A las 8:15 del 6 de agosto de 1945 se abrió la compuerta automática del Enola Gay, creada especialmente para la ocasión, y Little Boy se desprendió desde el cielo.
El avión se alejó del lugar a toda velocidad. Hasta la explosión pasaron 48 segundos. El cimbronazo estremeció al avión.
Debajo, en la ciudad, la muerte instantánea.
El sacudón del avión los asustó por unos segundos, pero luego lo entendieron como el éxito de su misión. Paul Tibbets contó que el ruido que escucharon fue como si estuvieran envueltos en cilindros de latón y alguien golpeara insistentemente con un martillo sobre la chapa.
Lo que los tripulantes vieron, escucharon y sintieron en esos segundos no se comparaba con nada de lo que habían vivido antes. El copiloto Robert Lewis, que había aspirado a comandar la misión, dijo entre dientes: “Dios mío ¿Qué hicimos?”. Después contó: “Ahí abajo había una ciudad y de pronto no estuvo más. Fue como si una boca gigante la hubiese aspirado en un segundo”.
Después de esa mañana del 6 de agosto de 1945 ya nada fue igual. Ni para Hiroshima y Japón, ni para el mundo. Tampoco para los hombres que participaron del lanzamiento de la bomba.
Paul Tibbets, uno de los pilotos, murió muy anciano y fue enterrado con honores. Después de la Segunda Guerra fue considerado un héroe nacional y durante décadas disfrutó del prestigio y los reconocimientos. Nunca sintió culpa. O al menos así lo expresó en público: “No tengo nada de qué arrepentirme. Yo duermo tranquilo y profundo cada noche de mi vida”.
El otro, Claude Eatherly, el del avión que antecedió la misión, el que avisó que el cielo estaba suficientemente despejado, sufrió mucho. La baja sin honores, descrédito, estadía en varias cárceles y la última década de su vida la pasó internado en una institución psiquiátrica. No vivió tanto, ni tan bien. A su muerte nadie lo homenajeó.
Paul Tibbets fue el piloto del Enola Gay, el avión que lanzó la bomba atómica sobre Hiroshima. Claude Eatherly, esa madrugada, estaba al mando del Straight Flush, una nave meteorológica, que en la vanguardia de la misión, determinaba las condiciones del tiempo y de visibilidad que hicieran posible el lanzamiento. El pastor de la Iglesia Luterana de la Esperanza tenía grado militar. Era el capitán William Downey. Todo estaba oscuro. Había pasado una hora desde la medianoche. El 6 de agosto recién empezaba pero la pista estaba iluminada y repleta de aviones y personal. Sin embargo en ese momento, el silencio se imponía. Sólo se escuchaba la voz del religioso.
“Oh Padre Todopoderoso que escuchas las súplicas de los que te aman: te rogamos que ayudes a quienes desafiarán la altura de tus cielos y llevarán el combate a tierras enemigas. Ármalos con tu poder, para que puedan poner rápido fin a la guerra y para que conozcamos nuevamente la paz…. Amén”. Esa fue su plegaria. Luego de la oración, sólo restaba el despegue para dar inicio a la operación. Los hombres se santiguaron, se pusieron sus cascos y subieron a las naves. Debían partir hacia su objetivo.
En la madrugada del 6 de agosto, un avión sobrevoló el cielo de Hiroshima. Sonó, como casi todas las madrugadas del último mes, la alarma antiaérea. Ninguno de los habitantes de la ciudad se preocupó en demasía. Era un B-san (Señor B), como los japoneses llamaban a los B-29. Sólo uno. Pero ese B-29 no era uno más. Era el Straight Flush comandado por Claude Eatherly, integrante del Grupo de Operaciones 509. Eatherly debía hacer la ruta que sólo una hora después haría el Enola Gay para comprobar las condiciones meteorológicas. Desde el cielo, la ciudad se veía con prístina claridad. Eso informó Eatherly.
El Enola Gay continuó su marcha con confiada tranquilidad. Little Boy (el nombre con el que habían apodado a la bomba atómica) esperaba ser lanzada. Una hora después el Enola Gay ya sobrevolaba Hiroshima. Eran las 8:15 del 6 de agosto de 1945.
El último minuto de una era.
Sesenta segundos después comenzaba la era atómica.
Con la muerte instantánea de más de cien mil personas.
Pocos días antes, el USS Indianapolis había dejado los componentes vitales de la bomba en Tinian. Sólo faltaba la orden oficial para iniciar la operación. La decisión dependía de Harry Truman, el reciente presidente de los Estados Unidos. Truman cavilaba sobre utilizar ese arma, de un poder destructor inédito. La paradoja es que pocos meses antes, hasta asumir la presidencia por la muerte de Franklin Roosevelt, él ni siquiera sabía de su existencia.
El Grupo de Operaciones 509 era el encargado de la misión. Se había conformado pocos meses antes en Utah y recién a comienzos de mayo de 1945 fueron trasladados a la base de Tinian. Habían elegido a los mejores pilotos de su generación. No había margen de error. Se necesitaba experiencia, habilidad, coraje y templanza.
El avión que lanzaría la bomba adquirió su nombre un día antes del bombardeo. “Me acordé de mi madre, una pelirroja valiente, que siempre me había apoyado y que soportó que abandonara medicina para ser piloto de guerra”, declaró Paul Tibbetts cuando le preguntaron por qué el avión se llamaba Enola Gay. Ese era el nombre de su madre (aunque lo acortó: Enola Gay Hazard Tibbets no entraba). Antes del despegue, alguien pintó las dos palabras en el fuselaje.
La misión, entre escoltas y metereológicos, la integraban varios aviones. El Enola Gay era la nave principal. Capitaneada por Tibbets contaba además con otros once tripulantes. La misión duró, entre el despegue del primer avión y la vuelta a la base del último, unas doce horas. Doce horas en las que el mundo cambió definitivamente.
El director general del Proyecto Manhattan, el general George Groves pidió que todo el operativo quedara registrado. Así a pesar de que no era la costumbre, la salida de los aviones fue iluminada por reflectores para que las cámaras pudieran tomarla. Uno de los aviones del contingente era el encargado de filmar y fotografiar lo que después conoceríamos como El Hongo Atómico.
El Straight Flush con su piloto Claude Eatherly llegó a Hiroshima una hora antes que el resto. Su misión era determinar la visibilidad y si las condiciones climáticas eran las adecuadas (tres días después por la labor del avión encargado de esa tarea y por las nubes que informó se cambió el objetivo y Fat Boy en vez de destruir la ciudad de Kokura, objetivo original, cayó sobre Nagasaki). Eatherly informó que la misión podía proseguir sin problemas.
Durante el vuelo se terminó de ensamblar la bomba. Fue un procedimiento que se diseñó para evitar riesgos innecesarios en el despegue. A las 8:15 lanzaron la bomba y emprendieron la vuelta.
El regreso fue triunfal. En la base todos festejaban. La leyenda asume que Tibbets fue condecorado apenas puso un pie en la pista.
Paul Tibbetts tuvo una larga vida. Escribió sus memorias y recibió varios honores. Nunca expresó remordimiento por su papel en el lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima. Tampoco lo hicieron los demás tripulantes del Enola Gay. Para ellos fue un acto de guerra, una misión que supieron cumplir con probidad. Eran veteranos en este asunto de lanzar bombas desde el cielo. El poder destructor de esta no les interesó demasiado más que para aprovechar la posterior celebridad que les brindó. La resistencia japonesa y las muertes que acarrearía, la entrada de los soviéticos a Japón, el efecto aleccionador para el resto de las potencias sobre el poder atómico. Cada uno, según el momento, fue eligiendo del elenco de justificaciones y argumentos el que mejor le venía. Lo cierto es que, al menos en sus apariciones públicas, el remordimiento no tuvo lugar. Sin embargo, cientos de rumores y leyendas se instalaron sobre él y otros tripulantes. Suicidios, internaciones en psiquiátricos, delitos aberrantes. Pero en el caso de Tibbets y de la mayoría de sus compañeros nada de eso fue cierto.
Sin embargo, no ocurrió lo mismo con Claude Eatherly, el piloto que comandó el Straight Flush, el avión de observación. Su historia se hizo muy conocida. Sus detractores hicieron todo lo posible por desprestigiarlo. Eatherly se convirtió en un hombre de vida díscola, propenso al crimen, fuera de sus cabales. Alguien que “estaba mal desde antes”. Por eso su prontuario, las internaciones psiquiátricas y, en especial, su postura en contra del uso de armas atómicas.
Claude Eatherly fue dado de baja de la Fuerza Aérea en 1947. Su descenso fue vertiginoso. Su vida después de la guerra siguió un patrón. Detenciones por delitos menores, trabajos en los que duraba muy poco, alguna internación de unos pocos días para monitorear su salud mental. Luego de esos días en el hospital, Eatherly salía, conseguía trabajo y se volvía a repetir el circuito aunque todo era mucho más rápido. Sólo se incrementaba la gravedad de los delitos cometidos y la duración de las internaciones. En el medio un divorcio, los hijos que no lo quisieron ver más, un par de intentos de suicidio fallidos. Hasta que un momento se dispuso que permaneciera de manera permanente en el Hospital Psiquiátrico de Waco.
En ese entonces su prédica antibelicista había comenzado. En muchos lugares del mundo se contaba su historia y se reproducían sus declaraciones. Había sido parte del horror y eso pesaba en su conciencia. Y se lo hacía saber al mundo. No quería que lo de Hiroshima y Nagasaki se repitiera. Se convirtió en un símbolo.
Voces oficiales en Estados Unidos y antiguos compañeros del Cuerpo 509 de Operaciones trataron de quitarle trascendencia y autoridad a su postura. Sostuvieron que se trataba de un juerguista, que su disciplina era muy deficiente (esto sería difícil de creer: era muy riguroso el ingreso al grupo exclusivo que estaba involucrado en el lanzamiento de la bomba atómica; no se hubieran arriesgado a tener en el equipo a alguien inestable), que sus problemas mentales habían empezado antes de la guerra. Paul Tibbets, en sus memorias, sostuvo que “no entiendo por qué está tan afectado. Él estuvo una hora antes que el Enola Gay, no soltó la bomba, ni siquiera vio la explosión o sus consecuencias. Cuando la dejamos caer, él ya estaba regresando a la base”. Otros hablaron de celos, de búsqueda de protagonismo, de malas decisiones posteriores que lo llevaron a ponerse en el papel de la víctima.
Sin embargo nadie puede dudar que, haya sido la bomba de Hiroshima o el cúmulo de su accionar bélico, Eatherly sufrió un daño. Vio y vivió algo insoportable. Participó de actos atroces que pesaban sobre su conciencia, que no podía dejar atrás. La guerra había arrasado también con él. Que él clamara por el desarme nuclear, por el control de esa fuerza incontrolable, era de una potencia mayor a que lo hiciera otro.
El filósofo Gunther Anders, discípulo de Heidegger y ex marido de Hannah Arendt, le escribió una carta al enterarse de su historia. Eatherly contestó. Ese dio comienzo a un largo intercambio epistolar que se extendió más de una década y que constó de más de sesenta cartas. Esa conversación, el registro de esas cartas se encuentra en El piloto de Hiroshima, un libro que publicó en español hace unos años Paidós. Anders le escribe: “El que usted, entre otros tantos miles de millones de contemporáneos, se haya condenado a ser un símbolo, no es culpa suya, y es ciertamente horrible. Pero así es. También usted, Eatherly, es una víctima de Hiroshima”. (Debe reconocerse, también, que Anders mostraba una extraña propensión a las cartas públicas: unos años después tras el juicio a Eichmann, le escribió varias al hijo del criminal nazi).
Algunos sostienen que de la lectura de esas cartas se desprende con claridad que Eatherly no estaba loco; difícil dudar de la salud mental de alguien que puede articular razonamientos con tal claridad. Anders comienza dando su visión antibelicista pero enseguida se entabla una relación en la que se preocupa por la salud de Eatherly, le envía cartas al médico del piloto y le manda libros al hospital psiquiátrico en el que está internado.
“El único error de Eatherly fue arrepentirse de su participación relativamente inocente en una brutal masacre. Es posible que los métodos que siguió para despertar la conciencia de sus contemporáneos sobre el delirio de nuestra época no fueran siempre los más acertados, pero los motivos de su acción merecen la admiración de todos aquellos que todavía son capaces de albergar sentimientos humanos. Sus contemporáneos estaban dispuestos a honrarle por su participación en la masacre, pero, cuando se mostró arrepentido, arremetieron contra él, reconociendo en este arrepentimiento su propia condena” escribió Bertrand Russell, uno de los mayores luchadores por el desarme atómico durante las décadas posteriores a la guerra.