El 13 de noviembre de 1974, Butch DeFeo fue a trabajar, después visitó a su novia y a las 7 de la tarde llegó al pub en el que se encontraba casi diariamente con sus amigos. El ingreso fue algo más agitado que de costumbre. Apenas cruzó la puerta, Butch alteró su respiración y empezó a clamar por ayuda: “¡Creo que mataron a mis padres!”. Sus amigos y varios parroquianos más salieron con él hacia su residencia que quedaba a escasa distancia de allí.
El grupo corrió unas pocas cuadras hasta arribar a una señorial casa de estilo colonial holandés de tres pisos, con un gran parque y con un pequeño embarcadero. Una vivienda elegante y hermosa que se convertirá en la gran protagonista de esta historia.
Butch subió a zancadas las escaleras. El resto lo siguió y se sintió obligado a saltear los escalones de dos en dos. Fue directo a la habitación de sus padres. Estaban acostados boca abajo y tapados por una colcha. Del lado de la madre un charco bordó se había formado en el piso. Ambos estaban muertos. Alguien les había disparado. Butch lloró con ruido, hipaba al tiempo que balbuceaba que no podía creer lo que había sucedido. Uno de sus amigos dejó el dormitorio e inspeccionó las otras habitaciones. En cada una había un hermano DeFeo acribillado. Cada uno estaba acostado en su propia cama y había sido tapado. Nadie se animaba a contarle de los otros hallazgos macabros a Butch que seguía llorando al pie de la cama matrimonial. Alguien había asesinado a casi toda la familia DeFeo: a los padres y a cuatro de sus hijos. El único sobreviviente era Robert DeFeo Jr, Butch.
La historia puede empezar con otra escena, situada un año y medio después. Un matrimonio joven con tres hijos chicos busca una casa para mudarse. El agente inmobiliario los lleva a la que está ubicada en el 112 de Ocean Avenue en Amityville, Long Island, Nueva York. Es preciosa y amplia. Tiene más comodidades de la que el señor Lutz soñaba para su familia. Y lo más sorprendente es que el precio es muy bajo. Es una oportunidad que no pueden dejar pasar. La esposa cuando mira las habitaciones del tercer piso, abre las ventanas redondas, como ojos de buey, para observar el paisaje. Nota que las casas de alrededor tienen las ventanas cerradas, casi tapiadas. Tarda unos segundos en darse cuenta que sólo están en esa condición las que apuntan hacia la vivienda en que ella está. Prefiere dejar pasar el detalle, sin siquiera comentárselo a su marido. Deciden comprar la propiedad. Es la casa de sus sueños. Pero se va a convertir en un lugar que sólo les va a provocar pesadillas. Y de las más atroces.
Volvamos al día de los homicidios múltiples, de la masacre de la familia DeFeo. La policía le tomó declaraciones a todos los presentes y también a Butch. Le dijeron que lo iban a trasladar a la comisaría para protegerlo y que una vez allí le pedirían al juez y a alguna oficina estatal que le proporcionaran un lugar para quedarse oculto: los que habían matado a su familia sabían lo que hacían. Era evidente que él se había salvado sólo porque no había estado en la casa. Era lógico suponer que sería el próximo objetivo. En el patrullero Butch dio algún detalle más sobre la jornada. No se percató de que algunos de sus dichos se contradecían con lo que había expresado en su casa. Los policías, en un primer momento, creyeron que era producto del shock que atravesaba. Antes de llegar a destino, Butch desde el asiento trasero, les preguntó a los policías, ya que ellos tenían experiencia en escenas del crimen, si tenían noción de cuánto tardaban las compañías en pagar los seguros de vida a los familiares supérstites.
En la comisaría los investigadores lo sometieron a un riguroso interrogatorio y Butch cometió torpeza tras torpeza. Su historia no cerraba por ningún lado. En su relato había más contradicciones que datos ciertos, irrefutables. No tardó demasiado en confesar los crímenes. Él había matado a toda su familia. “No sé qué pasó. Una vez que empecé, no pude parar. Les tuve que disparar uno detrás del otro”. No quedaban muy claras las motivaciones. Aunque habló de la violencia del padre, de abusos contra las hermanas, de una pelea feroz que había habido la noche anterior. Para despejar dudas indicó el lugar en el que había tirado el arma y las municiones restantes. Detrás de unas hojas y sobre una alcantarilla, los investigadores encontraron el arma de caza utilizada con sus huellas.
Además del móvil persistía una duda: si fue matando uno a uno en su cama, por qué ninguno se escapó o se resistió al escuchar los disparos. Por un momento se creyó que había utilizado un silenciador pero no fue así. Butch dijo que había diluido varios somníferos en la cena y por eso todos siguieron durmiendo pese a las detonaciones. Pero los análisis forenses no encontraron restos de somníferos en los cadáveres.
Butch primero disparó contra su padre. La bala entró por la espalda. Para asegurarse, gatilló por segunda vez en la nuca. La madre se despertó alertada pero nada pudo hacer. A ella también le dio dos balazos. Luego pasó a los dormitorios de los hermanos que tenían entre 18 y 9 años. Un disparo a quemarropa a cada uno. A los seis los acomodó en sus respectivas camas y los tapó. Luego se bañó, lavó la ropa ensangrentada y se fue al trabajo. Como si fuera un día normal.
En los años posteriores, desde el juicio oral en adelante, DeFeo cambió de versión varias veces. Dijo que fue su hermana Dawn de 18 años quien tuvo la idea y quien cometió gran parte de los crímenes de los padres pero que ella luego de disparar contra la madre fue hasta la habitación de los dos varones, de 9 y 12 años, y les disparó para no dejar testigos. Eso, siempre según Butch, lo enfureció y pelearon hasta que él le disparó a Dawn. Otra versión que brindó se relacionó con las vinculaciones (reales) de la familia con la mafia. Años después, para una de las tantas apelaciones, también dijo que había tenido dos cómplices pero uno de ellos, que había presentado una declaración jurada afirmando su participación y hasta asumiendo el rol de instigador, no existía y el otro había muerto años antes. Por último también dijo que en realidad a él lo habían utilizado como instrumento para cometer los crímenes, que había sido víctima de una fuerza superior, que una voz le ordenó paso a paso qué hacer y que él obedecía sin voluntad, como si fuera manejado por alguien externo a él. Fuerzas demoníacas, enviados del mal, habían actuado a través suyo.
El juez no creyó nada de todo eso, mucho menos en la versión esotérica. Dio por buenas las investigaciones del equipo fiscal sobre los diversos antecedentes penales de Butch, el uso habitual de drogas duras, y prefirió creerle a cada una de las pericias que lo señalaban como autor de la matanza. Le dio una pena de 25 años por cada crimen cometido. Es decir debía purgar 150 años de prisión. No llegó, 46 años después, murió todavía preso en medio de la pandemia de Covid.
Hasta acá un crimen atroz, intrafamiliar, una masacre de un hombre fuera de sí que mató a sus padres y a sus cuatro hermanos menores. Pero a partir de ese momento comienza otra historia, más interesante e intrigante. Butch, apenas fue condenado, puso la casa en venta a través de su abogado. Es muy probable que el defensor estuviera interesado en la operación porque de allí se cobraría sus honorarios.
Los que conocían que la casa de Amityville había sido el escenario de los crímenes preferían no visitarla. Pero llegó George Lutz y no pudo resistirse a un precio tan conveniente: 80.000 dólares por una casa de tres plantas con pileta, jardín enorme y un embarcadero. Se mudó junto a su esposa, sus tres hijos chicos y su perro.
Pero 28 días después abandonaron espantados la casa de Ocean Avenue 112. La casa estaba embrujada, dominada por espíritus malignos. Y nada de lo que intentaron sirvió. Llamaron a un sacerdote para que la bendijera, para que alejara los espíritus. Pero el religioso mientras paseaba con el incienso pendular por las habitaciones escuchó una voz de ultratumba que con tono imperativo le ordenaba que se alejara de ahí. Una semana más tarde probaron con un exorcismo pero eso tampoco resultó.
Las ventanas se abrían solas, en el sótano apareció una habitación teñida de rojo, sonidos de actividad sexual intensa y continuada provenían del embarcadero, las paredes transpiraban, el piso se llenaba súbitamente de un líquido viscoso, una especie de slime con vida propia que bajaba como un río turbio por la escalera principal, huellas de pies gigantes aparecían estampadas en la nieve, los más pequeños veían animales que hablaban, de noche algunos muebles se movían solos y permanentemente se escuchaban voces.
Alguien sostuvo que la causa de estos fenómenos no se hallaba sólo de la masacre de los DeFeo perpetrada por el hijo mayor. En esas tierras se había situado un antiguo cementerio indio y los espíritus habían quedado merodeando por el lugar.
Jay Anson publicó a fines de 1977 el libro titulado The Amityville Horror. A True Story (en castellano fue Aquí vive el horror). Narra los sucesos paranormales y terroríficos ocurridos en la mansión de Ocean Boulevard.
El libro se convirtió en un éxito enorme. Vendió, a lo largo de los años y las diferentes ediciones, más de 10 millones de ejemplares. Anson no entrevistó a los Lutz sino que se basó en los testimonios que ellos grabaron en cassettes. Más de 45 horas de relatos de las experiencias paranormales que sufrieron en esas cuatro semanas en la casa del terror.
Al poco tiempo llegaron las desmentidas. Los nuevos propietarios, los vecinos y especialistas refutaron gran parte de las afirmaciones del texto. Ninguno de los que vivió allí las cinco décadas posteriores sufrió algún evento paranormal, ninguno se cruzó con un espíritu maligno y las paredes dejaron de transpirar sangre. Hubo argumentos científicos, pruebas documentales, meras verificaciones de hechos como por ejemplo informes meteorológicos que mostraban que en esa época no había nevado en Amityville. Todo eso alejó las supersticiones. Pero ya no importaba demasiado. La casa, para casi todo el mundo, estaba embrujada. Para muchos en sus tres plantas sucedieron (y seguirán sucediendo) fenómenos paranormales.
Se cree que todo fue un gran engaño (y muy eficaz y lucrativo por cierto) montado por los Lutz, el abogado defensor de DeFeo y Anson.
Hubo algo más que reforzó la creencia y expandió la leyenda. El libro de Anson fue adaptado al cine. The Amityville Horror (Aquí Vive el Terror) dirigida por Stuart Rosenberg y protagonizada por Margot Kidder y James Brolin fue un gran éxito de público. El honor chauvinista argentino quedó resguardado por la nominación al Oscar que obtuvo Lalo Schiffrin por la música original.
Luego llegó la precuela, que se centró en los crímenes cometidos por Butch DeFeo. Tras ella se construyó la larguísima saga, una de las más extensas del cine. Secuelas, derivaciones, remakes, remakes de las secuelas, remakes de las remakes. Decenas de películas que explotaron las leyendas de la casa del terror en Amityville (quién quiera saber más de la película que fue el punto de partida de la franquicia debe escuchar el capítulo 47 del excelente podcast Frame Fatale –con Santiago Calori, Axel Kuschevatsky, Sebastián De Caro y ahora con la incorporación de Sebastián Rotstein- dedicado a la película dirigida por Rosenberg).
Los hechos y las leyendas produjeron, casi como un rebote inevitable, otras ficciones, libros de investigación, miniseries y documentales sobre los hechos.
La casa de Ocean Avenue modificó su numeración. Ahora es el 108. También se cambiaron las ventanas de los pisos superiores; los ojos de buey le dejaron lugar a estructurales cuadrangulares. La pintura del exterior ya no es oscura, lo que le daba un aspecto más lúgubre al lugar. Ahora es clara, luminosa.
Todos estos cambios fueron hechos para intentar despistar a los curiosos que peregrinan hasta el lugar, para que los nuevos habitantes vivan en paz. Tal vez, también se hicieron como superstición, como un conjuro para alejar los malos espíritus aunque no se crea en ellos.