“Señoras y señores, esto es lo más terrorífico que he presenciado… ¡Espera un minuto! Alguien está avanzando desde el fondo del hoyo. Alguien… o algo. Puedo ver escudriñando desde ese hoy negro dos discos luminosos… ¿Son ojos? Puede que sea una cara”, escucharon miles y miles de estadounidenses por la radio. La voz del cronista jadeaba, lo que se escuchaba detrás de ese enviado al lugar de los hechos era caótico: los gritos y las sirenas eran la banda sonora del apocalipsis.
La guerra de los mundos
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Era un domingo de 1938 y era, sobre todo, la víspera de Halloween en los Estados Unidos. Fue por eso que Orson Welles había decidido que esa noche, en su emisión semanal a través de la CBS -que tenía repetidoras en todo el país-, adaptaría el argumento de La guerra de los mundos para su drama radial de la fecha.
La obra literaria de Herbert George Wells se había publicado en 1898 y narraba una invasión alienígena en la Inglaterra victoriana. Era, además de una novela de ciencia ficción, una crítica del autor británico a las políticas imperiales del reino en el que le había tocado nacer.
Orson Welles, que ese domingo 30 de octubre de hace 86 años tenía apenas 23 años y aún no era el enorme actor y director en el que se convertiría, decidió que el texto de H.G. Wells sería su fuente de inspiración para su presentación sonora. Decidió que la invasión extraterrestre sería más cerca de su público, en Nueva Jersey, para que los oyentes sintieran más cercanía con el cuento que les estaban contando.
Junto a su equipo de guionistas, el futuro Ciudadano Kane construyó un relato en el que una presunta transmisión musical y de entretenimientos sería interrumpida por el reporte científico y periodístico de tres explosiones en Marte y, después, por el avistamiento de luces, meteoritos y naves extraterrestres allí en Nueva Jersey.
Naves extraterrestres de las que bajaban criaturas “babeantes, con tentáculos, horrorosas” y quemaban vivos a los humanos que encontraran en su camino. Incluso, casi sobre el final de esa hora de ficción al aire, al supuesto cronista de exteriores que contaba con lujo de detalles lo que veía a su alrededor. Welles estaba seguro de que el episodio generaría sobre todo aburrimiento: ¿quién podría creer que todo eso era al menos posible? Su pronóstico se develaría equivocadísimo.
Ese domingo, apenas se encendió la luz que les indica a quienes hacen radio que están al aire, Orson Welles hizo lo que tenía que hacer: advirtió a quienes estuvieran del otro lado que todo eso que escucharían se trataba de una ficción. Lo repitió cuando el drama llevaba 40 minutos al aire. Pero los que se sumaron a la audiencia cuando el programa había empezado no escucharon la primera aclaración, y casi todos los que estaban del otro lado del parlante omitieron la segunda. Eso que les estaban contando, aunque no fuera más que un cuento, los tenía absolutamente atrapados. Y convencidos de que estaban delante de una verdad tan indiscutible como horrorosa.
Durante la emisión, que duró exactamente 59 minutos, Welles contó con la complicidad de The Mercury Theatre on the Air, la compañía de radioteatro que encabezaba en ese entonces. La radio era, por lejos, el medio de comunicación más popular del mundo. Y, al menos en Estados Unidos, 9 de cada 10 adultos elegían esa vía para entretenerse: eran tiempos en los que Adolf Hitler avanzaba en Europa -anexó Austria ese año- y en los que los norteamericanos apenas empezaban a asomar la cabeza tras la Gran Depresión. Un rato de aire fresco a través del aire radial era bien recibido en la vida cotidiana de la mayoría de la población.
Junto a Howard Koch, que años después haría el guión de Casablanca, Orson Welles adaptó para ese espacio de entretenimiento obras como Drácula, Julio César y El Conde de Montecristo. Pero ninguna revolucionó más a su audiencia y, sobre todo, a los medios de comunicación como aquella víspera de Halloween y La guerra de los mundos.
Las tapas de los diarios al día siguiente dieron cuenta del supuesto efecto de la transmisión radial, que muchos creyeron real y no parte de una trama de ficción. The New York Times publicó en su portada: “Pánico en los oyentes por confundir una ficción con la realidad”, mientras que The Boston Herald decía: “Una supuesta invasión marciana sumerge al país en el pánico”.
En efecto, algunas telefonistas de la CBS habían reportado que no faltaron oyentes que se comunicaron con la radio para preguntar sencillamente si el mundo se estaba acabando. Los diarios del 31 de octubre y de los primeros días de noviembre dieron cuenta de que tanto sus redacciones como las estaciones de Policía de Nueva Jersey y Nueva York habían colapsado por los llamados de la población que quería respuestas y quería, sobre todo, algo que los calmara.
Lo que escuchaban en la radio era terrorífico: luces inexplicables cada vez más cercanas, criaturas inexplicables cada vez más cercanas, incendios espontáneos cada vez más cercanos. La amenaza de un enemigo que venía desde fuera del planeta conocido a pocos kilómetros de casa, y haciendo jadear al periodista que tenía el peligro cada vez más cerca.
Orson Welles interpretaba al profesor Pierson, un prestigioso astrónomo que intentaba explicar los fenómenos que se iban reportando. Carl Philips, un actor de la compañía que cada domingo hacía su emisión, hacía las veces del periodista que estaba dispuesto a morir por la noticia. Sus jadeos no eran pura improvisación: se había preparado escuchando los reportes del cronista que, un año antes, había transmitido en vivo el incendio del dirigible alemán Hindenburg. En esa tragedia habían muerto 36 personas, también en Nueva Jersey. Esa desesperación fue la que inspiró a Philips para encarnar a ese periodista que no podía creer lo que veía y que tenía el enorme desafío de que los oyentes confiaran en su testimonio.
Por si al envío de ciencia ficción le hubiera faltado algo de realismo, el guión de Welles y los suyos incluyó un mensaje de un supuesto funcionario de alto rango de los Estados Unidos: “Cada uno de nosotros debe continuar cumpliendo con sus deberes, de suerte que nos sea posible oponer a ese enemigo destructor una nación unida, valiente y consagrada a conservar la supremacía humana en esta tierra”. ¿Cómo no iban a sentirse en plena guerra contra la invasión extraterrestre los que sintonizaran y escucharan semejante cosa? ¿Cómo iban a tener resto en medio del pánico para advertir el aviso del minuto 40 que recordaba que todo era un cuento de Halloween?
Los diarios hablaron de rutas repletas, de supermercados desabastecidos, de gente gritando en la calle sin saber para dónde correr. Gente desesperada por creerse cerca de esos incendios que provocaban criaturas inexplicables y que, a través de gases venenosos, habían incluso matado al cronista del día justo al final de la emisión radial de la CBS. Los diarios sabían que el envío de Welles había sido pura ficción, y lo contaban, pero también contaban las consecuencias en las vidas de quienes no habían advertido la diferencia entre dato y relato.
Dos años después de ese octubre inolvidable para la CBS, para Orson Welles y para todos los que sintieron pánico, se publicó la primera investigación sobre el efecto de esa emisión radial. Handley Cantril, de la Universidad de Princeton, publicó en un trabajo académico que al menos 1,7 millones de personas habían creído que la llegada de extraterrestres a Estados Unidos era real, y no menos de 1,2 millones “se asustaron o tomaron alguna acción por la presunta invasión”.
La guerra de los mundos en versión Orson Welles había dado una muestra inédita del poder de los medios de comunicación: nunca antes había sido tan contundente la convicción de que lo que allí se decía -aunque mediara un error de interpretación- podía generar un efecto tan masivo en la audiencia. Era, para la radio en su época dorada, un espaldarazo potente, y para los medios en general, un reflejo de aquello que empezaría a llamarse “el cuarto poder”.
Tuvieron que pasar varias décadas para que se publicaran otras investigaciones sobre los hechos de ese octubre de 1938. Robert Bartholomew, un investigador de la Universidad James Cook, determinó que tanto los diarios de los días que siguieron a la emisión como incluso la investigación de Cantril de 1940 habían exagerado con imaginación y sin demasiado chequeo los sucesos desencadenados por el envío radial. El sociólogo de James Cook dio cuenta de que Cantril había encuestado sólo a 135 personas, y que por eso era imposible determinar que casi 2 millones habían creído en la supuesta llegada de los alienígenas. Investigaciones como la suya fueron las que, además, indagaron en la posibilidad de que los diarios quisieran desprestigiar a la radio en un momento en el que era ese medio el que más recaudaba en términos de publicidad.
Hubo oyentes -es imposible saber cuántos- que creyeron en el relato basado en La Guerra de los Mundos que encabezó Orson Welles. Hubo lectores que creyeron en la exageración que los medios de prensa escrita construyeron a partir de esos 59 minutos que ya son parte de la historia de la comunicación de masas. Las dos cosas fueron una demostración que no había existido antes del poder de esos medios.
Lo que no hubo fue una invasión extraterrestre. Aunque en el parque Van Nest de Grover’s Mill, en el municipio de West Windsor de Nueva Jersey, hay un monumento para señalar que allí hubiera sido el aterrizaje de los alienígenas, si todo lo que esa emisión radial histórica e histérica hubiera dicho la verdad, y no puro cuento.