“Escuché a todos los oradores y ya no me queda paciencia. Soy una trabajadora, una de las que hace huelga frente a condiciones intolerables. Estoy cansada de escuchar a oradores que dicen generalidades. Estamos acá para decidir si vamos o no al paro, mi moción es que vayamos a un paro general”. El 22 de noviembre de 1909, la ucraniana Clara Lemlich tenía 23 años y era una de las miles de trabajadoras de una industria textil en expansión total en Nueva York. Era, más específicamente, una camisera.
Ese llamado urgente a la acción fue eficaz: Lemlich, que había huido junto a su familia de un pogromo en su tierra y que se había instalado en el sureste de Manhattan, donde vivían miles de inmigrantes judíos de Europa del Este e italianos, organizó la votación. Se confirmó que al día siguiente, hace exactamente 115 años, empezaría el paro. Una medida que, por su impacto, pasó a tener un nombre histórico: la Huelga de las Camiseras.
Para entender por qué una huelga de camiseras y camiseros tuvo enorme gravitación en la Nueva York de principios de siglo XX hay que saber más sobre ese escenario. Para empezar, a fines del siglo anterior la camisa había pasado a ser una prenda ya no restringida a las clases más aristocráticas, sino más bien extendida entre la clase media y hasta algunos trabajadores de oficinas o fábricas. Los avances tecnológicos, especialmente los vinculados a las máquinas de coser, habían abaratado los costos de producción de la ropa, lo que hizo que muchas prendas fueran más accesibles para el público general.
A la vez, Nueva York era el destino elegido por gran cantidad de migrantes que huían del zarismo y del antisemitismo en Europa del Este, y también del hambre en Italia. Esas comunidades fueron las que poblaron las zonas más pobres de la Gran Manzana y sus alrededores, a veces hasta en condiciones que rozaban el hacinamiento.
No sólo poblaban Nueva York, también poblaban las fábricas. Para 1909, Nueva York tenía unos seiscientos talleres, fábricas y tiendas vinculadas al vestido. Todos esos establecimiento daban trabajo -en pésimas condiciones- a alrededor de 30.000 personas, y las mujeres ocupaban entre el 60% y el 70% de los puestos menos calificados y peor pagos. En promedio, una mujer ganaba de 3 a 4 dólares semanales frente a 7 a 12 que ganaba un varón. Eran tiempos de voto exclusivamente masculino y de ver a la mujer como alguien que, en caso de participar del mercado laboral, lo hacía de manera temporal: su destino, en aquella época, era tener hijos, criarlos y sostener el matrimonio.
A un pago deliberadamente bajo se sumaban otras condiciones laborales opresivas, casi de esclavitud en algunos casos. Cada trabajador debía estar 65 horas semanales en los talleres, a veces hasta 75 si se trataba de la temporada alta. Las mujeres debían aportar su propio material de trabajo, desde la aguja o el dedal hasta la propia máquina de coser. En algunos casos extremos, incluso se les descontaba del salario el uso de energía eléctrica.
Las condiciones de los espacios físicos eran insalubres y peligrosas. Un trabajo de precisión visual como el que hacían las camiseras se hacía durante 12 ó 13 horas seguidas a la luz de velas a gas, excepto que se tuviera la suerte de estar cerca de alguna ventana, algo que ocurría poquísimo. Además, los capataces cerraban con llave las puertas de los talleres para que nadie saliera ni siquiera en su media hora de almuerzo a descansar. Ese encierro sería letal en algunos incendios fabriles.
A esas condiciones se sumaban otras: las mujeres obreras sufrían acoso sexual y acoso laboral, la desigualdad salarial no era parte de los reclamos de sindicatos que estaban habitualmente conducidos por varones. Y además, los empleadores discriminaban sin tapujos y desde el salario a quienes estaban afiliados a un sindicato respecto de quienes no lo estaban.
Todo eso fue lo que hizo que Clara Lemlich perdiera la paciencia en el acto que se llevaba a cabo aquel 22 de noviembre. Esas fueron las condiciones que denunció como insoportables ante 3.000 trabajadores, y contra esas condiciones laborales fue que lucharon los que votaron la huelga. Una huelga que empezó un 23 de noviembre y que, pese a la resistencia de varias de las fábricas y talleres más resonantes de Manhattan, logró mantenerse en pie durante once semanas, en plena temporada alta y a muy poco de que se celebrara la Semana de la Moda en Nueva York.
La Huelga de las Camiseras no sólo fue histórica por su duración. También lo fue por su nivel de adhesión, y lo sería por las consecuencias que desplegó en el mundo industrial y sindical. En un universo en el que trabajaban unas 30.000 personas, al menos 20.000 fueron parte del paro. Por eso también se lo llamó Levantamiento de las 20.000, teniendo en cuenta que fue protagonizada mayoritariamente por mujeres.
Como se trató de una medida resonante, logró captar la atención de organizaciones como la Liga Nacional de Sindicatos de Mujeres de América y convencer a algunos dueños de que debían mejorar las condiciones de sus trabajadores inmediatamente. Fueron la minoría: los talleres más grandes no daban el brazo a torcer, y contrataron desde matones que reprimieran ferozmente -además de la Policía, que estuvo a favor de la patronal- hasta prostitutas que se infiltraran entre las trabajadoras para sabotear la medida. En el rol de lo que se conoce en el mundo obrero como “carneras”, intentaban desbaratar las acciones que llevaban a cabo las trabajadoras más organizadas y hasta llegaron a robar la recaudación de los fondos de huelga.
La represión fue feroz. A Clara Lemlich, que nunca dejó de estar al frente de la huelga, los golpes policiales le fracturaron seis costillas. Fue durante una de las diecisiete detenciones que sufrió a lo largo de la protesta. El Poder Judicial también hizo su aporte para boicotear al movimiento obrero. “Estás en huelga contra Dios y la Naturaleza, cuya ley es que el hombre ganará su pan con el sudor de su frente. ¡Estás en huelga contra Dios!”, llegó a decirle algún juez a un grupo de huelguistas. La insistencia respecto de que, en el fondo, lo que se esperaba de una mujer era que permaneciera en casa con los chicos era constante.
Pero la potencia de esa huelga eminentemente de obreras inmigrantes no iba a detenerse. Los líderes sindicales varones empezaron a notar que no había forma de acallar ese reclamo, y que lo prudente, incluso a pesar de sus propios prejuicios, era acompañarlo. A la vez, los reclamos de las obreras inmigrantes conmovieron a blancas y afroamericanas: en los talleres hubo una integración inédita para exigir mejores condiciones.
Lemlich era una líder eminentemente política. Una ávida lectora desde sus primeros años en territorio dominado por los zares rusos. Como había aprendido a leer y escribir, algo no tan habitual para sus años, cobraba a sus vecinos por redactarles las cartas que necesitaran enviar. Con ese dinero compraba libros y estudiaba. Uno de esos vecinos la puso en contacto con el socialismo, y con todo ese bagaje llegó a los talleres neoyorquinos.
Fue parte del Partido Comunista y no tardó en acercarse al movimiento sufragista, que no la miró con muy buenos ojos: hasta ese momento, era un movimiento protagonizado por mujeres de clase alta o, como mucho, de clase media. Pero no por obreras. Aún así, y como Lemlich y su voz que sabía cantar suavemente en ídish y también sabía conducir una asamblea habían llegado a la tapa de los diarios, no faltaron mujeres de la clase alta que aportaron buenas sumas para financiar los fondos de huelga o las fianzas de quienes hubieran ido presas tras una manifestación.
La potencia de la líder del movimiento fue tal que, pocos años después, había al menos tres novelas cuya protagonista se llamaba como esa jovencita que había viajado desde el imperio ruso hasta la Gran Manzana para poner el mundo de la industria textil patas para arriba. Su condición de activista la seguiría hasta el final: ya mudada a Los Ángeles, en la Costa Oeste de los Estados Unidos, fue ella quien alentó a los trabajadores de maestranza y a las enfermeras del geriátrico en el que vivía para que se organizaran sindicalmente.
Pero volvamos a los tiempos de las camiseras. 1910 ya había empezado y las obreras no daban señales de agotamiento, a pesar de la represión, las multas de hasta 2.500 dólares diarios que recaían sobre los huelguistas y la intransigencia de los dueños más poderosos. Fueron esos dueños los que empezaron a ver que algo debían ofrecer a cambio de una tregua. Tan una tregua que el documento firmado en los primeros días de febrero de ese año se llamó “Protocolo de Paz” y, aunque quedaba mucho por mejorar, daba lugar a varios de los reclamos que se venían llevando a cabo.
La jornada laboral pasó a ser de 52 horas semanales en vez de 65, se otorgaron algunas mejoras salariales, el equipamiento quedó a cargo del empleador en la mayoría de los talleres. Además, se determinó que en adelante los trabajadores afiliados a los sindicatos estarían en las mismas condiciones que aquellos que no lo estaban, se obtuvieron vacaciones pagas, se establecieron canales para que los trabajadores pudieran negociar su salario con los dueños, y se achicó la brecha salarial entre varones y mujeres.
Los sindicalistas varones, como efecto colateral de aquella huelga, empezaron a entender que debían prestar más atención a los reclamos que venían de las obreras: su capacidad de resistencia había quedado comprobada. Esa resistencia fue la que además hizo que la industria del vestido pasara los cinco años siguientes en plenos roces entre los trabajadores y los empleadores hasta lograr que fuera una de las ramas laborales con mejor organización sindical de todo el país.
La Huelga de las Camiseras contó con un apoyo popular que hasta ese momento no había existido para otras resistencias obreras. La presencia de líderes mujeres en la calle y en los medios de comunicación contaba con la empatía de muchas otras mujeres que no trabajaban pero que estaban dispuestas a demostrar su acompañamiento en la calle o apoyando los fondos de huelga. El Partido Socialista o la organización Oficios Hebreos Unidos colaboraron con el financiamiento de las camiseras, que padecían alrededor de 700 detenciones mensuales entre sus militantes.
La impronta de las trabajadoras inmigrantes fue decisiva en la huelga. No sólo por el liderazgo de Lemlich, que a lo largo de su vida también participó de la organización de las amas de casa en Nueva York, y de los inquilinos. También las trabajadoras que habían venido a instalarse en el Lower East Side de Manhattan habían formado parte de la Unión General de Trabajadores Judíos de Lituania, Polonia y Rusia, algo que las había entrenado en el funcionamiento del movimiento sindical.
Hacia el 1900, más de la mitad de la población neoyorquina estaba formada por las familias que habían inmigrado: la gravitación de esos habitantes podía torcer la balanza. Esos conocimientos de ultramar y la potencia de negarse a unas condiciones laborales extremadamente indignas y riesgosas fue lo que impulsó una huelga histórica. Alcanza con decir que, muchas veces, no había un capataz que abriera la puerta para que una obrera pudiera ir al baño.
La Huelga de las Camiseras fue uno de los primeros éxitos contundentes del movimiento de trabajadores en los Estados Unidos. Por eso y por la importancia que tenía en ese momento la industria del vestido, esas once semanas de paro quedaron en la historia. La victoria no fue total, pero el 85% de los fabricantes firmaron el acuerdo al que se había llegado en el “Protocolo de Paz”.
Un año después de esa negociación, en una de las fábricas que había protagonizado la resistencia a las huelguistas, se produjo un incendio fatal. Murieron 123 obreras y 23 obreros, y aunque nunca se determinó exactamente el origen del incendio, sí se supo que estaban trabajando encerrados por un capataz. El incendio fue uno de los desencadenantes de que, en homenaje y como símbolo de lucha, se estableciera el Día Internacional de la Mujer Trabajadora. Todavía quedaba -y queda- mucho por mejorar. Pero las camiseras dieron varias puntadas bien fuertes para entretejer la historia de las mujeres en el mundo del trabajo.