Cuando a mediados de la década de los ‘90 escribió “Mindhunter”, el libro en que se basa la serie del mismo nombre que es una de las más vistas en la historia de Netflix, el agente especial del FBI John Douglas hacía mucho que era considerado el mayor experto en la elaboración de perfiles criminales, no solo de la agencia federal de investigaciones estadounidense sino de las policías de todo el planeta. Creador del programa de perfiladores del FBI, se había especializado en crímenes violentos y, especialmente, en los asesinos en serie. Para estudiarlos y aplicar esos conocimientos en la elaboración de perfiles que permitieran capturar a nuevos asesinos, durante años había entrevistado a los autores de los crímenes más resonantes de la época, desde Charles Manson, líder de la banda responsable de la masacre en la casa de Roman Polanski y Sharon Tate, y David Berkowtiz, “El hijo de Sam”, hasta “Pogo el Payaso” John Wayne Gacy y el asesino en serie de jóvenes universitarias Ted Bundy. El historial de entrevistados por Douglas sumaba decenas, pero ninguno lo había impresionado tanto como Ed Kemper.
Kemper fue el criminal en serie más famoso e infructuosamente buscado de principios de la década de los ‘70. La prensa y la policía lo llamaban “El asesino de las colegialas” porque su identidad era un misterio, y es posible que nunca pudieran descubrirlo si el mismo no hubiese llamado por teléfono a la policía después de matar y degollar a su madre en abril de 1973. Tras hacer la llamada se sentó en la puerta de su casa y esperó que vinieran a detenerlo.
“Ya no tengo odio, después de matarla a ella ya no tengo más ganas de matar”, les dijo a los policías mientras lo trasladaban a la comisaría. Los agentes no entendieron que quiso decir, pensaban que llevaban a un loco que en un ataque de ira había asesinado a su madre y a una amiga de ésta que estaba en la casa por casualidad. No sabían que el hombre gordo y enorme que llevaban esposado en el asiento trasero del patrullero cargaba con diez muertes sobre sus espaldas, perpetradas en dos secuencias de asesinatos bien diferenciadas: seis jóvenes estudiantes universitarias y cuatro integrantes de su entorno más cercano.
No lo supo nadie hasta que él mismo, sin recibir ninguna presión, los confesó. Porque hasta ese momento, Ed Kemper había estado siempre un paso delante de sus perseguidores, pero después de matar a su madre permitió que lo alcanzaran. Ya no necesitaba seguir matando. “Kemper tenía un coeficiente intelectual de 145, era un tipo inteligente, y cuando finalmente mató a su madre fue lo último que hizo. Se acabó, fue el final de la historia. Se puso muy emocional, muchos lo hacen, se emocionan mucho, comienzan a hablar sobre su más tierna infancia, sus madres, ese tipo de sentimiento de amor y odio hacia la madre”, contó el agente Douglas a la revista Esquire.
También explicó que el diálogo de la escena inicial del segundo episodio de “Mindhunter”, donde se cuenta su primer encuentro con Kemper, es totalmente fidedigna. El asesino le estrecha la mano a Douglas y le dice: “Llamarme Edmund fue idea de mi madre, así que podés llamarme Ed”.
Según el perfilador del FBI, esa presentación le dio la primera clave sobre lo determinante que fue la terrible relación de Kemper con su madre y cómo condicionó su comportamiento criminal. Porque Edmund Emil Kemper III odiaba a la mujer que lo había traído al mundo desde que tenía uso de razón, pero tuvo que matarla para darse cuenta de que ese odio era el verdadero motor de la compulsión interna que lo había llevado a cometer sus crímenes.
Mi mamá no me ama
Nacido el 18 de diciembre de 1948 en Burbank, California, Ed era hijo de Edmund Kemper II y Clarnell Stage, y tenía dos hermanas menores. Sus padres se separaron cuando tenía 9 años y se quedó viviendo con Clarnell, con quien la pasaba realmente mal. La mujer era alcohólica y lo maltrataba. Lo trataba de imbécil e inútil y, cuando llegaba borracha, le pegaba.
Al chico no le iba mal en la escuela. Era muy inteligente y buen alumno, aunque muy tímido. Había crecido rápido y mucho pero su altura – a los 11 años le llevaba dos cabezas de ventaja al más alto de sus compañeros – en lugar de favorecerlo lo transformó en un blanco constante de burlas, a las que no respondía.
La ira que no podía desatar contra su madre y sus compañeros la canalizaba matando animales domésticos en su barrio. Capturaba perros y gatos, los torturaba hasta que morían y después los diseccionaba para ver cómo eran adentro. Muchos años después le contaría a Douglas que una vez había enterrado vivo a un gato y lo desenterró a los pocos minutos para comprobar si todavía respiraba. Como el animal seguía vivo, lo degolló.
A los 15 años medía 1,93m y seguía siendo la víctima preferida de las burlas de sus compañeros. Sabían que si los enfrentaba los podía destrozar en una pelea, pero jamás reaccionaba. Bajaba la cabeza y volvía a su casa mascullando odio. Y allí se metía en otro infierno, donde su madre era dueña y señora.
Por esos días le contó a una de sus hermanas que se había enamorado de una profesora pero que sentía que solamente podría besarla si la mataba antes. Horrorizada, la chica le contó la historia a su madre. Clarnell reaccionó encerrándolo en el sótano de la casa por las noches. Temía que violara a sus propias hermanas. Se escapó unos días después y buscó refugio en la casa de su padre.
Dos abuelos muertos
El adolescente Ed pensó que su desgraciada vida cambiaría al viajar a Los Ángeles y reencontrarse con el padre. Lo recordaba como un tipo cariñoso, pero las cosas habían cambiado. El hombre tenía una nueva esposa y con ellos vivía la hija de un matrimonio anterior de la mujer. Ed y la chica se llevaron de mal en peor desde el primer día y pronto la convivencia se hizo insostenible. La reacción del padre fue sacarse el problema de encima mandando a Ed a vivir con sus abuelos paternos, en el campo.
No fue la mejor solución: allí el chico se encontró envuelto en el mismo círculo de infierno familiar en el que había vivido su infancia. La abuela se burlaba de él y lo maltrataba, igual que su madre. El abuelo lo trataba bien, pero no lo defendía.
Por primera vez en su vida, el 27 de agosto de 1964 Ed no pudo contener la ira que lo recorría por dentro y estalló. Esa mañana su abuela lo maltrató en la cocina y, como siempre, Ed no reaccionó. Para alejarse de la situación, buscó una escopeta que le habían regalado la navidad anterior y salió de la casa para ir a cazar al campo. Eso lo calmaba. Se había alejado unos metros cuando escuchó que la vieja – como la llamaba en su interior - volvía a gritarle desde una ventana, le decía que volviera, que todavía no había terminado con él. Ed volvió, entró en la cocina y le disparó a la mujer por la espalda, en la cabeza. Se dio cuenta de que la había matado, pero ya no podía contenerse: volvió a tirarle dos veces más, ahora en la espalda, y después la acuchilló hasta agotarse. Envolvió la cabeza de la mujer con una toalla y arrastró el cadáver hasta el dormitorio.
El abuelo volvió unos minutos más tarde y encontró al chico sentado en el jardín con la escopeta en sus manos. No le prestó atención y siguió caminando hasta que cayó fulminado por un disparo en la espalda. Ed llevó el cadáver de su abuelo hasta el garaje y, metódicamente, limpió la sangre esparcida por la cocina.
Recién entonces se dio cuenta de lo que había hecho y no tuvo mejor idea que llamar a Clarnell, su madre, para contarle. La mujer lo trató de idiota y le dijo que llamara a la policía. Ed obedeció y después de hacer la llamada se sentó a esperar en la escalera de la entrada de la casa. Tenía 15 años.
En el interrogatorio dijo que había matado a la abuela para saber qué se sentía matando a alguien.
-¿Y a tu abuelo?, le preguntaron.
-Para evitarle la tristeza, respondió.
Como era menor de edad y parecía trastornado, el juez ordenó hacerle exámenes psicológicos y, con un diagnóstico de esquizofrenia – que luego se vería que estaba errado –, en lugar de meterlo en un correccional ordenó internarlo para que lo trataran en el Hospital Psiquiátrico de Atascadero, en California.
Un maestro del engaño
En el hospital, sorprendido y seducido por el altísimo cociente intelectual que mostraban las evaluaciones del chico, uno de los psiquiatras de Atascadero pidió que se lo asignaran como paciente y pronto – como parte del proceso de rehabilitación – lo tomó como asistente personal. De esa manera, Ed encontró una llave que le sería muy útil para lograr su libertad. Tuvo acceso a manuales de psiquiatría y a los protocolos de los médicos para evaluar a los pacientes y los estudió. Con esa información sobre las pruebas, sabía cómo y qué responder cada vez que lo sometían a un examen; también qué comportamiento debía tener. Se empezó a mostrar sociable, cordial con los médicos, los enfermeros y los otros internados.
Así engañó a casi todos. Tanto que, en diciembre de 1969, cuando Ed cumplió 18 años, su psiquiatra recomendó que le otorgaran la libertad concidional. Hubo colegas que se opusieron, pero como se trataba de su paciente, tuvo la última palabra. La única condición que puso fue que viviera con un familiar.
Ed logró que su madre volviera a recibirlo en su casa, en la ciudad de Santa Cruz y, durante los tres años que siguieron, se comportó como un ciudadano ejemplar: soportó estoicamente el alcoholismo y los maltratos de Clarnell, trabajó y hasta participó en actividades solidarias.
En diciembre de 1972, al cumplir 21 años y lograr la mayoría de edad, sus antecedentes criminales fueron borrados de los registros.
“El asesino de colegialas”
Nadie imaginaba que Ed Kemper había vuelto a matar. Se había comprado un auto y solía llevar a su madre a su empleo en la Universidad de Stanford, California, lo que le permitió tener un pase para entrar al campus y un autoadhesivo para pegar en el vehículo. Por esa razón, las estudiantes que hacían dedo confiaban en él cuando se ofrecía a llevarlas. No imaginaban que el conductor era un asesino, ni que había instalado un cierre automático a las puertas del auto, para que no pudieran escapar.
El 7 de mayo de 1972 Mary Ann Pesce y Anita Luchessa, dos estudiantes de dieciocho años, le hicieron dedo camino al campus sin saber que así firmaban sus propias sentencias a muerte. Minutos después comprobaron aterrorizadas que el hombre corpulento y aparentemente bonachón que se había ofrecido a acercarlas al campus no las llevaba a la Universidad sino que se metía en un bosque. Allí las hizo bajar, esposó a Mary Ann y metió a Anita en el baúl del auto.
Las estranguló a las dos, primero a Mary Ann y después a Anita. Con las dos chicas muertas en el baúl, Kemper se dirigió a su casa. En el trayecto lo detuvo un patrullero por circular con un foquito quemado. Impertérrito, Ed dejó que le hiciera la multa y le permitiera seguir su camino. Sabía que su madre no volvería hasta la noche. En la casa vacía, desnudó y fotografió a las chicas muertas en diferentes posiciones, después violó los cadáveres y finalmente descuartizó los cuerpos en la bañera. Ya estaba oscuro cuando volvió a salir de la casa con los restos fragmentados y metidos en bolsas de basura. Los abandonó en medio del campo.
Había nacido “El asesino de las colegialas”. Entre septiembre de 1972 y abril de 1973, Edmund Kemper violó y asesinó a otras cuatro estudiantes: Aiko Koo, de 15 años; Cindy Schall, de 19; Rosalind Thorpe, de 23, y Alice Liu, de 21.
Aiko Koo no iba a la universidad sino que esperaba el ómnibus para ir a una clase de baile cuando, la tarde del 14 de septiembre, Kemper se ofreció a acercarla en su auto. La llevó al bosque, donde la violó antes de asfixiarla, y después cargó el cadáver el baúl y lo llevó a su casa, donde lo sometió al mismo tratamiento que había realizado con las dos víctimas anteriores.
Volvió a la carga el 7 de enero de 1973, cuando Cindy Schall le hizo dedo. Esta vez, después de violar a su víctima, Kemper la mató con dos tiros de pistola. Llevó el cadáver a su casa para repetir el mismo modus operandi, pero al llegar comprobó que su madre estaba demasiado borracha y no había ido a trabajar. Escondió el cuerpo en un armario y esperó al día siguiente para descuartizarla. Tiró las bolsas con los restos desde un acantilado, pero decidió guardar la cabeza de Cindy y la enterró en el jardín.
El 5 de febrero volvió a cometer un doble crimen, en el mismo bosque y con igual método. Las mató a tiros, las llevó a su casa, las violó muertas, las descuartizó y desechó los restos en bolsas de basura.
Para entonces, la policía ya buscaba desesperadamente al “asesino de las colegialas” pero no tenía pistas. Ed Kemper era muy cuidadoso, actuaba con sigilo y cuando descuartizaba los cadáveres retiraba las balas que había usado para que no se pudiera identificar el arma. Parecía que nunca iban a descubrirlo.
El crimen final: mamá
Era tarde en la noche del 20 de abril de 1973 y Ed Kemper dormía cuando su madre llegó después de una fiesta. Clarnell estaba tan borracha que trastabillaba y volcaba objetos a su paso, haciendo ruido. Eso lo despertó y fue a ver qué pasaba. Se quedó mirándola en silencio. La mujer lo insultó y, como siempre, Ed pareció someterse a su tiranía y se encerró en el dormitorio.
Esa vez, sin embargo, fue diferente. Kemper volvió a salir media hora más tarde y se metió en el dormitorio de Clarnell armado con un cuchillo y un martillo. La mató a martillazos y después la decapitó con en el cuchillo. Agarró la cabeza por los pelos y practicó sexo oral. Cuando se cansó, la puso sobre un estante y estuvo tirándole con dardos durante casi una hora. Después metió el cuerpo y la cabeza en un armario.
A medianoche se había bañado y cambiado la ropa ensangrentada. Tenía la intención de ir a tomar algo a un bar, pero en el camino encontró a Sally Hallet, de 59 años, la mejor amiga de Clarnell. Le dijo que su madre estaba por ver una película y la invitó a compartirla con ellos. La mujer no sospechó. La estranguló y también guardó el cadáver en el armario.
En una de sus entrevistas con Douglas, Kemper le contó que su primer reflejo fue escapar. Cargó el auto con todas las armas que tenía y manejó sin parar hasta Pueblo, en Colorado. Pensaba que en cualquier momento intentarían detenerlo y planeaba defenderse a los tiros.
Cambió de opinión después de escuchar una noticia en la radio: “Las autoridades siguen sin tener pistas para atrapar al asesino de las colegialas”, decía el locutor. Sintió frustración porque nadie le prestaba atención. Manejó de regreso a su casa y desde allí llamó a la policía. Sentado en la puerta delantera – igual que cuando había dado aviso de la muerte de sus abuelos – se dio cuenta de que ya no tenía ganas de matar, que la ira se había apagado.
Una confesión completa
No solo confesó la muerte de su madre y de la amiga, también relató con lujo de detalles los crímenes del “asesino de las colegialas”. No omitió ninguno y dio todos los detalles. En el juicio – realizado ese mismo año – pidió que lo condenaran a muerte, pero esa pena estaba suspendida desde el año anterior en el Estado de California, de modo que el tribunal le tiró por la cabeza ocho condenas de cadena perpetua, una por cada uno de sus crímenes, sin contar los de los abuelos.
Al principio no toleró la cárcel e intentó suicidarse dos veces, pero después de fallar decidió comportarse como lo había hecho en el pasado durante su internación en el hospital psiquiátrico. Cuando el agente John Douglas quiso entrevistarlo, aceptó complacido: no solo le habló sin reparos sobre su vida y sus crímenes, también colaboró con él más de una vez en la construcción de perfiles criminales y la identificación de otros asesinos en serie. Kemper tiene 75 años y lleva 51 años detenido.
Su agudeza deslumbró Douglas, que se volvió su asiduo visitante en la cárcel estatal de Vacaville, California. “Kemper es un tipo extremadamente brillante y agradable. Lo que hizo fue horrible, pero, lo que pensaba mientras me entrevistaba con él es que era el resultado de estos primeros años infantiles recibiendo aquellos abusos por parte de su madre. Si lo hubieran sacado de ese entorno, podría haber hecho algo o hecho algo positivo en su vida, pero ese no fue el caso”, llegó definirlo el mejor perfilador del FBI.