La voz del fiscal estadounidense Robert Jackson, un hombre que pasó a la historia como un tipo cálido, gran orador y jurista notable, se elevó apenas en el Palacio de Justicia de Núremberg. A Jackson lo escuchaba lo que quedaba del nazismo: veinticuatro jerarcas que empezaban a ser juzgados por los crímenes cometidos contra la humanidad por el régimen de Adolf Hitler. Jackson tenía la sensación de que el mundo era quien lo escuchaba. No se equivocaba. Era la mañana del 21 de noviembre de 1945. El Juicio de Núremberg había empezado de manera formal la mañana anterior, el martes 20, hace setenta y nueve años. Y la voz del fiscal, uno de los cuatro acusadores que representaban a cada una de las potencias vencedoras, dijo, traducida al alemán, al ruso y al francés: “El privilegio de abrir el primer juicio en la historia por crímenes contra la paz del mundo impone una grave responsabilidad. Los agravios que tratamos de condenar y castigar han sido tan calculados, tan malignos y tan devastadores, que la civilización no puede tolerar que se los ignore, porque no puede sobrevivir a que se repitan. El hecho de que cuatro grandes naciones, envalentonadas por la victoria y heridas por el dolor, detengan la mano de la venganza y sometan voluntariamente a sus enemigos cautivos al juicio de la ley es uno de los tributos más significativos que el Poder haya rendido jamás a la Razón”.
Ese fue el tono de su discurso que duró todo el día, con breves intervalos. La idea de Jackson era hablar ya no en nombre de la civilización, pero al menos en defensa de ella en la que incluyó la cultura alemana, la de Goethe, la de Beethoven, la de Bach, que había celebrado, impulsado y consentido los crímenes del nazismo. Esa sociedad estaba ahora en ruinas y una de las ideas de los juristas de las potencias aliadas era, de algún modo, la de “reeducar” ese descarrío para que Alemania volviera a ser parte de Europa.
El Tribunal también quería castigar con toda severidad a los acusados. Eso hizo al final de sus sesiones, en 1946: mandó a la horca a doce de los veinticuatro enjuiciados de los que sólo dos la eludieron; Hermann Göring se suicidó en prisión horas antes de su ejecución, y Martin Bormann que a esas alturas ya estaba muerto pero lo creían fugitivo y fue juzgado y condenado en ausencia.
Núremberg es célebre por sus condenas, pero también porque los jueces se centraron en tres clases de delitos inéditos hasta entonces en la jurisprudencia internacional. Acusaron a los jefes nazis de haber llevado adelante una guerra prohibida por el derecho internacional o violatoria de los tratados internacionales; habían cometido crímenes de guerra contrarios a las reglas que, se suponía, regían los conflictos armados entre naciones, y eran responsables de “crímenes contra la humanidad” como el asesinato, el exterminio, la esclavización, la deportación y otras acciones inhumanas cometidas contra la población civil por motivos políticos, raciales o religiosos antes y durante la guerra.
Núremberg fue un juicio ejemplar que estuvo a punto de no realizarse. Y a lo largo de los años, ocho décadas, sus jueces han sido un poco relegados al olvido mientras que los fiscales son considerados como los verdaderos jueces. Es parte de la historia secreta de un proceso que duró once meses y desnudó el horror de cinco años de guerra en Europa que acabó con la vida de más de sesenta millones de personas.
El destino de la jerarquía nazi empezó a trazarse en 1943, cuando los aliados, representados entonces por Winston Churchill por Gran Bretaña, Franklin D. Roosevelt por Estados Unidos y José Stalin por la Unión soviética, supieron que la Segunda Guerra Mundial había dado un giro y que los nazis serían derrotados más temprano que tarde. Churchill aspiraba a que los dirigentes alemanes capturados, tanto los jefes del partido nazi como militares y políticos, fuesen identificados de forma concluyente por algún militar local, un general de brigada por ejemplo, y fusilados en menos de seis horas.
El primer ministro británico se basaba en una ley medieval inglesa que establecía que un jurado podía declarar proscrito a un delincuente por no presentarse a dar cuenta de las acusaciones que pesaban sobre él. A partir de entonces, cualquier persona estaba legalmente autorizada a matarlo donde lo hallara. En tiempos de Eduardo III, en el siglo XIV, ese derecho público se abolió y la ejecución del proscrito quedó en manos de un oficial de justicia o a un alguacil: sheriff, según el término de la época. Churchill había calculado en ochenta o cien “proscritos” nazis a ser ejecutados sin juicio. El primer ministro, que no ocultaba su odio hacia el nazismo, no estaba solo en su empresa: lo mismo pensaba su ministro de Justicia, sir John Simon, el jefe del partido Laborista, Clement Attlee, un hombre de tendencias moderadas, y hasta el arzobispo de York, el segundo responsable de la iglesia anglicana en Inglaterra.
En Estados Unidos las opiniones estaban divididas. El secretario del Tesoro, Henry Morgenthau, un hombre al que Roosevelt escuchaba, presentó al presidente un memorándum que fue conocido como “Plan Morgenthau” que reflejaba el pensamiento británico: los jerarcas nazis debían ser detenidos, identificados y “llevados al paredón”. En cambio, el secretario de Defensa, el republicano Henry Stimson, pensaba que esa variante de la Ley Lynch (que derivó en la palabra linchamiento), era “traicionar la jurisprudencia de los Estados Unidos”. Eso fue lo que le escribió a Roosevelt, mientras le aconsejaba el procedimiento a seguir: “Notificación del cargo al acusado, derecho a ser escuchado y, dentro de lo razonable, emplazar testigos para su defensa”. Lo que proponía Stimson era un juicio que, además, fuese internacional.
Aunque parezca mentira, la Unión Soviética de Stalin era la que impulsaba un proceso judicial y la que rechazaba sobre todo las ejecuciones sumarias. Era una posición no alejada de la ironía: Stalin había llevado a cabo gigantescas purgas en los años 30, había limpiado su terreno de opositores y hasta de generales que pudieran echar sombra sobre su figura breve y regordeta: esos fueron los años del terror en la URSS, pero casi todos los acusados fueron condenados en un juicio; es verdad que se trataba de juicios sumarios, apañados, farsescos, con falsos testigos, pero aparentaba en sus formas la de un procedimiento judicial. Como ejemplo, el gran biógrafo de Stalin, el británico Simon Sebag Montefiore, narra que en una noche de juerga, vodka y alegría, Stalin firmó con su lápiz rojo tres mil sentencias de muerte: todas se cumplieron.
Churchill supo de los escrúpulos de Stalin en 1944, cuando visitó Moscú. Allí sondeó al dictador soviético sobre la posibilidad de aplicar una justicia sumaria contra los nazis. Luego escribió el resultado de su sondeo a Roosevelt, en una de esas cartas célebres que empezaban: “De una ex personalidad naval al presidente de Estados Unidos”. Churchill escribió a Roosevelt: “UJ (por Uncle Joe, Tío José) adoptó una postura inesperadamente ultra respetuosa. Que no debe haber ejecuciones sin proceso; de lo contrario, el mundo dirá que tenemos miedo a juzgarlos. Sin juicio, no debe haber pena de muerte”.
El viejo zorro de Stalin sabía de qué hablaba, sabía que sus socios aliados temían un juicio a Hitler. Tenían fresca en la memoria histórica, Stalin también lo recordaba, el proceso al que Hitler había sido sometido luego de su fracasado golpe de Estado en Múnich, conocido como “El putsch de la cervecería”. Hitler había convertido su juicio en un show, lo había usado como plataforma exitosa para el lanzamiento de su partido, los jueces no se habían animado a condenarlo a la pena que le correspondía y pasó en prisión unos pocos meses que usó para escribir su ideario en Mein Kampf (Mi Lucha). Un juicio público, luego de final de la Segunda Guerra podía tener el mismo destino: que los victimarios se convirtieran en víctimas y que el nazismo derrotado resurgiera de las cenizas.
Las diferencias entre los tres aliados sobre qué hacer con la jerarquía nazi y sobre cómo repartirse Europa, harían crisis en la conferencia de Yalta entre los “Tres Grandes”, en febrero de 1945, poco antes de la caída de Berlín. En esa reunión, Churchill volvió a poner sobre la mesa su idea de ejecutar de inmediato a la jerarquía nazi en pleno. Ni Roosevelt, ni Stalin quisieron entrar en detalles y el destino de los criminales de guerra alemanes quedó en una especie de limbo a decidir cuando las armas hubiesen callado.
Finalmente, se impuso el juicio internacional. Armarlo fue otra batalla entre los tres aliados que de alguna forma ya empezaban a dejar de serlo. La URSS debatió cada propuesta de los británicos y de los americanos. Se discutió durísimo, tanto que el fiscal Jackson pensó en renunciar; estuvo en debate hasta la ciudad donde debía celebrarse el juicio. Los soviéticos estaban emperrados en que fuese en Berlín, que habían conquistado y había quedado en el sector de Alemania ahora ocupado por la URSS; la que había sido capital del Reich estaba en ruinas y dividida en cuatro zonas. Sobre la mesa, los aliados estudiaron la posibilidad de hacer el juicio en Leipzig, en Múnich, la ciudad que había visto crecer al Hitler político, y hasta en Luxemburgo. Hasta que el general Lucius Clay, jefe del gobierno de ocupación militar de Estados Unidos, sugirió Núremberg, que había sido el escenario de las grandes concentraciones del nazismo. Los rusos dijeron sí, a condición de que Berlín fuese la sede oficial de las autoridades del tribunal. Y Jackson también dijo que sí.
Tantas trabas pusieron los soviéticos, tanto demoraron cada decisión, tanto debatieron y negaron y aceptaron luego a regañadientes cada propuesta americana, británica o francesa, que la tensión quedó reflejada en una anécdota. Jackson cumplió cincuenta y tres años en pleno armado del tribunal: había nacido el 13 de febrero de 1892 en Spring Creek, Pensilvania. Su equipo de juristas decidió regalarle un reloj suizo que en esos meses de destrucción era un artículo de súper lujo. Lo consiguieron y, cuando lo pusieron en sus manos, el fiscal preguntó: “¿Dónde lo compraron?”. Uno de los suyos fue veloz: “Nos lo dieron los rusos”, dijo. Y Jackson siguió la broma: “Eso está bien. Hasta ahora no nos habían dado ni los buenos días”.
Una vez tomada la decisión de enjuiciar a la jerarquía nazi, Estados Unidos se puso el juicio al hombro. El 26 de abril de 1945, Stimson, el secretario de Defensa de Roosevelt que había impulsado el proceso judicial, ordenó -no dejaba de ser una decisión militar- planificar “el encausamiento de los principales dirigentes del Eje”. La definición incluía también a los dirigentes políticos militares y sociales de Italia y Japón. Roosevelt nombró fiscal general a Jackson por decreto 9547 del 2 de mayo de 1945: le atribuyó la capacidad de acusar a “los dirigentes de las potencia europeas del Eje y a sus principales agentes y cómplices”.
Jackson, que vestía siempre con cierta elegancia, reloj de cadena y pañuelo en el bolsillo superior izquierdo del saco, que creía además en el triunfo de las ideas americanas de justicia, se encontró con un drama ni bien fue nombrado: el 2 de mayo Hitler ya se había suicidado en el bunker de la Cancillería del Reich y, detrás de él y junto a su mujer, lo había hecho su jefe de propaganda, Joseph Goebbels, después de asesinar a sus seis hijos. El 23 de mayo, apresado cuando intentaba huir, se había matado con cianuro Heinrich Himmler, el jefe de las SS que tuvo a su cargo los campos de concentración y exterminio extendidos por Alemania y el este europeo. De manera que el gran juicio a la jerarquía nazi se había quedado sin tres de sus principales jerarcas.
Gran Bretaña, que había cedido por fin a mantener en vigencia sus leyes del medioevo, sobre todo luego de la derrota electoral de Churchill en 1945 y del ascenso al poder de Attlee, designó fiscal jefe, encargado de la acusación, a sir Hartley Shawcross, un jurista con ambiciones políticas en el Partido Laborista. La acusación de Shawcross fue apasionada y lúcida; enfrentó la tradicional defensa de los acusados, que se escudaban en haber ejecutado órdenes, con una de sus frases más famosas: “Llega un momento en el que un hombre debe negarse a responder ante su líder si quiere responder también ante su propia conciencia”. Intentó, con éxito, desarticular el argumento que aseguraba que el de Núremberg era un “juicio de vencedores” y demostró que los acusados habían violentado las leyes internacionales.
Francia nombró como fiscal a un hombre de Charles De Gaulle. Era François de Menthon, un jurista de cuarenta y cinco años, que había sido miembro de la resistencia contra los nazis, había sido herido en combate y había caído en manos de los alemanes, de los que había fugado. Luego de la liberación de Francia, de Menthon fue ministro de Justicia del gobierno provisional de la República, liderado por De Gaulle, y se encargó de enjuiciar a los políticos que habían integrado el gobierno de Vichy, títere de los alemanes; entre ellos, el antes prestigioso mariscal Philipe Petain y su mano derecha, Pierre Laval, que fue fusilado de inmediato en agosto de 1944, poco después de la liberación de París.
Dos meses después del inicio del juicio, en enero de 1946, de Menthon habló ante el tribunal. Lo hizo en nombre de los países que habían sufrido la guerra en suelo propio, Gran Bretaña la había padecido desde y en el aire. “Francia -dijo- soportó casi sola, en mayo y junio de 1940, todo el peso de los armamentos acumulados durante años por la voluntad de agresión alemana (…) Francia, que fue sistemáticamente saqueada y arruinada; Francia, cuyos hijos fueron torturados y asesinados en las cárceles de la Gestapo o en sus campos de deportación; la Francia que sufrió el esfuerzo más horrible de desmoralización y de vuelta a la barbarie, ejecutado diabólicamente por la Alemania nazi, les pide, en nombre especialmente de los mártires heroicos de la Resistencia, que forman parte de los héroes más puros de nuestra epopeya nacional, que se haga justicia”.
La Unión Soviética nombró fiscal jefe, encargado de la acusación, a un joven general ucraniano de treinta y ocho años, Román Rudenko, que había sido asistente del fiscal en los juicios que la URSS había seguido a quienes habían colaborado con los alemanes. El joven general supo de inmediato que los jerarcas nazis que serían acusados en Núremberg eran ya culpables en la mente de los aliados, y que el juicio serviría para delimitar sus responsabilidades y adjudicarles el castigo.
Durante su participación en Núremberg, Rudenko dio dos golpes de efecto tremendos. Antes de dar el primero, habló con Stalin. En la URSS estaba prisionero el mariscal alemán Friedrich von Paulus, comandante del poderoso Sexto Ejército, que se había rendido en Stalingrado en enero de 1943. Rudenko, que lo había interrogado, pensaba que el antes poderoso jefe militar alemán estaba arrepentido de la política criminal del régimen nazi y que estaría dispuesto a dar ese testimonio. Sólo había que llevarlo a Núremberg. Stalin aceptó la idea de su general con su estilo directo y brutal. Según Serguei, el hijo de Rudenko, Stalin le dijo: “Usted será responsable de todo, camarada Rudenko”.
Von Paulus fue llevado en secreto a Nuremberg, sin que los servicios de inteligencia de los aliados se enteraran. Las defensas de los jerarcas nazis insistían en que von Paulus debía ser llamado a declarar; lo hacían porque creían que el mariscal había muerto en Stalingrado. En Alemania se había celebrado incluso un funeral de Estado en su nombre, en el que Hitler caminó solemne junto a un ataúd vacío que simbolizaba al héroe de guerra caído en combate. En una de las sesiones del juicio, ante una nueva sugerencia de los defensores para que von Paulus declarara como testigo, Rudenko lanzó la bomba y dijo a los jueces que estaba dispuesto a presentarlo como testigo. Ante la sorpresa general, el presidente del tribunal, el británico Geoffrey Lawrence, preguntó extrañado cuánto tiempo demoraría llevar a von Paulus al estrado: “Quince minutos”, dijo Rudenko. Y lo presentó como testigo.
El segundo golpe de efecto de Rudenko fue su alegato final, el 30 de agosto de 1946. Emocionado, reveló en una gran pieza oratoria, como lo fueron las tres restantes, cómo había sido la operatoria criminal del ejército nazi en el exterminio de millones de personas desde la invasión de Hitler a la URSS, en junio de 1941.
Jackson, Shawcross, De Menthon y Rudenko: ellos fueron los grandes fiscales de Núremberg, a quienes se califica siempre como jueces. En cierto modo, lo fueron. El tribunal que dictó las condenas, sin embargo, estuvo compuesto por el británico Lawrence, por el americano Francis Biddle, por Henri Donnedieu de Vabres, por Francia y por Iona Nikítchenko de la URSS, cada uno con un juez suplente asignado.
El 1° de octubre de 1946, el tribunal de Núremberg dictó las condenas. Fueron sentenciados a morir en la horca:
Herman Göring, mariscal del Reich, jefe de la aviación nazi y heredero como canciller del Reich nombrado por Hitler. No fue ejecutado porque se suicidó la noche antes en su celda, con una píldora de cianuro que alguien hizo llegar a sus manos.
Martin Bormann, jefe del partido nazi y cerebro del Reich: no fue ejecutado. Había sido juzgado en ausencia, se creía que había logrado huir de la justicia. En 1973 se comprobó que había muerto en las afueras de Berlín.
Joachim von Ribbentrop, político, diplomático y militar, responsable del ministerio de exteriores del Reich.
Wilhelm Keitel, mariscal de campo y comandante del Estado Mayor de las fuerzas armadas nazis. Firmó la rendición de Alemania.
Ernst Kaltenbrunner, abogado y jefe de las SS, uno de los artífices del Holocausto.
Alfred Rosenberg, uno de los principales ideólogo del nazismo y responsable político de los territorios ocupados por Alemania durante la Segunda Guerra.
Hans Frank, abogado y político, gobernador de la Polonia ocupada por los nazis.
Wilhelm Frick, abogado y ministro del Interior del Tercer Reich.
Julius Streicher, docente, militar, editor fundador del semanario antisemita “Der Stürmer”, vital en el aparato de propaganda del nazismo.
Fritz Sauckel, encargado del empleo de mano de obra esclava vital para la economía de guerra nazi.
Alfred Jodl, ayudante personal del mariscal Keitel, jefe de Estado Mayor tras la muerte de Hitler, fue uno de los generales que firmó la rendición de Alemania.
Arthur Seyss Inquart, comisario del Reich para la zona ocupada por Alemania en los países Bajos.
Todos fueron ejecutados el 16 de octubre de 1946, quince días después de dictada la condena, en la prisión adyacente al Palacio de Justicia de Núremberg.
A prisión perpetua fueron condenados:
Rudolf Hess, uno de los principales miembros del partido nazi y lugarteniente de Hitler desde 1933. Fue el único de todos los condenados que murió en la cárcel de Spandau. Se ahorcó con el cable de una plancha el 17 de agosto de 1987 a los 93 años.
Walther Funk, ministro del Reich para la Economía, fue liberado en 1957 por problemas de salud. Murió en Dusseldorf el 31 de mayo de 1960.
Erich Raeder, comandante de la marina de guerra alemana, planeó la invasión de Noruega y Dinamarca. Fue relevado de su cargo por Hitler en 1943. Le concedieron la libertad por razones de salud en 1955. Murió en Kiel el 6 de noviembre de 1960.
Y a otras penas de prisión fueron condenados:
Karl Donitz recibió diez años de cárcel. Fue jefe de la marina de guerra alemana entre 1943 y 1945. Gobernó brevemente el país tras el suicidio de Hitler. Cumplió su condena y fue liberado el 1° de octubre de 1956. Murió en diciembre de 1980 a los ochenta y nueve años.
Baldur von Schirach, jefe de las Juventudes Hitlerianas, implicado en la deportación de ciento ochenta y cinco mil judíos. Fue condenado a veinte años de cárcel. Cumplió la condena y fue liberado en la madrugada del 30 de septiembre al 1° de octubre de 1966. Se retiró al sur de Alemania, escribió una autobiografía, Yo creí en Hitler y murió el 8 de agosto de 1976 a los sesenta y siete años.
Albert Speer, arquitecto del Reich, niño mimado de Hitler y ministro de Armamento y producción de guerra de la Alemania Nazi. Fue condenado a veinte años de cárcel por crímenes de guerra y de lesa humanidad. Eludió la horca porque dijo que desconocía los planes de exterminio nazi. Mentía. Él mismo lo confirmó en un texto autobiográfico. Cumplió su condena y fue liberado el 1° de octubre de 1966. Murió en Londres a los setenta y seis años, el 1° de septiembre de 1981.
Konstantin von Neurath, diplomático, fue protector de Bohemia y Moravia entre 1939 y 1943. Fue acusado de crímenes contra la paz y la humanidad. Condenado a quince años de cárcel, fue liberado de Spandau en 1954 por razones de salud. Murió en 1956 a los ochenta y tres años.
A setenta y nueve años del día en que empezó el juicio de Núremberg, las palabras del fiscal Jackson, que murió en Washington en octubre de 1954, a los sesenta y dos años, todavía se oyen y de vez en vez vuelven a cobrar vida. Dijo del nazismo: “Sus actos han bañado al mundo en sangre y han hecho retroceder un siglo a la civilización. Han sometido a sus vecinos europeos a todos los ultrajes y torturas, a todos los despojos y privaciones que la insolencia, la crueldad y la codicia podrían infligir. Han llevado al pueblo alemán al grado más bajo de miseria del que no pueden abrigar ninguna esperanza de liberación rápida. Han avivado odios e incitado a la violencia doméstica en todos los continentes. Estas son las cosas que están en el banquillo de los acusados hombro con hombro con estos prisioneros. La verdadera acusada en este juicio es la civilización”.