Erik Weisz nació en una humilde casa de Budapest, Hungría, el 24 de marzo de 1874. Era hijo de un rabino judío y parte de una numerosa familia que apenas lograba sobrevivir con un plato de comida al día para compartir entre varios hermanos. La vida para el pequeño Erik cambiaría drásticamente cuando, en 1878, su familia decidió emigrar a los Estados Unidos en busca de un futuro menos incierto. Aquel niño que cruzaba el océano rumbo a Appleton, Wisconsin, no imaginaba que apenas unos años se convertiría en uno de los nombres más poderosos del ilusionismo mundial. Todos lo conocerían como el mago Harry Houdini.
No bien llegó al nuevo continente, Erik se deslumbró con el ambiente de los circos y espectáculos callejeros, de la misma manera que sus padres quedaban impactados por la cruda realidad de una vida que les ofrecía poco margen para las ilusiones. Así, el adolescente se cruzaba con mujeres barbudas, hombres deformes e ilusionistas que cortaban con un serrucho a sus asistentes por la mitad dentro de una caja mágica.
Para ayudar con los ingresos de la familia, Erik comenzó a trabajar en cuanto espectáculo podía. Comenzó con trucos sencillos que ensayaba incansablemente en su casa. No era un niño cualquiera: a los nueve años ya se ganaba apodos como “El príncipe del aire”, al caminar con agilidad por la cuerda floja y manejarse como acróbata improvisado, sin miedo a las alturas ni al dolor. Su padre, rabino, lo dejaba ir. Lo veía feliz en los circos de Wisconsin.
Houdini desafía los límites
Fue en esa época cuando surgió su obsesión por el nombre de Jean Eugène Robert-Houdin, el ilusionista francés más afamado de su tiempo. Su pasión y respeto por ese artista le inspiraron a modificar su propio apellido, Weisz por el de Houdini, como si con ese pequeño cambio pudiera aferrarse al éxito y al prestigio de su ídolo. Así nació Harry Houdini, un personaje que iba a desafiar todos los límites de la época y del cuerpo humano.
En 1891, Houdini comenzó su carrera profesional dentro del mundo de los shows de variedades. Viajó en carromatos desvencijados por pequeñas ciudades y grandes urbes del medio oeste de Estados Unidos. Aprendió a salir de ataduras imposibles, a engañar al ojo humano con técnicas propias de un ingeniero más que de un ilusionista. “No quiero que me crean, quiero que duden de lo imposible”, solía decir al comenzar sus shows y mirando a los ojos al público.
Houdini había encontrado un lugar en el mundo, pero la fama no llegó de inmediato. Al principio, las audiencias eran pequeñas y sus trucos, modestos. Sin embargo, su empeño por superar los límites de lo común y su obsesión por dejar a su público perplejo hicieron que su repertorio creciera. De a poco, Houdini empezó a incorporar desafíos extremos, y su interés por las esposas y las cadenas se convirtió en una marca de identidad. Al principio, escapaba de esposas comunes, pero pronto buscó aumentar la dificultad: se ataba las manos con cadenas más complejas, cerraduras de distintos tipos y cuerdas enredadas que parecían imposibles de desatar.
Antes de cada show, el joven pasaba noches enteras para perfeccionar sus habilidades y liberarse en tiempo récord. Su objetivo era asegurarse de que no hubiera un solo fallo. Sabía que la magia no era solo un juego, sino una mezcla de ingenio y resistencia. “¿Quién es este joven que se cree capaz de burlar la ley de la gravedad?”, murmuraban en cada pueblo en que llegaba con su show. Primero descreían de él, pero luego colmaban las carpas en la que se presentaba.
Houdini se convierte en el Rey de las Esposas
Fue durante uno de esos espectáculos en el circuito que ganó el título de Rey de las Esposas. El público asistía solo para ver al hombre que podía escapar de cualquier trampa, de cualquier grillete. La gente llegaba ansiosa, apostando si esta vez lograría salir o si finalmente alguna cadena lograría mantenerlo atrapado. Y él, una y otra vez, dejaba atrás cualquier obstáculo.
En 1926, Harry Houdini ya era una leyenda del mundo del espectáculo. Con 52 años, ya había recorrido el mundo, presentado su arte en escenarios llenos de entusiasmo y enfrentado retos que parecían sobrepasar cualquier límite físico. Sin embargo, aquel otoño, el destino le tenía preparado su último truco.
La gira de ese año empezó con algunos tropiezos. Durante una función en Albany, Nueva York, Houdini sufrió una fractura en el tobillo mientras realizaba su famoso escape de la “Celda de la Tortura China”, en el que debía liberarse de una cámara de agua suspendido de cabeza. A pesar del dolor y de la advertencia de los médicos, continuó la gira. En octubre, llegó a Montreal, donde el 22 de ese mes, en el Princess Theater, sucedería el episodio que marcaría sus últimos días.
Tras una conferencia en la Universidad McGill, Houdini se encontró con un grupo de estudiantes que habían asistido para verlo y escuchar sus historias. Entre ellos estaban Samuel J. “Smiley” Smilovitch, un joven que le había hecho un retrato, y Jack Price. Sin embargo, quien realmente marcaría el rumbo de aquella reunión era un joven llamado Jocelyn Gordon Whitehead.
Mientras Smilovitch esbozaba un nuevo retrato del famoso ilusionista, Whitehead y Houdini conversaban animadamente sobre la habilidad física del mago. Whitehead, intrigado por la fortaleza de Houdini, le preguntó si era cierto que podía soportar cualquier golpe en el abdomen. Houdini asintió, aunque algo desinteresado, sin prever lo que vendría. Whitehead, de inmediato, comenzó a lanzarle una serie de puñetazos con fuerza. Houdini, quien se encontraba recostado y sin la postura adecuada para resistir, soportó al menos cuatro puñetazos que lo tomaron por sorpresa.
El desafío que no logró vencer
Cada impacto en el abdomen lo hacía retorcerse de dolor. Jack Price recordaría luego en el libro The Life and Many Deaths of Harry Houdini que el ilusionista “parecía estar en extremo dolor” y que cada golpe lo hacía tensarse aún más. Cuando finalmente logró detener a Whitehead, se quejó de que si hubiera sabido de antemano que el joven iba a golpearlo con tanta intensidad, se habría preparado mejor. Pero ya era tarde. Para esa misma noche, el dolor abdominal de Houdini se había vuelto insoportable.
Con un dolor lacerante en el abdomen, Houdini continuó su gira sin querer aceptar que algo más grave le ocurría. Abandonó Montreal la noche siguiente y tomó un tren hacia Detroit, donde estaba programado un espectáculo en el Garrick Theater. A pesar de las advertencias, el mago se empeñó en actuar. “Haré este espectáculo, aunque sea el último”, dijo, con una fiebre que rondaba los 40 grados. Esa noche, el 24 de octubre, su resistencia al dolor asombró incluso a sus asistentes, que le colocaban compresas de hielo entre los actos para mantener su temperatura bajo control.
A mitad del espectáculo, Houdini empezó a perder el conocimiento. Apenas pudo concluir el primer acto cuando ya no tenía fuerzas para continuar. En un último intento, su esposa Bess y su médico personal lograron convencerlo de trasladarse al hospital. A las tres de la madrugada, llegó al Grace Hospital, donde el diagnóstico fue claro: apendicitis aguda con riesgo de peritonitis, una infección mortal en una época en la que aún no había antibióticos.
Los cirujanos decidieron intervenir de inmediato, pero el daño ya estaba hecho. El retraso en recibir tratamiento permitió que la infección se extendiera. Paralizó sus intestinos y comprometió todo su sistema digestivo. Le administraron una serie de tratamientos experimentales, incluyendo un suero que intentó detener la infección. Pero nada parecía surtir efecto. Houdini resistió otros días en estado crítico, hasta que el 31 de octubre de 1926, justo en Halloween, murió a la 1:26 p.m. en los brazos de Bess. “Estoy cansado y no puedo seguir luchando”, susurró con su último aliento.
El último adiós a Houdini
El funeral se celebró en el cementerio Machpelah en Queens, Nueva York, donde más de 2.000 personas se congregaron para despedirlo, incrédulos de que, después de burlar la muerte tantas veces, esta vez no habría un último escape.
Sus ilusiones, por impresionantes que fueran, nunca las presentó como fenómenos místicos. Por el contrario, estaban llenas de mecanismos y herramientas que él mismo diseñaba, convencido de que la verdadera magia estaba en la precisión y la destreza. Por eso, Houdini veía el espiritismo como un fraude que explotaba el dolor de las personas. Esta convicción se convirtió en su misión: desenmascarar a quienes lucraban con la esperanza ajena.
Uno de sus enfrentamientos más famosos fue contra la médium Mina Crandon, conocida como “Margery”, que aseguraba poder invocar la voz de su hermano fallecido, Walter. Crandon, respaldada por seguidores y científicos que le daban crédito, estaba decidida a probar sus habilidades ante un comité de expertos que ofrecía un premio de 2,500 dólares. Pero Houdini asistió a una de sus sesiones en el verano de 1924, decidido a exponer la verdad. Tras observarla, concluyó que los trucos de Margery eran simples efectos mecánicos, distracciones cuidadosamente planeadas que usaba para engañar a la audiencia. En su determinación, Houdini elaboró un folleto detallando cómo creía que Crandon realizaba sus supuestos “milagros” y replicó varios de sus trucos ante su propio público, provocando las risas de sus seguidores.
No obstante, el enfrentamiento con el espiritismo no quedaría allí. En agosto de 1926, el espíritu de “Walter” declaró que “Houdini desaparecerá para Halloween”. Dos meses después, el ilusionista murió exactamente en esa fecha, lo que desató rumores de que los espiritistas habían estado involucrados en su muerte, y que los golpes de Jocelyn Gordon Whitehead fueron parte de un complot. Aunque nunca se probó ninguna conspiración, la coincidencia selló el misterio en torno a su trágico final y dio aún más fuerza a su legado como el hombre que, hasta el final, desafiaba los límites de lo sobrenatural.
Houdini y Bess, una historia de amor
Antes de su muerte, Houdini y su esposa, Bess, habían hecho un pacto solemne: el primero en morir intentaría comunicarse con el otro desde el más allá. Para Houdini, este acuerdo representaba un último desafío a la credibilidad del espiritismo, una prueba final que, si lograba superar, demostraría la realidad de la comunicación con los muertos; y si fallaba, confirmaría su escepticismo hacia la práctica. Fue un pacto serio, sellado en secreto y sólo entre ellos dos.
Después de la muerte de Houdini, Bess quedó devastada, pero no iba a abandonar el acuerdo. Durante los siguientes diez años, cada 31 de octubre, organizó una sesión espiritista para intentar contactar a su esposo, utilizando médiums reconocidos y todo tipo de métodos en la esperanza de que él diera alguna señal. Sin embargo, año tras año, su espera fue en vano. Houdini nunca se manifestó.
La última sesión, el 31 de octubre de 1936, fue un evento público en Hollywood Hills, donde, con la ayuda del investigador Edward Saint y un grupo de espiritistas, Bess intentó una última vez comunicarse con el espíritu de su esposo. Las expectativas eran altas, y la prensa asistió en masa para presenciar el momento. Al final de la ceremonia, sin ninguna señal de Houdini, Bess declaró con voz temblorosa y mirada resignada: “Mi última esperanza se ha desvanecido. No creo que Houdini pueda regresar, ni para mí ni para nadie. Después de diez años de intentarlo, es ahora mi creencia personal y definitiva que la comunicación espiritual es imposible. Apago la luz. Es el final. Buenas noches, Harry”.