Truman Capote hojeaba los titulares del New York Times una mañana de noviembre de 1959 cuando un breve artículo capturó su atención: “Granjero acaudalado y tres familiares asesinados”. La noticia del descubrimiento de los cadáveres de la familia Clutter en Holcomb, Kansas despertó curiosidad en el periodista, previo a convertirse en una celebridad neoyorquina. Pero tampoco demasiado, según declaró él mismo en The New York Times años más tarde cuando él era noticia.
“In cold blood” (A sangre fría). El 29 de noviembre, la revista Time presentó el caso con este título que lograba dimensionar la brutalidad del asesinato múltiple y atraer al mismo tiempo toda la atención de Truman Capote, quien haría historia con aquella cobertura. El editor del New Yorker, William Shawn, con buen olfato periodístico, le propuso a éste que viajara a Kansas a cubrir el caso.
Capote aceptó el encargo y emprendió el viaje junto a su amiga Harper Lee, autora de Matar a un ruiseñor, quien se unió a él para apoyarlo en la investigación de lo que se convertiría en un trabajo trascendental.
Las horas finales de los Clutter
Herbert Clutter, su esposa Bonnie y sus hijos adolescentes, Nancy y Kenyon, los protagonistas de la trágica historia, vivieron sus horas finales en su granja River Valley, en la pequeña comunidad de Holcomb. Herbert, un hombre austero y metodista ferviente, se había ganado el respeto de la comunidad como uno de los granjeros más prósperos de Kansas.
Richard Hickock y Perry Smith, ex convictos y compañeros de celda, fueron quienes arrancaron de cuajo la vida feliz de los Clutter. Sin dinero y llenos de resentimiento, los dos hombres urdieron un plan tras escuchar de otro recluso que Herbert Clutter guardaba una pequeña fortuna en una caja fuerte en su casa. “Diez mil dólares”, dijo el informante. Una cifra muy alta para la época. Pero la realidad en aquella casa era distinta. La familia Clutter no escondía ningún tesoro; su única riqueza estaba dada en los fuertes lazos que unían a todos sus miembros.
La noche del 14 de noviembre de 1959, Hickock y Smith irrumpieron en la granja, seguros de encontrar el dinero que les permitiría construir una nueva vida en México. Primero inmovilizaron a Herbert en el sótano. Lo ataron de pies y manos y le cortaron la garganta con un cuchillo de caza. Herbert, en un último acto de resistencia, logró desatar una mano, pero la respuesta fue fulminante: un disparo de escopeta terminó con su vida. Su hijo Kenyon fue el siguiente; atado en un sofá, Smith le disparó a quemarropa en la cara, cerca de la nariz y le destrozó la cabeza. No solo no sintió ningún tipo de remordimiento. También hizo bromas macabras: “Me gustaría ver cómo va a hacer el embalsamador para rellenar ese agujero”, le dijo a Hickcock.
Luego, los asesinos subieron a la habitación donde se encontraba Nancy Mae Clutter, de dieciséis años. Sin escuchar sus ruegos, le dispararon detrás del oído, a pocos metros de un oso de peluche que recordaba su corta edad e inocencia. El último tiro fue para Bonnie, la madre, ejecutada en su cama con una bala en la sien, donde aterrada lo habría escuchado todo.
El botín de los asesinos consistió en apenas unos prismáticos, una radio portátil y cuarenta dólares. Al huir dejaban tras de sí una familia masacrada y un pueblo que jamás volvería a ser el mismo.
Capote llegó a Holcomb con una misión clara: descifrar cómo un crimen tan salvaje había afectado la vida de un pueblo que no tenía por costumbre cerrar con llave la puerta de su casa. El periodista se había preparado para enfrentarse a una comunidad cerrada y aturdida por crimen atroz, pero el recibimiento fue peor de lo imaginado. Nadie quería hablar. Pero con Harper Lee como colaboradora, consiguió aproximarse a las personas clave en la historia: desde los familiares de las víctimas hasta los propios investigadores que trabajaron en el caso.
Durante esos encuentros, Capote indagó sin descanso, impulsado por un interés casi obsesivo. Reconstruyó minuciosamente las últimas horas de la familia Clutter, cada movimiento, cada palabra que pudieran haber dicho antes de caer presos de sus verdugos. Para los habitantes de Holcomb, el crimen no solo había sido una tragedia, sino una ruptura del equilibrio en su pequeño universo. Personas que jamás se habían sentido amenazadas comenzaron a mirar a los extraños con desconfianza. El mundo había dejado de ser un lugar confortable, definitivamente.
El desarrollo de la investigación fue lento y frustrante. No había ninguna pista para el cuádruple asesinato. En la escena del crimen no faltaba nada valioso y no había sobre quien recayeran sospechas. La familia Clutter era sumamente respetada y era difícil imaginar un enemigo oculto. La investigación encontró un rumbo cuando un presidiario de la cárcel de Garden City, Floyd Wells, confesó que él había sido quien, en medio de una conversación, había mencionado a Hickock la existencia de una caja fuerte y de una fortuna que los Clutter supuestamente guardaban en su granja.
Con el nombre de los asesinos comenzó la búsqueda. La policía siguió las huellas de Hickock y Smith que conducían a México. Sin embargo, no fue sino hasta el 30 de diciembre de 1959 que los atraparon. Capote, quien ya entonces había iniciado entrevistas con los sospechosos, se adentró en la psique de aquellos hombres con una intensidad casi morbosa. Perry Smith, en particular, le provocaba una extraña fascinación. En sus entrevistas, Capote veía en Smith a un ser atormentado, desgarrado por su pasado y por los abusos sufridos en la infancia, detalles que el escritor documentó cuidadosamente.
En un intento de procesar el duelo, muchos habitantes del pueblo de Holcomb recurrieron a Capote y Harper Lee, quienes ya eran figuras conocidas. Capote documentó la frialdad, la violencia y las despiadadas ejecuciones de cada miembro de la familia. Describió a los asesinos como “dos desgraciados” que, en vez de luchar por cambiar su destino, eligieron tomar la vida de quienes no tuvieron más defensa que la inocencia y la confianza en los suyos.
Capote y Lee pasaron varios años entre los testimonios del pueblo, los archivos judiciales y las celdas de los criminales, trabajo que se convertiría en A sangre fría, la obra cumbre de Truman Capote. Su asistente de investigación no podía haberse desempeñado mejor sin embargo, con el tiempo no le dio su debido reconocimiento. “Me hizo compañía mientras senté base allí. Creo que estuvo conmigo durante dos meses. Hizo varias entrevistas, tomaba sus propios apuntes. Yo los consultaba –confesó al The New York Times– Fue una gran ayuda en el comienzo, cuando no avanzábamos demasiado con la gente del pueblo. Se hizo amiga de las personas que yo quería conocer, de aquellos que iban a misa los domingos”.
Gracias a la ayuda de Harper Lee, dueña también de una pluma brillante, Capote reconstruyó a lo largo de casi seis años la tragedia de los Clutter y de sus asesinos. Vivió en Kansas, se sumergió en la vida del pueblo, con el contexto de la Guerra Fría; entrevistó en la cárcel a los asesinos y llegó a enamorarse de Smith. Y publicó todo en New Yorker, incluida la ejecución en la horca de Smith y de Hickcock que presenció como testigo.
El juicio de Richard Hickock y Perry Smith comenzó como uno de los procesos más esperados de la historia judicial de Kansas. Con los nombres y fotografías de los asesinos en los periódicos, el estado entero seguía con atención cada detalle, revelación, cada testimonio, como si fuera una ficción.
A lo largo del proceso, Hickock y Smith intentaron diluir sus culpas; al principio, insinuaron que el crimen había sido obra de ambos en igual medida. Sin embargo, poco a poco, las pruebas y sus propios testimonios señalaron a Smith como el verdugo principal. Perry Smith, quien cargaba con una historia de abuso y abandono desde la infancia, confesó haber sido quien disparó los tiros que acabaron con la vida de los Clutter. Al intentar explicar lo inexplicable, Smith reveló un lado oscuro y perturbador.
En el estrado, la defensa intentó en vano argumentar en favor de la inestabilidad mental de ambos acusados. Los abogados plantearon que el sufrimiento de sus vidas los había empujado a un estado mental alterado. Pero el jurado no se dejó convencer. La brutalidad sin remordimientos, la meticulosa planificación y la fría ejecución del crimen, eliminaron cualquier sentimiento piadoso.
El 29 de marzo de 1960, Hickock y Smith fueron condenados a muerte. Se fijó la ejecución para ser realizada en la prisión de Lansing, en Kansas, donde los dos criminales permanecerían en el pabellón de la muerte durante cinco años mientras agotaban sus apelaciones. Durante este tiempo, Truman Capote, ya comprometido con su obra y obsesionado con el caso, se mantuvo en contacto con ambos, especialmente con Smith, cuya personalidad compleja lo fascinaba.
La ejecución, llevada a cabo el 14 de abril de 1965, fue vista por todo el país. A medianoche, Hickock subió primero al cadalso. “Sólo quiero decir que no les guardo rencor. Me están enviando a un mundo mejor de lo que éste fue para mí”, dijo en sus últimas palabras antes de que la soga se llevara su vida. Smith le siguió poco después, pronunciando un breve y perturbador discurso en el que afirmó no creer en la pena de muerte y pidió un perdón que, por su tono de resignación, resultaba más trágico que genuino.
La experiencia de cubrir el caso Clutter marcó un antes y un después en la vida del escritor estadounidense. Lo que comenzó como una simple investigación periodística para el New Yorker se convirtió en una obsesión que lo consumió durante casi seis años. Para ese entonces, Capote había alcanzado fama en el ámbito literario, pero la magnitud de su proyecto lo llevó a un nuevo nivel de exposición y al mismo tiempo de vulnerabilidad emocional. Él mismo lo confesó años después: “Nadie sabrá nunca lo que A sangre fría se llevó de mí”. La verdad detrás de esta frase revelaba la conexión casi enfermiza que desarrolló con sus fuentes, sus personajes y, en última instancia, con la brutalidad del crimen que relató.
El impacto emocional de esta historia en Capote fue tan devastador que, al regresar a Nueva York para concluir su obra, comenzó a distanciarse de su círculo social. Las fiestas, los eventos y las reuniones con la élite literaria y artística de la ciudad fueron perdiendo brillo. Las noches de trabajo incansable, de revisar una y otra vez los testimonios y los detalles de la investigación en busca de la narrativa perfecta, lo agotaron. Aunque había planeado su obra como un simple reportaje, el proceso de escribir A sangre fría lo llevó a profundizar en un estilo que, con los años, definiría el periodismo narrativo moderno: la novela de no ficción.
Al fin, en 1966, A sangre fría fue publicada. La recepción fue arrolladora; el libro se convirtió en un best-seller y en un fenómeno literario. Durante 35 semanas se mantuvo en la lista de éxitos de The New York Times, y su combinación de investigación rigurosa con narrativa novelística fue celebrada como una innovación revolucionaria en el mundo literario. Capote había logrado explorar la cruda realidad de un crimen con el rigor de un reportaje y a su vez, la profundidad y sensibilidad de una novela.
A medida que la fama crecía, Capote se enfrentaba a conflictos internos. El impacto del crimen y de haber presenciado la ejecución de los asesinos lo sumieron en una profunda crisis. La obra, que lo llevó a la cúspide de la literatura estadounidense, también desencadenó sus peores demonios. La adicción al alcohol y las drogas se hicieron más intensas y comenzó a aislarse del mundo.
La obra maestra que él mismo definió como la culminación de su vida literaria le dejó una cicatriz imborrable. El 25 de agosto de 1984 despertó en la mansión de Los Ángeles de Joanna Carson, la ex esposa del animador Johnny Carson. Estaba pálido, sentía un cansancio abrumador. Joanne pensó que un buen desayuno recuperaría sus fuerzas, pero Truman no dejó que hiciera nada. Habló mucho, durante tres o cuatro horas, en especial de su madre. No había bebido. La autopsia demostró que no había rastros de alcohol en su sangre. Pero sí que había tomado un cóctel de drogas, Valium, Dilantin y Codeína y hasta Tylenol, aparte de otras drogas opiáceas no identificadas. Joanna Carson intentó llamar a una ambulancia, pero el escritor se lo prohibió: “No quiero volver a pasar por todo eso. Si te importo, no hagas nada. Dejáme ir”.