Y aún hoy, ciento veintitrés años después, el escándalo pervive en México, sacude los cimientos de una sociedad un poco ancestral en parte de sus costumbres, en la que lo cerril todavía no cedió ante el hartazgo pese a que esas costumbres, como las del mundo, dieron más de vueltas de carnero en casi un siglo y cuarto.
Todo se ha convertido en leyenda y lo que antes fue patético hoy es campechano; lo que fue cerrado, abierto; lo que fue dramático es casi gracioso. De todos los hechos narrados en su momento, evocados y recordados a lo largo de más de un siglo, no hay comprobado nada. O casi nada. El resto es bruma, tal vez fake news cuando no estaban inventadas, recelo, resquemor y zancadillas políticas que remiten al origen de la historia, reconstruida sólo con el testimonio de los diarios de la época, porque todo lo que siguió al escándalo fue silencio.
La historia empezó a las tres de la mañana del lunes 18 de noviembre de 1901, cuando un agente de la policía oyó un alboroto inusual para esa hora en una casa del número 4 de la Calle de la Paz, que hoy se llama Ezequiel Montes, en la colonia Tabacalera, un barrio no muy alejado del centro histórico del México DF, que aún hoy conserva sus mansiones del siglo XIX, en el que trashuma cierta bohemia bulliciosa alrededor de sus cantinas tradicionales y algunos asadores argentinos, y que luce en el centro del barrio el Monumento a la Revolución. Pero en 1901 la colonia Tabacalera era otra cosa.
El policía golpeó la puerta, si los hechos sucedieron así, y le abrió una elegante mujer, de pechos generosos, maquillaje abundante, peinado elegante… y bigotes. Un policía no necesita mucho más para elaborar una sospecha. El tipo echó una mirada más profesional hacia el interior por sobre el hombro de su inesperado anfitrión, o anfitriona, y lo que vio fue un grupo numeroso de hombres travestidos que bailaban, algunos apasionados, con otros hombres que no estaban travestidos.
Se trataba de una fiesta muy privada, la casa había sido alquilada con la única intención de albergarla, y al parecer al policía no se le ocurrió otra cosa mejor que pedir refuerzos para meter a todo el mundo preso. No se le ocurrió pensar, y si lo pensó lo apartó de su pensamiento, que se trataba de una inocente, o no, fiesta de disfraces en la que la fantasía suele elevarse por sobre la rutinaria realidad y que era la excusa, los disfraces, con el que el mundo homosexual disfrazaba su condición. Esta vez no hubo excusas. Uno de los pocos ciertos de toda esta historia es que poco después una gigantesca redada policial detuvo a cuarenta y dos personas: la mitad vestidos de mujer y el resto con atuendos masculinos. La historia del policía curioso está en duda y las malas lenguas hablan de una chivatada destinada a provocar un escándalo, sin intuir la magnitud estrépito que iba a producir. Lo cierto es que sí hubo una gran redada que terminó con cuarenta y dos presos.
A la mañana siguiente, los presos eran cuarenta y uno. Uno de ellos o bien se había escapado de la comisaría, o bien le habían aflojado la mano antes de trasladarlo. Esta última opción aparece como la más lógica porque las versiones dicen que el tipo huyó por la terraza del edificio y los techos vecinos. Los testigos, que siempre hablaron sin identificarse, y sobre todo los rumores que se echaron a correr horas después de la redada, dijeron que el fugitivo era Ignacio “Nacho” de la Torre y Mier, un exitoso empresario de treinta y cinco años que era en ese momento yerno del presidente de la república mexicana, general y dictador Porfirio Díaz: estaba casado con su hija Amada.
El paquete con el que se alzó la policía resultó una pesada carga política: la mayoría de los asistentes a la fiesta privada eran personajes muy conocidos de la alta sociedad mexicana, vinculados al “porfirismo”, como se conocieron los treinta años en los que Díaz gobernó o dirigió los destinos mexicanos, entre 1876 y 1911. Con “Nacho” De la Torre también cayó, nunca se comprobó pero las versiones lo dejaron escrito en la memoria histórica, Antonio Adalid a quien llamaban “Toña, la Mamonera”, que era ahijado de Maximiliano I de México. Dato aparte: México tuvo un emperador austríaco entre 1864 y 1867. Era hermano menor del emperador de Austria Hungría, Francisco José I. Murió fusilado, por cierto, en Querétaro, que era parte de su imperio. Pero esa es otra historia.
Algunos pocos nombres del “baile de los 41″, como se conoció la parranda y el caso policial, trascendieron aquellos días iniciales: además de Adalid, el ahijado imperial y del “Yerno de la Nación”, como los opositores al porfirismo llamaron a “Nacho” De la Torre, fueron señalados como de la partida el periodista Jesús “Chucho” Rábago y el hacendado Alejandro Rego. El resto de los nombres permaneció en el anonimato durante más de un siglo. Hasta que Juan Carlos Harris, un abogado y buceador de la historia, se definió como “historiador frustrado”, descubrió por azar otros siete nombres de los enfiestados aquella noche: en su momento, los siete habían promovido amparos contra su envío forzado al Ejército, uno de los “castigos” que les fue reservado a los travestidos en la fiesta. Sus recursos yacían olvidados en la Corte de Justicia mexicana: Pascual Barrón, Felipe Martínez, Joaquín Moreno, Alejandro Pérez, Raúl Sevilla, Juan B. Sandoval y Jesús Solórzano.
Los nombres dicen nada hoy, lo que habla por sí solo es el anonimato que rodeó y rodea aún al resto de los detenidos en la gran redada: de cuarenta y dos sólo se conoció el nombre de diez. De otros, se supone que estaban allí. Todos los arrestados lo fueron de manera ilegal. “Jurídicamente, la homosexualidad como tal nunca ha estado prohibida en México –dijo Harris hace unos años a la BBC–. No había motivos para detenerlos”.
Con la huida, nunca probada, del yerno de Porfirio Díaz, el que era un baile de cuarenta y dos personas pasó a ser “El baile de los 41″. La prensa se regodeó de modo bastante vil y por partida doble: por el escándalo homosexual y por la participación en él de la más rancia aristocracia mexicana vinculada al poder. El escarnio desatado por los artículos periodísticos fue, de algún modo, una forma de ejercer una venganza social contra el poder vigente en México. A sus figuras más destacadas se las mencionaba como “los lagartijos”, y se extendía a las personas enriquecidas durante el porfiriato. También reveló un hondo sentimiento homofóbico que se prolongó acaso hasta nuestros días.
La Gaceta Callejera, una hoja suelta que se vendía o regalaba, y el diario satírico El hijo de Ahuizote fueron en especial gráficos en las descripciones y feroces en las opiniones. De golpe, “El baile de los 41″ pasó a ser “El baile de los 41 maricones”. El sustantivo, ahora adjetivado, era una enorme condena social para los invitados a la fiesta de los que no se sabía siquiera el nombre. Uno de esos periódicos, que contaba con una fuente de información ligada al caso, escribió la siguiente crónica: “La noche del domingo fue sorprendido por la policía, en una casa accesoria de la 4ª calle de la Paz, un baile que 41 hombres solos verificaban vestidos de mujer. Entre algunos de esos individuos fueron reconocidos los pollos que diariamente se ven pasar por Plateros. Estos vestían elegantísimos trajes de señoras, llevaban pelucas, pechos postizos, aretes, choclos bordados y en las caras tenían pintadas grandes ojeras y chapas de color. Al saberse la noticia en los boulevares, se han dado toda clase de comentarios y se censura la conducta de dichos individuos. No damos a nuestros lectores más detalles por ser en sumo grado asquerosos”.
Pero sí que daban detalles. De alguna forma, el “Baile de los 42″, que había sido de cuarenta y dos, fue en verdad de cuarenta y tres porque, una vez detenidos y separados los travestidos de quienes no lo estaban, la policía halló en el interior de la casa a un muchacho de buena planta, conocido como “Bigotes Rizados”, que esperaba ser sorteado y adjudicado como compañía al afortunado ganador de un sorteo conocido como “La rifa del Pepito”. Zumbaron las burlas homofóbicas, los rumores, las versiones, las confidencias sobre lo que El hijo del Ahuizote bautizó “La aristocracia de Sodoma”. El Diario Popular, que tampoco conocía los nombres de los participantes del baile dijo: “Todos son pollos gordos, algunos riquillos que la portan, criados en paños azules”.
La policía separó a los hombres vestidos de mujer de los que no lo estaban, que fueron llevados al cuartel del Batallón 24. Los travestidos fueron enviados a los cuarteles de la Policía Montada donde, al amanecer, los sometieron al escarnio de barrer las calles aledañas a la unidad militar, con la misma ropa que vestían en la noche de la juerga. La eventual participación de miembros de familias de clase alta o asociados a ella, de la fuga por los techos de “Nacho” De la Torre y el impacto que la noticia iba a tener ya no solo en la familia presidencial, sino en el ámbito político, no sólo hizo que se ocultaran los nombres de los participantes de la francachela, sino que impidió que fuesen mostrados, siquiera fotografiados. Eso desató una ola de pánico y de aclaraciones en los diarios hechas por personas homónimas, o no, de quienes se citaba en las versiones como partícipes de la jarana: todos querían evitar estar relacionados con la gran redada.
Los pocos que quedaron presos fueron “expulsados” de la Ciudad de México y trasladados a la cárcel de Belén, en Yucatán, donde fueron incorporados al servicio militar y destinados a trabajos forzados en el puerto de Progreso, con la amenaza de ser llamados al combate en la llamada “Guerra de Castas” contra los indios mayas. Fueron pocos. El 25 de noviembre de 1901, una semana después de la gran redada, el Diario Popular publicó: “Los vagos, rateros y afeminados que han sido enviados a Yucatán, no han sido consignados a los batallones del Ejército que operan en la campaña contra los indios mayas, sino a las obras públicas en las poblaciones conquistadas al enemigo común de la civilización”. Al comentar el castigo dado a parte de los invitados al “Baile de los 41″, la prensa señaló que se trataba de “pobres y sin dinero para corromper a la justicia y salir libres, como probablemente hizo el resto”, dijo El hijo del Ahuizote.
Muchos años después, el gran escritor y periodista mexicano Carlos Monsiváis (murió en 2010) escribió un lúcido artículo titulado “La gran redada”, en el que asegura, no sin ironía: “En el envío de los homosexuales a Yucatán, a pagar con trabajos forzados su crimen, el número disminuye considerablemente: son apenas diecinueve. Sin temor de calumniar la honradez proverbial del aparato de justicia en el México de 1901, es seguro que veintidós o veintitrés víctimas de la redada compraron su libertad”.
“El baile de los 41″ saltó a la cultura popular, o a parte de ella, en los grabados de José Guadalupe Posada, uno de los más célebres ilustradores y caricaturista de la época, de pluma afilada y crítica ácida, creador entre otras figuras de “La Catrina”, la célebre calavera que es símbolo de la profunda relación de los mexicanos con la muerte. También celebraron “El baile…” algunos ritmos populares, corridos y rancheras. Uno de ellos, de autor anónimo, cantaba: “Hace aún muy pocos días / Que en la calle de la Paz, / Los gendarmes atisbaron / Un gran baile singular. / Cuarenta y un lagartijos / Disfrazados la mitad / De simpáticas muchachas / Bailaban como el que más. / La otra mitad con su traje, / Es decir de masculinos, / Gozaban al estrechar / A los famosos jotitos. / Vestidos de raso y seda / Al último figurín, / Con pelucas bien peinadas / Y moviéndose con chic”.
¿Quién era el gran fugado de “El baile…”? Ignacio “Nacho” de la Torre y Mier había nacido en Ciudad de México el 25 de julio de 1866. Era hijo de un empresario azucarero, de quien heredó su fortuna y fue educado en los más prestigiosos colegios mexicanos y de Estados Unidos. Tenía treinta y cinco años en 1901. Fue uno de los empresarios preferidos de Porfirio Díaz, que dio el visto bueno para el casamiento de “Nacho” con su hija Amada. La pareja fue un tembladeral; el estilo de vida del recién casado era calificado como “licencioso”, para decirlo con piedad; los rumores sobre su homosexualidad eran algo corriente y terminaron por afectar a su pareja y por disparar cierta tensión con el dictador mexicano. En 2019, el escritor Carlos Tello Díaz, tataranieto de Porfirio Díaz, y autor de Porfirio Díaz. Su vida y su tiempo, habló con El Gran Diario de México sobre si “Nacho” estuvo o no en “El baile de los 41″: “Eso es algo que se dice pero que no está documentado -dijo-. Él era un hacendado muy rico, tenía reses bravas, jugaba al polo, era ambicioso, tenía negocios diversos y estaba casada con la hija de Porfirio, Amada. Se dice que era homosexual pero, de nuevo, no está realmente documentado (…). La pareja Amada e Ignacio no tuvo hijos, y eso se usa como un argumento adicional para demostrar que era homosexual.”
Otra de las informaciones nunca confirmadas, asegura que Amada, la hija de Porfirio Díaz, escribió en su diario: “Un día, mi padre me mandó llamar al despacho de su casa. Me quería informar que Nacho había sido capturado por la policía en una fiesta donde todos eran hombres, pero muchos estaban vestidos de mujer. Ignacio -me dijo mi padre- fue dejado libre para impedir un escándalo social, pero quise prevenirte porque tienes derecho a saber del comportamiento de la persona con que vives”. De la Torre murió a los cincuenta y dos años, en 1918, en New York, luego de huir de México en los años de la revolución.
El legado del “Baile de los 41″ perdura en México a modo de tabú, superstición y ofensa irreparable. Francisco Urquizo, general e historiador de la Revolución, escribió, y describió también, hace ya muchos años (murió en 1969), la temible huella que había dejado aquel escándalo en la sociedad: “En México el número 41 no tiene ninguna validez y es ofensivo para los mexicanos (…) La influencia de esa tradición es tal que hasta en lo oficial se pasa por alto el número 41. No hay en el ejército División, Regimiento o Batallón que lleve el número 41. Llegan hasta el 40 y de ahí se salta al 42. No hay nómina que tenga renglón 41. No hay en las nomenclaturas municipales casas que ostenten el número 41. Si acaso, y no hay remedio, el 40 bis. No hay cuarto de hotel o de sanatorio que tenga el número 41. Nadie cumple 41 años, de los 40 se salta hasta los 42. No hay automóvil que lleve placa 41, ni policía o agente que acepte ese guarismo”.
El mundo giró tanto, aunque siempre algo queda, que hoy el número 41 identifica todavía a la homosexualidad en la cultura popular mexicana. Pero también ha pasado a ser un recordatorio vívido de la opresión y la discriminación sufrida por generaciones de mexicanos; algunos bares, discotecas y hasta asociaciones usan el número 41 como una forma de lucha contra un estigma que ya era tonto en su época. En 2001, la comunidad LGBTIQ+ de la Ciudad de México colocó una placa en el Centro Cultural José Martí que cifra el desagravio a aquel hecho de hace ciento veintitrés años. En 2019 la edición número cuarenta y uno de la Marcha del Orgullo LGBTIQ+ llevó como lema en la Ciudad de México: “Orgullo 41″. En noviembre de 2020 se estrenó en el Festival Internacional de Cine de Morelia El baile de los 41, un relato de aquel escándalo que incluye los pocos datos y las muchas especulaciones que todavía lo rodean. Fue escrita por Monika Revilla, producida por Pablo Cruz, dirigida por David Pablos y protagonizada por Alfonso Herrera como Ignacio “Nacho” De la Torre y Mier, que todavía es un enigma.
Toda gran historia tiene su fantasma.