La bomba era casera y fue arrojada con una pericia letal. Simón Radowitzky se había bajado del tranvía en la esquina de Callao y Quintana. Caminó por Quintana hasta llegar a las inmediaciones del Cementerio de la Recoleta, y esperó. Su objetivo, planificado durante meses junto a otros compañeros cuyos nombres nunca delató, estaba a punto de asomarse.
El coronel Ramón Falcón, jefe máximo de la que después sería la Policía Federal Argentina, estaba sentado en la parte trasera del coche de caballos Milord. Salía del cementerio tras el funeral de un compañero de la fuerza y charlaba con su secretario, Juan Alberto Lagartigau. No se dieron cuenta de que un joven íntegramente vestido de negro se acercaba demasiado al auto. Cuando lo vieron, Radowitzky ya estaba tirando la bomba casera dentro del auto, justo entre las piernas de Ramón Falcón.
No hubo tiempo de nada: la bomba estalló, destrozó el carruaje e hirió de muerte a los dos ocupantes del Milord. La asistencia sanitaria llegó lo más rápido que pudo, y aún así, encontró a Falcón y a Lagartigau prácticamente desangrados. Los trasladaron al Hospital Fernández e intentaron salvarlos. Pero no hubo caso: unas horas más tarde, los dos habían muerto. El atentado había cumplido con el objetivo que Radowitzky y sus cómplices se habían puesto unos meses antes: ajusticiar al hombre que había reprimido ferozmente las manifestaciones del 1º de mayo de ese año, 1909. Las manifestaciones anarquistas y socialistas del Día del Trabajador.
Sablazos inolvidables
Varios años antes de ese 14 de noviembre de hace 115 años en el que atentó contra la vida del jefe de la Policía de la Capital -así se llamaba entonces el organismo que luego sería la Policía Federal-, Simón Radowiztky estaba en su Kiev natal, cuando esa ciudad era parte de la Rusia zarista, cuando recibió un sablazo oficial.
Radowitzky era un adolescente que ya había abandonado sus estudios formales para convertirse en aprendiz de herrero. La hija del herrero que lo capacitaba fue la que lo inició en el anarquismo: le hizo conocer las ideas principales de ese movimiento y leer su prensa orgánica. Lo hizo acercarse a las fábricas y a sus organizaciones obreras. Por eso a los 14 años Simón ya era parte de una planta metalúrgica y también participante de una manifestación que exigía la reducción de la jornada laboral.
El sablazo le llegó de parte de un cosaco al servicio de la represión zarista y confinó al jovencísimo Radowitzky a permanecer seis meses en cama, en medio de una recuperación lenta y dolorosa. La salida de ese confinamiento tampoco fue fácil: una vez recuperado, fue condenado a cuatro meses de prisión por haber repartido prensa obrera. Viajar a la Argentina fue el exilio que lo salvó de ser deportado a Siberia por las autoridades rusas. Así que tomó un buque y empezó una nueva vida. Pero nunca olvidó el sablazo.
Una represión feroz
“Hay que concluir, de una vez por todas, con los anarquistas en Buenos Aires”, había dicho el coronel Ramón Falcón al bajar de su auto en pleno centro de la Ciudad el 1º de mayo de 1909, 197 días antes de que Simón Radowitzky lo asesinara. Era el Día del Trabajador y, en homenaje a los mártires de Chicago, los socialistas y los anarquistas marchaban, por separado, en distintas zonas del centro porteño.
Según publicó el diario La Prensa en su edición del 2 de mayo, Falcón se aferró a que recibía órdenes directas desde el Ministerio del Interior y dio inicio a una represión brutal contra las manifestaciones obreras. Las fuerzas de seguridad mataron a once obreros e hirieron a alrededor de cien, incluidos algunos niños. Los días posteriores, varios de los heridos más graves también perdieron la vida.
Después de que Falcón diera la orden de reprimir, la policía montada que le respondía empezó a dispersar a los manifestantes a fuerza de balazos y también de sablazos. Esa forma de atacar, contarían años después los que conocieron a Radowiztky, conectó al militante inmediatamente con los cosacos, con el ataque que lo metió medio año en la cama, con su exilio forzado. De eso, entre otras cosas, iba a vengarse unos meses después.
El enfrentamiento entre la Policía y los militantes del anarquismo y del socialismo crecería aún más en las jornadas posteriores al Día del Trabajador. El 4 de mayo, tres días después de las manifestaciones y la masacre, unos 60.000 obreros se reunieron en las inmediaciones de la morgue a la espera de los cuerpos de los militantes reprimidos hasta la muerte. Querían acompañarlos en un cortejo masivo hasta el Cementerio de Chacarita.
Para evitar la enorme concentración de familias obreras, la Policía se interpuso entre las familias de los muertos y sus féretros. Dispersaron a la enorme mayoría de los militantes otra vez a fuerza de caballos policiales, sables y balas. Incluso en ese escenario, unos 4.000 obreros lograron llegar al cementerio y rendir su homenaje, pero la Policía los esperaba a la salida. De nuevo, los balearon.
La represión sistemática asfixiaba a trabajadores anarquistas y socialistas mientras que era celebrada oficialmente. El mismísimo Presidente de entonces, José Figueroa Alcorta, rindió honores al coronel Falcón, junto a dirigentes de la Bolsa de Comercio y los líderes de la industria cerealera, entre otros sectores de la élite porteña.
El brutal avance de la Policía sobre los manifestantes, tanto el Día del Trabajador como ante el cortejo hacia Chacarita, hizo que esos días fueran bautizados como “Semana Roja”, una marca de la violencia oficial que se vivía en esos primeros años del siglo XX en la capital argentina. Las centrales obreras, tanto de corte socialista como anarquista, exigieron formalmente a las autoridades la desvinculación del coronel Falcón y se declararon en huelga. Las autoridades sentaron posición: el líder de la Policía no sólo conservaría su trabajo sino que sería homenajeado. Falcón no lo sabía, pero el salvajismo de la represión que había orquestado sería el móvil para el atentado que terminaría con su vida.
La venganza, un plan detallado
Simón Radowiztky había llegado a la Argentina en marzo de 1908 y había entrado enseguida en contacto con las organizaciones anarquistas de Buenos Aires. Su participación en las protestas de 1905 en su ciudad natal, en el movimiento que se conoció como la Primera Revolución Rusa, le servía de gran credencial a la hora de acercarse a los líderes obreros de nuestro país.
La “Semana Roja” lo había impactado y le había hecho sentir demasiado cerca la ferocidad de los cosacos de los que había huido del otro lado del océano. Los que lo conocieron en Argentina lo escucharon recordar cómo los sablazos de los zaristas dejaban tendales de muertos en las calles de Kiev, y cómo los hechos de la represión liderada por Falcón le habían removido esos recuerdos.
Estuvo presente en las reuniones anarquistas que se organizaron para, en primera instancia, exigir que Falcón fuera desvinculado y, ante la negativa oficial de esa medida, empezar a planificar el paso a la acción directa. Estaban decididos a planificar lo que consideraban un “ajusticiamiento” del titular de la Policía.
Fueron meses de estudio de cada movimiento de Falcón y de planificación entre al menos cinco personas que conocían cada detalle del operativo que terminaría en la detonación de la bomba casera. Hasta que llegó ese 14 de noviembre y Radowitzky cumplió con su objetivo, una venganza contra el hombre que había arrasado contra sus compañeros.
Un intento de suicidio, una fuga y un indulto
“¡Viva la anarquía!”, gritó Simón Radowitzky rodeado de policías vestidos de civil. Y se disparó en el pecho, del lado izquierdo. La bala con intenciones suicidas apenas lo hirió, y el anarquista fue inmediatamente detenido, a pocas cuadras de donde había atentado contra el coronel Falcón. Lo trasladaron al mismo hospital en el que morirían sus dos víctimas, y lo estabilizaron enseguida.
Después, lo llevaron a una comisaría y lo torturaron incansablemente mientras lo interrogaban. Según consta en las actas del caso, Radowiztky contestaba sólo dos cosas: “Tengo una bomba para cada uno de ustedes” y, como cuando intentó quitarse la vida, “viva la anarquía”. No dio ninguna información sobre sus cómplices.
Por la enorme repercusión del asesinato de Falcón, el proceso judicial se llevó a cabo a una velocidad inédita. Estaba todo dado para que Simón fuera condenado a muerte, pero a través de su familia logró dar con una partida de nacimiento que, aunque no tenía todos los sellos consulares necesarios, logró comprobar que el acusado era menor de edad. Eso, por la ley vigente en ese momento, impedía que fuera ejecutado.
La condena fue a prisión por tiempo indeterminado y a que el militante viviera a pan y agua cada año durante veinte días. No eran veinte días cualquiera, sino los que empezaban al cumplirse el aniversario del atentado que había cometido contra el titular de la Policía.
Su primer destino como preso fue la Penitenciaría Nacional que funcionaba en el terreno en el que hoy está el Parque Las Heras. Pero un intento de fuga lo confinó a Ushuaia, allí donde funcionó la Cárcel del Fin del Mundo. Incluso en esas condiciones de aislamiento, y con ayuda de militantes anarquistas fuera de prisión, Radowiztky logró fugarse y escapar a Chile por mar, pero fue recapturado y la consecuencia fue inmediata: los oficiales aumentaron su aislamiento y redujeron su alimentación.
En 1930, el entonces Presidente, Hipólito Yrigoyen, cumplió (aunque con años de demora) lo que había prometido a los anarquistas que habían apoyado su llegada a la Casa Rosada: el indulto para Simón Radowitzky. Pudo salir de la cárcel en la que permanecía encerrado en Tierra del Fuego y fue obligado inmediatamente a abandonar el país. Llevaba 22 años en la Argentina y se había convertido en un referente para las organizaciones obreras, además del perpetrador de uno de los hechos que más conmovieron a la sociedad argentina en aquellos años.
No detuvo su militancia: después de un breve paso por Uruguay, se sumó a las filas republicanas en medio de la Guerra Civil Española y, cuando el franquismo se impuso, se trasladó a México. Pasaba sus días entre la fábrica de juguetes en la que trabajaba y la edición de revistas anarquistas. El 4 de junio de 1956, casi medio siglo después del asesinato que lo convirtió en un referente histórico para los suyos, lo mató un paro cardíaco. Su tumba dice: “Aquí reposa un hombre que luchó toda su vida por la libertad y la justicia social”.
En Callao y Quintana, donde Radowiztky bajó del tranvía y caminó hacia su víctima, hay una placa que recuerda que allí se produjo el atentado. Muy cerca de ella, una estatua le rinde homenaje al coronel Ramón Falcón, cuyo nombre fue también el de la Escuela de Cadetes de la Policía Federal Argentina hasta hace apenas algunos años. Ese coronel que hizo que los sablazos de sus oficiales tocaran las vísceras y las fibras más sensibles de un hombre al que, en su terruño, esos sablazos casi lo matan. Un hombre que planeó su venganza. Y la ejecutó.