó todos los huesos, humanos y animales, encontrados en Piltdown y demostró que el supuesto Eoantropus no había vivido hacía 500 mil años, apenas si había existido hacía 50 mil.
Este cambio convirtió el Hombre del Alba en un absurdo evolutivo que no se ajustaba a ninguno de los hallazgos anteriores. Más tarde también demostró que los seres de los que procedían el cráneo y la mandíbula habían vivido en distintas épocas, por lo que esos restos no podían pertenecer a un mismo ejemplar. Finalmente, el dentista A.T. Marston determinó que la mandíbula correspondía a un orangután, el diente suelto a otro simio y el cráneo a un homo sapiens.
“Una carrera de engaños”
Cuando Oakley y sus colaboradores demostraron que el Hombre de Piltdown era puro fraude, tanto Dawson como Woorward llevaban años reducidos a la misma condición que su supuesto descubrimiento: eran solamente huesos. Por lo tanto, nadie pudo interrogarlos y averiguar las razones que los habían llevado a inventar y “fabricar” el falso fósil.
La motivación de Dawson se ha atribuido a su ambición por lograr el reconocimiento científico. “Piltdown no es tanto un fraude aislado sino el acto final de una carrera de engaños, 38 en total, que Dawson creó para promover su estatus académico. Cuando murió, en 1916, Piltdown murió con él; no hubo más hallazgos allí, aunque la búsqueda continuó durante 21 años. Era un maestro del fraude”, asegura el arqueólogo Miles Russell, autor de El hombre de Piltdown: La vida secreta de Charles Dawson.
Ya en el siglo XXI, el análisis con nuevas técnicas de los restos originales reveló que el modus operandi de Dawson fue el mismo para la creación de todos los falsos fósiles: tiñó las muestras de marrón, relleno las grietas con gravilla y las selló con una masilla que se utilizaba en la odontología de la época.
Por mucho tiempo se acusó a Dawson de ser el único culpable en el engaño, pero nunca se disiparon todas las sospechas que se ciernen sobre la figura el jesuita francés Pierre Teilhard de Chardin. Para 1912, cuando se sumó a las excavaciones de los dos ingleses en Piltdown, acababa de ser ordenado sacerdote, estudiaba paleontología y venía de realizar trabajos en yacimientos de diferentes países. Entre los estudiosos del fraude del Eoanthropus dawsoni hay quienes sostienen que Teilhard pudo haber sembrado en el yacimiento de grava de Sussex algunos fósiles que había recogido en otros lugares.
Durante toda su vida, el jesuita guardó un llamativo silencio sobre el tema, tanto que en los 23 libros que reúnen su obra científica, filosófica y epistolar, solo menciona el caso en una oportunidad y de manera muy elíptica. Si participó o no del fraude, es un secreto que se llevó a la tumba.
Hoy, cuando se cumplen 71 años del descubrimiento del engaño, el fraudulento hombre de Piltdown parece una broma de la historia de la ciencia, pero en su momento fue tomado muy en serio. “El cuerpo científico cayó completamente en la trampa, no porque el cráneo de Piltdown fuera demostrablemente antiguo y genuino, sino porque este encajaba con los fuertes prejuicios sobre lo que debían ser nuestros antepasados”, escribió el antropólogo Richard Leakey en La formación de la humanidad.