“A los 92 años falleció el arzobispo emérito de Buenos Aires, cardenal Juan Carlos Aramburu, una figura de peso insoslayable en la Iglesia argentina de las últimas décadas. El deceso del purpurado, que era arzobispo emérito de Buenos Aires, se produjo ayer, a las 17:30, como consecuencia de un paro cardiorrespiratorio, en su casa de Belgrano. Lo acompañaba su secretario privado, el presbítero Miguel Ángel Irigoyen, quien le administró la unción de los enfermos”, decía -palabras más, palabras menos- las noticia.
Cuando murió, el 18 de noviembre de 2004, el cardenal Aramburu llevaba años retirado de la vida pública y de las tensiones políticas de la Argentina, que lo habían tenido como figura central en sus años al frente del Arzobispado, entre 1975 y 1990, y como presidente de la Conferencia Episcopal durante parte de la última dictadura.
Al informar sobre su fallecimiento, los perfiles publicados en los diferentes medios de comunicación parecieron mostrar dos caras de una misma persona. Mientras algunos lo mostraron como partidario de la “reconciliación de los argentinos” y destacaron que había conducido “con delicado equilibrio la Iglesia en tiempos difíciles de la vida nacional”, otros recordaron su cercanía con las juntas militares, su enfrentamiento con los sacerdotes tercermundistas y su negación -a diferencia de otros obispos argentinos- del plan sistemático de desaparición de personas perpetrado por las juntas militares. “En la Argentina no hay fosas comunes y a cada cadáver le corresponde un ataúd. Todo se registró regularmente en los correspondientes libros ¿Desaparecidos? No hay que confundir. Hay desaparecidos que viven tranquilamente en Europa”, había dicho en 1982 después de salir de una reunión en la Casa Rosada con el último de los dictadores, Reynaldo Benito Bignone.
A ninguna de esas dos miradas políticas sobre Aramburu se refirió el entonces arzobispo de Buenos Aires, Jorge Bergoglio, al despedir sus restos. Prefirió hablar de su “ancianidad discreta y laboriosa, dedicada especialmente a impartir el sacramento de la confesión y sobre todo al diálogo con su Señor”.
Sin embargo, y pese a su constante prédica contra la participación de la Iglesia en el mundo de la política terrenal, Juan Carlos Aramburu fue un hombre profundamente político y consciente del peso que tenía su purpurada vestimenta para en el impacto que causaban sus declaraciones y sus posiciones.
El obispo más joven
Juan Carlos Aramburu nació en Reducción, Córdoba, el 11 de febrero de 1912 y estudió en el Colegio La Salle. A los 11 años ingresó en el Seminario de Córdoba y años más tarde fue enviado al Colegio Pío Latinoamericano de Roma, donde fue ordenado sacerdote el 28 de octubre de 1934, el mismo año en que en la Argentina se realizó el Congreso Eucarístico Internacional.
Se doctoró en Filosofía y Derecho Canónico en la Universidad Gregoriana, y en 1946 el papa Pío XII lo nombró obispo auxiliar de Tucumán. Con solo 34 años, se convirtió en el obispo más joven de la historia de la Iglesia en la Argentina. En 1953 fue nombrado obispo titular y cuatro años más tarde fue promovido a arzobispo.
En los años ‘60 fue representante de la Iglesia argentina en el Consejo Episcopal Latinoamericano (Celam) y participó en todas las sesiones del Concilio Vaticano II, lo que siempre recordó como el hecho “más trascendente de su vida”. Más allá de ese grato recuerdo, en los años que siguieron se opuso a muchas de las consecuencias políticas de las resoluciones de ese concilio y nunca vio con simpatía -sino todo lo contrario- el vuelco reformista y progresista que le imprimió a la Iglesia.
En 1967 fue designado vicepresidente de la Comisión Permanente del Episcopado Argentino, y ese mismo año Pablo VI lo nombró obispo coadjutor de Buenos Aires, con derecho de sucesión, como subordinado del cardenal Antonio Caggiano. Por esos años, se pronunció en varias ocasiones contra el Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo. “Entiendo que fundamentalmente en ellos hay una buena intención de tipo evangélico de iluminar, animar la actividad que realizan los hombres en todo lo que tiene carácter humano y eso está muy bien. Luego, ya llegando a ciertas actitudes personales o estilos en lo que se escribe, en lo que se dice o en lo que se hace, no le puedo negar de que últimamente estoy teniendo una preocupación al respecto en cuanto a ciertas manifestaciones que pareciera que tuvieran cierta orientación hacia lo político”, se lo escucha decir en una entrevista que le hizo en 1971 Mónica Cahen D’Anvers (por entonces conocida como Mónica Mihanovich) para el viejo Canal 13.
Dictadura y desaparecidos
En 1975, tras la salida de Caggiano, asumió como arzobispo titular de Buenos Aires y el papa Paulo VI lo nombró primado de la Argentina, el máximo escalón de la jerarquía católica en el país. El reloj del golpe, como lo llamó el entonces comandante del Ejército, Jorge Rafael Videla, avanzaba a paso firme y Aramburu mantuvo un constante diálogo con los jefes militares que preparaban el derrocamiento de la presidenta María Estela Martínez de Perón. Por protocolo, esas reuniones eran habituales -casi una cuestión de protocolo- pero en los análisis políticos de la época se las seguía tratando de analizar sus connotaciones políticas.
Con los militares ya en el poder, evitó pronunciarse sobre la masacre de los curas palotinos en la iglesia porteña de San Patricio, perpetrada por grupos de tareas de la dictadura el 4 de julio de 1976. Mantuvo silencio a pesar de que, desde El Vaticano, Paulo VI la condenó sin eufemismos. Siguió manteniendo silencio tres días más tarde cuando, obligado por la declaración del pontífice, se reunió, junto al nuncio apostólico Pio Laghi, con la junta militar para pedir explicaciones. En ese encuentro, los jefes militares abandonaron el burdo libreto del atentado terrorista (habían adjudicado la masacre a la guerrilla) y se excusaron diciendo que los autores podrían haber sido “grupos de tareas fuera de control”.
Más tarde, además de negar la existencia de desaparecidos por la dictadura, no tuvo reparos en calificar de “oportunistas” a los reclamos de las Madres de Plaza de Mayo y negó que la Iglesia los compartiera o los representara. “La Iglesia no es representante de nadie, sino solamente del pueblo de Dios, de modo que no ha tomado la representación de uno o de otro”, respondió elípticamente cuando le preguntaron sobre el tema, a la vez que explicó que la Iglesia “apoyaba con reservas” la ley de autoamnistía que preparaba la dictadura en retirada para lograr la impunidad de sus crímenes.
Contra el divorcio y los juicios
Recuperada la democracia, manifestó su desconfianza sobre la justicia del proceso a los integrantes de las juntas militares promovido por el gobierno de Raúl Alfonsín. Seguía abogando por “el perdón y la reconciliación” de los argentinos. “La negación del perdón es un virus diabólico, que carcome los nobles sentimientos del corazón”, dijo sobre el tema.
Por entonces seguía encabezando la Conferencia Episcopal Argentina y sus declaraciones jugaban fuerte en la disputa política. Desde ese lugar rechazó la Ley de Divorcio y se opuso expresamente a nombramientos en el gobierno -sobre todo en el área de Educación- de personas que no siguieran los preceptos de la Iglesia.
Al cumplir 75 años, en 1987, presentó su renuncia al Arzobispado, tal como establecen las reglas del Vaticano, pero el papa Juan Pablo II demoró tres años en aceptarla. Seguía en el cargo cuando asumió la presidencia Carlos Menem, cuyo gobierno recibió con simpatía al cual apoyó en temas claves como la privatización de las empresas públicas y el indulto a los genocidas condenados.
Cuando se retiró, en 1990, para dejar su lugar al cardenal Antonio Quarracino, había sumado otro récord: el de ser el primero en llegar a las bodas de oro episcopales en la historia de la Iglesia católica argentina. Desde entonces se retiró de la escena pública y se recluyó en un departamento del barrio de Belgrano, donde vivía acompañado por su secretario privado. Dos veces por semana iba hasta la Iglesia de San Cayetano para escuchar confesiones, una práctica que mantuvo casi hasta poco antes de morir.
Sus restos descansan en una tumba de la Capilla de San Juan Bautista de la Catedral de Buenos Aires. En la placa de mármol puede leerse: “Adveniat Regnum Tuum (venga tu reino), Juan Carlos Cardenal Aramburu, I Arzobispo de Tucumán, IX Arzobispo de Buenos Aires. 11-II-1912 / 18-XI-2004″.