Fue una gran tragedia sin sentido, como suelen ser las grandes tragedias. Un sacrificio inútil, espectacular pero vano, que lejos de alcanzar su propósito, detener el desatino de la guerra de Vietnam, desató otras pequeñas tragedias personales en su propia familia. Hoy, su nombre, su acción, su intención, su espíritu, están casi olvidados. Pero hace cincuenta y nueve años, Norman Morrison sacudió las buenas almas estadounidenses. El 2 de noviembre de 1965, poco después de las cinco de la tarde, Morrison llegó al Pentágono, la sede del Departamento de Defensa de Estados Unidos, en Washington, en un Cadillac prestado. Llevaba a su hija Emily de un año acodada en un brazo y un bidón de querosén en la otra mano; caminó despreocupado hasta un claro del edificio, se roció con el combustible y se dio fuego.
Lo que sucedió con su hija fue motivo de controversia: los testigos, había unos cuantos, todos empleados que salían de trabajar en edificio, dieron versiones diferentes; unos dijeron que antes de darse fuego, Morrison dejó a la niña un costado del que sería su cuerpo envuelto en llamas de más de tres metros de alto; otros sostienen que unos valientes intentaron socorrer al suicida y salvaron a la niña cuando ya Morrison rodaba por el cemento, la boca abierta en un intento por decir algo o por llevar aire fresco a sus pulmones ardidos.
Los mecanismos de seguridad del Pentágono respondieron con rapidez: una ambulancia llevó a Morrison y a su hija al hospital de Fort Myers. Con el cuerpo quemado en un setenta por ciento, Morrison, de 31 años, murió poco después. Su hija no tenía un solo rasguño. Sus ropas olían a querosén. En el Cadillac abandonado, los investigadores hallaron dos botellas de leche, media docena de pañales y un par de chupetes. A sabiendas o no, Morrison se había suicidado a menos de doce metros de la ventana del despacho del secretario de Defensa, Robert McNamara.
A sesenta kilómetros del cuerpo inerme de Morrison, en Baltimore, su mujer Anne, que ignoraba el drama, se preguntaba adonde podría haber ido Norman y la pequeña Emily. Ese día, durante el almuerzo, ambos habían hablado de la guerra en Vietnam. Los dos eran cuáqueros y pacifistas, tenían tres hijos, Ben de seis años, Christine de cinco y Emily. En sus memorias, años después, Anne recordaría que habían hablado de la guerra y se habían preguntado aquel último mediodía juntos, “¿Qué podemos hacer que ya no hayamos hecho?” La voz de Norman sonaba grave pero no angustiada, recordó Anne. Los dos habían rezado para detener la guerra, habían marchado con otros miles de personas en decenas de protestas por el accionar de Estados Unidos en Vietnam, se habían negado a pagar impuestos de guerra, habían escrito cartas a senadores y diputados. “Todo lo que sé –dijo Anne aquel día– es que no debemos desesperarnos”. Después del almuerzo ella salió en la camioneta familiar para hacer algunas compras y, luego, para recoger a Ben y a Christine de sus colegios. Norman quedó solo en casa con Emily y horas más tarde, en un Cadillac prestado, fue con su pequeña hija al Pentágono. Llevaba en el auto el bidón con querosén.
Norman Morrison, que había nacido en 1933, se había criado como presbiteriano en Erie, Pensilvania. Se graduó en historia y educación en el College of Wooster de Ohio y obtuvo un título en teología en el Western Theological Seminary de Pittsburgh en 1959. Pacifista por convicción profunda, se casó con Anne en 1957: formaron una pareja de honda fe religiosa. Ambos estudiaron un año en Edimburgo, Escocia, y regresaron a Estados Unidos en el año en el que Norman obtuvo su título de teólogo. Norman confiaba en una especie de particular filosofía que llamaba “la deriva guiada” y sobre la que bromeaba a menudo para decir que parecía haber siempre más deriva que guía. Era inspiración. Una especie de luz interior que le decía cómo actuar. Escribió una vez: “Sin el acto inspirado, ninguna generación reanuda la búsqueda del amor”.
En el momento en el que aquella tarde ya anochecida del 2 de noviembre Anne se preguntaba por el destino de su esposo y de su hija menor, un periodista la llamó por teléfono. El tipo se dio cuenta a la segunda pregunta de que la mujer no tenía idea de lo que había pasado. Le sugirió entonces que llamara al hospital de Fort Myers. Desde el hospital le dijeron a Anne que Norman había sufrido quemaduras graves y que su beba en cambio no había sufrido daño alguno. “Intuí enseguida que había muerto”, recordó Anne años después. Pidió a unos amigos que cuidaran a sus dos hijos y que la llevaran a Washington. En Fort Myers Anne abrazó a su hija y recogió las pertenencias de su marido muerto. Pocas. La cartera, un peine, el anillo de bodas y una chaqueta de tweed comprada en Edimburgo en los años felices que habían terminado.
Norman Morrison había decidido inmolarse a lo bonzo. Era una forma de protesta que había nacido en Vietnam en 1963. El 11 de junio de ese año, el anciano monje budista Thich Quang Duc se quemó vivo en una transitada calle de Saigón, luego de que sus hermanos en la fe alertaran a la prensa. La cámara y el ojo, impasibles ambos, del fotógrafo Malcom Browne, de Associated Press, captó el instante exacto del drama en una foto que recorrió el mundo. Cuando la vio el entonces presidente americano John Kennedy preguntó: “¿Quiénes son estos tipos?”, por los monjes budistas. Y adivinó: “Ninguna imagen en la historia va a generar, como ésta, tanta emoción a lo largo del mundo”. Era cierto. Pero además de la emoción, había algo de confusión también. Lo que se tomó como una protesta budista contra la guerra, que lo era en parte, en realidad era en esencia una protesta budista contra el gobierno de Vietnam del Sur al que apoyaba Estados Unidos y que estaba en manos de Ngo Dinh Diem, de su hermano Ngo Dinh Nhu y de su mujer, Tran Le Xuan, conocida como “Madame Nhu”. Un trío de católicos que emprendieron un régimen de persecución y desprecio al budismo y a los budistas. Esa era la esencia de la protesta de los religiosos de Saigón.
Para noviembre de 1963, Kennedy ya había decidido retirar de Vietnam a los “asesores” estadounidenses y dejar que Vietnam del Sur librara su guerra contra el régimen comunista del Norte. El 2 de noviembre de ese año, los hermanos Nhu fueron derrocados y asesinados en Saigón. Veintiún días después, Kennedy fue asesinado en Dallas y el curso de la guerra de Vietnam, y su destino, cambió para siempre. Bajo el gobierno del sucesor de Kennedy, Lyndon Baines Johnson, las primeras tropas de combate estadounidenses llegaron a Vietnam en marzo de 1965: la guerra se iba a prolongar durante diez trágicos años.
La tendencia de “suicidarse a lo bonzo” había llegado a Estados Unidos como una manera de igualar la muerte propia a la de miles de víctimas inocentes, muchas de ellas víctimas del napalm, la gelatina incendiaria arrojada por los bombarderos. Algo así dijo Anne a sus hijos al día siguiente de la muerte del padre: “Recé para pedir ayuda y les dije que su padre había muerto porque había niños como ellos que sufrían en un país lejano y que él había muerto para ayudarlos y para detener la guerra que les estaba causando tanto dolor y sufrimiento”.
Años más tarde, Anne Morrison recordaría aquella mañana como un yerro de su vida: “Nos sentamos en el borde de la cama y nos abrazamos. Les dije que papá querría que fueran valientes, una declaración de la que ahora me arrepiento. Ahora sé que deberíamos haber llorado juntos hasta el cansancio. Como no lo hicimos, nuestra familia permaneció en un estado de dolor helado durante años. Creía que no tenía derecho a llorar y era muy difícil estar enojada con alguien que acababa de dar su vida por una causa, para intentar detener una guerra”.
El tormento de Anne tenía una arista que se resistía a ser analizada: ¿había querido Norman que su pequeña hija Emily muriera con él? El mismo día en el que explicó a sus hijos, o intentó hacerlo, los motivos de la muerte de su padre, Anne recibió una carta de su esposo muerto. La había despachado el día anterior desde Washington: camino a su inmolación, se había hecho tiempo para detenerse en un buzón o en una oficina de correos y enviar un último mensaje a su mujer. La carta decía: “Querida Anne: Durante semanas, incluso meses, he estado rezando únicamente para que se me muestre lo que debo hacer. Esta mañana, sin previo aviso, se me mostró tan claramente, igual que se me mostró aquella noche de viernes de agosto de 1955 que serías mi esposa. Debes saber que te amo, pero debo actuar por los niños del pueblo del cura”. Y luego agregaba con terrible sencillez: “Y como Abraham, no me atrevo a ir sin Emily”.
Con la frase “los niños del pueblo del cura”, Norman Morrison se refería a una nota de la revista “París-Match que narraba el espanto sufrido por un pueblo vietnamita en el que predicaba un sacerdote francés cerca de Duc Co, que había sido arrasado por el napalm. Pero el pasaje más enigmático de la última carta de Morrison, que nunca fue dada a conocer en forma completa, hacía referencia a la historia bíblica en la que Dios le pide a Abraham que sacrifique a su hijo Isaac, sólo para detener su mano en el último instante. ¿Tuvo Norman Morrison la intención de sacrificar la vida de su hija de un año como parte de su protesta?
Con el tiempo, los dueños de los recuerdos hallan su propia manera de interpretarlos. En 1985, a los veintiún años, mientras trabajaba muy duro para convertirse en actriz, Emily Morrison, testigo involuntaria y tal vez no consciente de la horrible muerte de su padre, reveló: “Siempre sentí que, al involucrarme en ese hecho, mi padre cuestionaba a la gente: ‘¿Cómo te sentirías si esta niña también se quemara?’ La gente lo condenó por haberme llevado allí ese día, cuando tal vez él quería que cuestionáramos esa horrible posibilidad. Creo que estuve allí, en última instancia, para ser un símbolo de verdad y esperanza, tesoro y horror a la vez. Y me siento muy bien con ese papel que me tocó”.
El régimen comunista de Vietnam del Norte convirtió a Morrison en un héroe: una calle de Hanoi fue bautizada con su apellido adaptado, “Mo Ri Xon”, y hasta emitieron una estampilla con su retrato. El legendario líder comunista Ho Chi Minh envió a Anne una carta de condolencia y la invitó a visitar Vietnam. La familia se tomó su tiempo para aceptarla: Recién en 1999 Anne, Christina y Emily, que ya tenían más de treinta años, viajaron a un Vietnam que ya era un solo país, en el que la guerra un mal recuerdo y la castigada Saigón llevaba el nombre de Ho Chi Minh. Se sorprendieron por la calidez de los vietnamitas. El ministro de guerra, Pham Van Dong les dijo: “Su familia es muy estimada y el acto noble y grandioso de Norman tocó las fibras más hermosas y valiosas de la humanidad”. Anne diría luego: “Fui a Vietnam para darles las gracias por la amabilidad y el amor que nos mostraron. Regresé con más amor del que jamás hubiera imaginado”.
Entre los homenajes vietnamitas a la familia Morrison se incluyeron los versos que el laureado poeta To Huu había escrito cinco días después de la muerte de Morrison y que estaban dirigidos a Emily. El poema decía: “Emily, hija mía / se está haciendo oscuro / no puedo llevarte a casa. / Cuando mi cuerpo arda en llamas esta noche / tu madre vendrá a buscarte. / Por favor, corre hacia ella, rodéala con los brazos y bésala por mí / y ayúdame a decirle / que me voy con alegría. Por favor, no estés triste. / El momento en el que mi corazón es más recto, / quemo mi cuerpo / con el fuego, brilla / la verdad.”
Anne se había vuelto a casar dos años después de la muerte de Norman con un amigo de toda la vida a quienes sus hijos adoraban, aunque seguían con un enorme sufrimiento interior. El único hijo varón de Norman y Anne, Ben, el mayor de los tres, fue diagnosticado con cáncer y murió a los dieciséis años. Divorciada de su segundo marido, Anne volvió a casarse en 1974 con Bob Welsh, otro cuáquero como ella que en su momento había abandonado la reserva militar y había corrido el riesgo de ir a la cárcel. Anne publicó sus memorias, “Held in the Light – Sostenido en la Luz”, unas páginas desgarradoras y acaso inspiradoras.
Robert McNamara, uno de los responsables de la guerra de Vietnam, había sido un duro del Pentágono al que la Crisis de los misiles en Cuba, en octubre de 1962, había llevado al terreno de las “palomas”. McNamara actuó entonces convencido también por los argumentos de Kennedy sobre las ventajas del diálogo sobre la fuerza destructora de las bombas nucleares. Con Johnson y el poder militar de nuevo enancado en la Casa Blanca, McNamara respaldó la entrada en la guerra vietnamita de las tropas americanas, desatada por un incidente que jamás existió, como probaron luego los célebres “Papeles del Pentágono” que se conocieron en 1971. En 1968, convencido del error que implicaba la guerra en Vietnam, McNamara renunció como secretario de Defensa. Meses después, Johnson, convencido en cambio de la inevitable derrota de sus tropas, desistió de presentarse a la reelección. En 1969 Richard Nixon asumió como presidente de Estados Unidos y la guerra se prolongó hasta 1973 y 1975, cuando se retiraron por completo las fuerzas militares estadounidenses de Vietnam.
McNamara escribió en 1995 un volumen de memorias: “In Retrospect - The tragedy and lessons of Vietnam – En retrospectiva – La tragedia y las lecciones de Vietnam”. En esas páginas, el ex secretario de Defensa hace referencia al suicidio de Morrison, a escasos metros de la ventana de su despacho. Dice McNamara: “El apoyo público a la política del presidente Johnson fue muy escaso. En el Congreso, unos diez senadores y setenta representantes podían considerarse críticos severos (…) pero, en general, el poder legislativo siguió apoyando al presidente. La prensa, a excepción de cuatro columnistas conocidos, también siguió respaldando al presidente”.
“Las protestas contra la guerra habían sido esporádicas y limitadas hasta ese momento y no habían llamado la atención. Entonces llegó la tarde del 2 de noviembre de 1965. Al anochecer de ese día, un joven cuáquero llamado Norman R. Morrison, padre de tres hijos y oficial de la Stoney Run Friends Meeting en Baltimore, se quemó vivo a unos cuarenta pies de mi ventana del Pentágono. Se roció con combustible que tenía en un envase de un galón (3,78 litros). Cuando se prendió fuego, sostenía a su hija de un año en sus brazos. Los transeúntes gritaron: “¡Salven a la niña!” y la arrojó de sus brazos. Ella sobrevivió sin heridas. Tras la muerte de Morrison, su esposa emitió una declaración: ‘Norman Morrison (dio) su vida para expresar su preocupación por la gran pérdida de vidas y el sufrimiento humano causados por la guerra en Vietnam. Estaba protestando por la profunda participación militar de nuestro Gobierno en esta guerra. Consideraba que todos los ciudadanos deben expresar sus convicciones sobre la acción de nuestro país’”.
Luego, McNamara revela: “La muerte de Morrison fue una tragedia no sólo para su familia, sino también para mí y para el país. Fue una protesta contra la matanza que estaba destruyendo las vidas de tantos jóvenes vietnamitas y estadounidenses. Reaccioné ante el horror de su acción reprimiendo mis emociones y evitando hablar de ellas con nadie, ni siquiera con mi familia. Sabía que Marg (por su esposa) y nuestros tres hijos compartían muchos de los sentimientos de Morrison sobre la guerra, al igual que las esposas y los hijos de varios de mis colegas del gabinete. Y creía que entendía y compartía algunos de sus pensamientos. Había muchas cosas de las que Marg, los niños y yo deberíamos haber hablado, pero en momentos como este a menudo me vuelvo hacia dentro; es una grave debilidad. El episodio creó tensión en casa que solo se profundizó a medida que el disenso y las críticas a la guerra seguían creciendo.”
Anne Morrison escribió una carta a McNamara para agradecerle la franqueza y para contarle de paso qué tipo de persona era Norman, su esposo. McNamara la llamó entonces por teléfono para conversar: “Tuvimos una charla fantástica, relajada y sincera, como si nos conociéramos desde hacía años –recordó Anne– Creo que la muerte de Norman es una herida para ambos”.
Tragedia sin sentido, sacrificio inútil, yerro heroico, quijote cuáquero contra los molinos indetenibles de la guerra, la muerte joven de Norman Morrison y los remezones que sacudieron a su familia, rozan hoy el olvido, acaso injusto. Para estas fechas la memoria, que es caprichosa, recuerda o evoca su inmolación. Es una vieja canción que suena a lo lejos.