Fue el mayor triunfo de Margaret Thatcher, la gran derrota de los sindicatos británicos y la puerta que abrió el plan económico de la primer ministro que, a partir de esa victoria, incentivó un plan de privatizaciones de industrias estatales, gas, agua y electricidad por ejemplo, además de las empresas aéreas, petroleras y del acero. Los sindicatos perdieron gran parte de su fuerza, de su poder económico y de su capacidad de acción y de movilización. La derrota minera debilitó aún hasta hoy el movimiento sindical británico.
Nunca una gran huelga hizo tanto por tantos, a favor y en contra.
La huelga de los mineros británicos que estalló hace ya cuarenta años, el 6 de marzo de 1984, fue en realidad un desafío al liderazgo de Thatcher, a quien por algo llamaban “Dama de Hierro” por el legendario instrumento de tortura medieval, que puso todo su empeño y el de su gobierno en derrotar a los huelguistas sin hacer ninguna concesión, sin ceder un solo paso. La huelga duró un año. El 3 de marzo de 1985, los mineros derrotados volvieron al trabajo después de un año de parálisis, de violentos enfrentamientos con la policía, de penurias económicas y de pérdida de los puestos de trabajo.
El movimiento huelguista de los mineros de hace cuatro décadas tiene una historia poco conocida que, tal vez, merezca ser contada. En 1974 una gran huelga en las minas de carbón británicas terminó con el gobierno conservador de Edward Heath y dejó paso al gobierno laborista de Harold Wilson. El Partido Conservador británico elaboró entonces el “Informe Ridley”, firmado por el diputado Nicholas Ridley, que además de analizar las industrias británicas nacionalizadas, proponía cómo luchar y derrotar una huelga importante en una de esas industrias. Era una guía para un futuro gobierno conservador y ponía en la mira a los mineros, que habían impulsado la caída de Heath.
Ridley creía, y lo dejó escrito, que el poder sindical del Reino Unido interfería en forma negativa en el mercado, provocaba inflación y tenía que ser controlado para “restablecer la rentabilidad del Reino Unido”. En el terreno práctico, al esbozar cómo un futuro gobierno conservador podía enfrentar a los sindicatos, propuso: socavar las finanzas de los sindicatos, almacenar carbón en centrales eléctricas para enfrentar una larga huelga y dar un entrenamiento especial a la policía para hacer frente a los piquetes de huelga. Dos años después del Informe Ridley, fue electa primer ministro Margaret Thatcher, que siguió las sugerencias de su par al pie de la letra.
El 1 de marzo de 1984 la NCB (National Coal Board – Consejo Nacional del Carbón) anunció, por sorpresa, el cierre de la mina de carbón de Cortonwood, en el sur de Yorkshire, que sería efectivo a principios del mes siguiente. Menos de una semana después, los mineros de Cortonwood entraron en huelga casi a la par de una nueva propuesta del NCB de cerrar otras veinte minas de las ciento setenta y cuatro que eran propiedad del Estado. La medida dejaba sin trabajo a veinte mil de los ciento ochenta y siete mil mineros registrados. La huelga se extendió de inmediato a todas las minas de carbón, polarizó al país y creó una impensada “grieta” en la vida política y social de Gran Bretaña
La gran mayoría de los trabajadores liderados por la NUM (National Union of Mineworkers – Unión Nacional de Mineros) dejó sus herramientas y clausuró los pozos de trabajo, todos liderados por Arthur Scargill. Los mineros plantearon al gobierno de Thatcher un pliego de condiciones de las que la primer ministro no aceptó ninguna.
Por el contrario, Thatcher hizo de su causa una cuestión nacional. En uno de sus discursos, había sido reelecta en 1983, luego de la Guerra de Malvinas, dijo: “Tuvimos que luchar contra el enemigo exterior en Malvinas. Siempre tenemos que estar alerta frente al enemigo interno, que es más difícil de combatir y más peligroso para la libertad”.
La huelga extendida a toda Gran Bretaña fue seguida por el setenta y tres por ciento de los mineros: en Gales, por ejemplo, el nivel de huelga era del noventa y nueve por ciento.
La huelga fue declarada ilegal porque lo permitía un recurso, un atajo, un pretexto. Una legislación aprobada por los conservadores obligaba a los trabajadores a que aprobaran una huelga por votación, casi en referéndum, para que fuese legal. El NUM no votó la huelga, fue el voto de los mineros locales y regionales los que la aprobaron, pero no la central sindical por lo que la huelga tal vez era legítima, pero era ilegal. Scargill, el líder del NUM, tampoco estaba muy confiado: había perdido tres votaciones para declarar una huelga nacional y temía una cuarta derrota y argumentó, sin demasiada convicción, que una elección sindical nacional no era un requisito constitucional para declarar una huelga. La ilegalidad del movimiento minero no era un dato menor. Hizo que el Partido Laborista y la Confederación Sindical de Gran Bretaña no fueran solidarios, o no fueran demasiado solidarios, con los huelguistas. Además, le dio a Thatcher el argumento que precisaba para intervenir las cuentas bancarias del sindicato minero, tal como preveía el Informe Ridley.
Los huelguistas armaron entonces lo que se conoció como “Piquetes móviles”: grupos de mineros en huelga, muchos de ellos eran de Yorkshire, que viajaban desde sus minas a las zonas donde la huelga era más débil. También perseguían cerrar las minas donde el trabajo continuaba, mermado. Los piquetes móviles entraron enseguida en conflicto con la policía, que intentaba frenar a los mineros en las autopistas para obligarlos a regresar. Hubo altos niveles de violencia entre huelguistas y policías, que también usaban escuadrones móviles y fuerzas que llegaban de toda Gran Bretaña, incluso de zonas sin tradición minera. El eslogan de los huelguistas era: “Cerrar una mina, matar una comunidad”, que acentuaba la idea de una lucha sindical por la supervivencia económica y social de comunidades enteras. A lo largo del año de huelga, más de diez mil mineros fueron detenidos y cerca de cuatro mil condenados en los tribunales.
El episodio más violento, la violencia de esos días fue retratada en varias películas británicas, una de ellas la agridulce “Billy Elliot”, se produjo el 18 de junio de 1984 al sur de Yorkshire, en la mina de Orgreave. Allí, cinco mil huelguistas se enfrentaron a seis mil policías en lo que se conoció como “La batalla de Orgreave”. Más de cien mineros fueron heridos, otros tantos detenidos y acusados de disturbios o desórdenes violentos. En 1991, la policía de South Yorkshire pagó 425 mil libras esterlinas en indemnizaciones a treinta y nueve de los mineros detenidos en 1984 por agresión policial y detención y procesamientos injustos.
Finalmente, el 3 de marzo de 1985, los mineros, sin conseguir una sola de sus reivindicaciones por parte del gobierno de Thatcher, pusieron fin a la huelga. Fue una decisión del NUM tomada por estrecha mayoría. La central obrera tenía sus activos congelados y los mineros huelguistas dependían cada vez más de contribuciones voluntarias. Hubo una, de un millón de dólares, que fue anulada: provenía del futuro líder de la Unión Soviética, Mikhail Gorbachov, a quien advirtieron que su solidaridad con los mineros huelguistas podía traerle dificultades en el futuro entendimiento con los líderes europeos. La política del “Informe Ridley” aplicada por Thatcher hizo que las centrales eléctricas que atesoraban el carbón almacenado, permanecieran abiertas durante el invierno 1984-1985.
El plan de cierre de minas se aplicó en su totalidad. En 1994 de las ciento setenta y cuatro minas que permanecían abiertas sólo quedaban quince, dos estatales. Lo que la directiva del NUM sospechaba, también se cumplió. Los pueblos mineros sufrieron el desempleo masivo, una especie de ruina social, muchos de los huelguistas no volvieron a trabajar. Otros, en cambio, lograron reciclarse, algunos ingresaron en el mundo de la política como concejales locales, incluso como parlamentarios. En 1984 hubo 1221 paros en Gran Bretaña. Sumando horas hombre, las huelgas dejaron también un saldo de veintisiete millones de días laborables perdidos.
La venta de las empresas de servicios públicos británicos, que se había acelerado desde 1983, cobró fuerza luego de la huelga minera. Gran Bretaña recaudó más de veintinueve mil millones de libras por la venta de industrias paraestatales, algunas de ellas pese a que obtenía grandes ganancias, como la British Steel. El proceso de privatización se combinó con la desregulación financiera, en un intento por mantener el crecimiento económico. Thatcher alentó el crecimiento de los sectores financieros y de servicios, que dio origen a una generación de especuladores en la Bolsa. En 1990 la cantidad de tenedores de títulos de la Bolsa de Londres era mayor que la de los afiliados a los sindicatos: un dato que es en sí mismo un tratado de sociología. Y también de economía. Thatcher dijo que se había creado en Gran Bretaña una “democracia de propietarios”. La ruleta dijo cero el 19 de octubre de ese año, conocido como “el lunes negro”, cuando los mercados de todo el mundo se desplomaron en un lapso muy breve. Los inversores británicos bordearon la ruina y la democracia de propietarios llegó a su fin.
Thatcher había sintetizado sus aspiraciones políticas con una frase inquietante y enigmática: “La economía es el método; el objetivo es cambiar el alma”. Ese año 1990, al igual que en los dos años anteriores y a solo cinco del fin de la huelga minera, la vida en Gran Bretaña estuvo marcada por el deterioro de los servicios públicos de salud, transporte y educación, por el alza de las tasas de interés y de los impuestos, por la quiebra masiva de pequeños comercios, por el aumento de la inflación, de la desocupación y de las protestas callejeras. Thatcher perdió las elecciones, renunció y se retiró de la vida política.
Murió el 8 de abril de 2013 a los ochenta y siete años.