Una fue la Reina del Jazz y la otra, la Reina del Soul. Sus voces quebraron la historia de la música, cada una a su tiempo y en los géneros en los que más se destacaron. A esas voces inolvidables se les sumó su presencia única en el escenario, su capacidad de conmover a través de las canciones, y las decisiones no musicales que fueron tomando a lo largo de sus trayectorias para no ser sólo dos voces (muy) bonitas, sino dos símbolos imprescindibles en la historia del arte y de la cultura del siglo XX. Ella Fitzgerald y Aretha Franklin fueron, por sus voces y por esas decisiones, dos protagonistas de su tiempo.
Y los tiempos que les tocaron vivir no les fueron sencillos: eran mujeres y eran afroamericanas en épocas en que las mujeres estaban en un lugar mucho más relegado que en la actualidad y la segregación racial era la norma en los Estados Unidos, o incluso cuando formalmente esa segregación estaba achicándose pero los viejos prejuicios lograban sobrevivir e imponerse.
Ese fue el trasfondo en el que, además de ser dos referentes cada vez más ineludibles de la música popular y dos estrellas del show business en el país del show business, Fitzgerald y Franklin fueron, al menos por algunas horas, dos mujeres detenidas por la Policía.
Sorpresa en el camarín
La noche del 7 de octubre de 1955 no salió como Ella Fitzgerald esperaba. Estaba en Houston, Texas, y ya era una estrella que giraba entre 40 y 50 semanas al año, habitualmente dando shows en dos ciudades en un mismo día. Había cantado -y lo seguiría haciendo- acompañada de Duke Ellington, Dizzy Gillespie, Count Basie y Louis Armstrong, entre otros. Sus jovencísimos años de dormir en la calle o en un reformatorio para señoritas habían quedado atrás.
Por esos años, su manager Norman Granz impulsaba sus tours interminables: el más emblemático de la década del 40 y del 50 fue Jazz at the Philharmonic, que la hizo recorrer Estados Unidos y también Europa. A ella y a muchos de los músicos de jazz más destacados de esos años y de los que vendrían.
La parada de 1955 en Houston, Texas, no fue tan auspiciosa como otras de las que la gira había tenido. Y eso que ese mismo año, y por la intervención de su flamante amiga Marilyn Monroe, Fitzgerald había llegado a presentarse por primera vez en el Mocambo, un mítico club nocturno de Los Ángeles. Pero la noche del 7 de octubre le tenía deparada una sorpresa de las ingratas.
Es que en una pausa entre los dos shows que Fitzgerald dio ese día, cuatro policías vestidos completamente de civil irrumpieron en los camarines. Ella estaba con Georgiana Henry, su asistente, y cerca de ellas estaban su manager, Granz, y Dizzie Gillespie, entre otros. El argumento con el que los policías se los llevaron arrestados a una comisaría fue que estaban apostando ilegalmente en ese rincón del teatro en el que se presentaban.
Efectivamente, algunos de los presentes estaban jugando a los dados en los minutos que separaban una presentación de la otra. No Ella, que tomaba un café junto a Georgiana para mantener calientes sus inconfundibles cuerdas vocales.
Sin embargo, esas apuestas no fueron el verdadero motivo por el que la Policía de Houston decidió llevarse detenidos a todos los que estaban en la habitación. Detrás de esas detenciones había información que los oficiales habían recibido con antelación y que habían comprobado durante el primer show de jazz de esa velada: el público no estaba separado entre afroamericanos y blancos sino que se trataba de lo que entonces se empezaba a llamar “una audiencia integrada”. Eso fue lo que realmente impulsó a las fuerzas de seguridad a irrumpir.
Habían sido Norman Granz -el manager de Fitzgerald- y el saxofonista Jean-Baptiste Illinois Jacquet los impulsores de que cualquiera pudiera ubicarse en cualquier lugar del teatro, sin las distinciones que eran obligatorias por la segregación racial apenas hasta el año anterior y que en varios rincones de los Estados Unidos -sobre todo en territorios conservadores como Texas- seguían imponiéndose. Los demás artistas no opusieron resistencia, al contrario: también querían un público en el que los afroamericanos no tuvieran que separarse de los blancos.
Illinois Jacquet había nacido en Houston, por eso después del arresto y apenas la prensa le abrió el micrófono dijo: “Sentí que si no hacía algo para repudiar la segregación en el lugar en el que nací, iba a arrepentirme para siempre. Era el momento de hacerlo, hay que terminar con la segregación”.
En el momento en que la Policía irrumpió en los camarines, no había habido ningún disturbio entre la audiencia integrada. Sin embargo, el racismo que todavía marcaba el compás de las fuerzas de seguridad impulsó el operativo al que hubo que buscarle una excusa, que no duró demasiado.
La detención fue tan sorpresiva e injusta como corta. Los medios de comunicación llegaron a enterarse pero la audiencia que había pagado su entrada para el segundo turno del espectáculo, no. Ahí estaban los artistas a los que habían ido a ver, aunque con un paso por la comisaría que no estaba planificado. Un paso que a Ella Fitzgerald la angustió hasta las lágrimas y que incluyó las fotos formales de cada uno de los detenidos en la dependencia policial.
Fue a cambio del pago de una multa que lograron volver lo más rápido posible para dar su segundo show sin que nadie más que ellos se enterara de los sobresaltos de aquella noche. “No les gustó la idea de que mezcláramos a blancos y negros, porque el hecho de que lo hiciéramos y probáramos que no pasaba nada era una manera de demostrar que mucho de lo que defendían para segregar a los negros no tenía sentido”, le dijo Granz a la prensa cuando trascendieron los hechos.
Haber vuelto rápido al teatro no conformó a Granz, el manager de la Reina del Jazz. Primero, hizo presentaciones judiciales para resultar el único acusado por las apuestas de aquella noche en los camarines. Y después, en vez de resolver el caso a través del pago de una nueva multa, apeló la acusación: le costó 2.000 dólares, mucho más que lo que hubiera pagado para solucionar el caso por la vía rápida. Pero finalmente sus antecedentes y los de sus amigos quedaron limpios.
Alterar la paz para conseguir paz
“Los negros seremos libres. Yo estuve encerrada y aprendí que tienes que alterar la paz cuando vos no podés acceder a la paz”, dijo alguna vez Aretha Franklin, la primera mujer en ingresar al Salón de la Fama del Rock and Roll y, según la revista Rolling Stone, la mejor en su ranking de los 100 mejores cantantes de todos los tiempos. Lo dijo cuando la que estaba presa ya no era ella, sino su amiga Angela Davis, una filósofa, política y activista por los derechos de los afroamericanos y, especialmente, las afroamericanas.
Corrían los primeros años setenta y Davis había sido acusada por el FBI por los delitos de secuestro, asesinato y conspiración. La Justicia demostraría luego que no era culpable de ninguno de los cargos que le habían atribuido, pero mientras tanto fue arrestada. Franklin, que ya era amiga suya, se ofreció de inmediato a pagar la fianza que hubiera que pagar: “Tengo el dinero. Y lo obtuve de gente negra. Ellos me hicieron financieramente capaz de pagar la fianza y quiero usar ese dinero de formas que puedan ayudar a nuestra gente”, dijo.
Franklin sabía dos cosas: lo que era estar en prisión y lo que era ser una ciudadana afroamericana en Estados Unidos, incluso con la lucha por los derechos civiles más bien avanzada. Aretha, la voz inconfundible de ese himno que exige respeto deletreando la palabra para que a nadie le queden dudas, había estado tras las rejas en 1969.
El 22 de julio de ese año, en Highland Park, Michigan, Franklin fue detenida por “alteración del orden público”. Estaba cerca de Detroit, la ciudad en la que había nacido, y había estado involucrada en un accidente menor de tránsito en un estacionamiento. Cuando los agentes de policía se acercaron a la artista, algo de lo que dijeron la ofendió gravemente e intentó darle un cachetazo a uno de ellos.
La detención fue inmediata: enseguida estaba en la comisaría, en la que obtuvo su libertad a cambio de 50 dólares. En señal de protesta, al alejarse en su auto del lugar en el que había estado detenida pasó por encima de una señal de tránsito. El día de la detención, Aretha llevaba prácticamente toda su vida involucrada de forma más o menos directa en la lucha por los derechos civiles de los afroamericanos.
La muerte precoz de su madre -cuando ella tenía apenas 10 años- la había dejado enteramente al cuidado de su padre, un pastor bautista que había organizado la Caminata por la Libertad de Detroit, de las más masivas que se habían hecho hasta entonces, con alrededor de 125.000 personas marchando a la par.
C.L. Franklin, el padre de Aretha, era amigo cercano de Martin Luther King, lo que hizo que la artista empezara a acompañarlo en sus presentaciones, con su voz y con su fe. Lo acompañaría incluso hasta su descanso final: cuando MLK fue asesinado, fue Aretha Franklin quien cantó en su funeral para rendirle honores.
Toda esa experiencia y esa lucha a su alrededor la llevó a tomar partido. Sus contratos jamás admitían una audiencia segregada, sus ganancias muchas veces estuvieron destinadas a campañas que luchaban por el acceso de la población afroamericana a derechos de los que todavía no gozaba, e incluso refugió a activistas perseguidos.
Aretha Franklin no estaba hecha solamente de la voz que la consagró, sino de todo lo que tenía para decir y para defender. Y para el FBI nada de eso pasó desapercibido. En 2022, hace apenas dos años, el Bureau estadounidense desclasificó el archivo vinculado a la artista: son 270 páginas que incluyen reportes sobre su activismo por los derechos civiles y sus amistades, sobre todo las que la unieron a MLK y a Angela Davis.
Ese mismo archivo, secreto durante décadas, alertaba sobre la posibilidad de que la participación de Aretha en el funeral de Martin Luther King “podría proporcionar la chispa inicial que encienda disturbios raciales en la zona”. La advertencia fue de 1968, un año antes de que la Policía de Michigan detuviera a Franklin por “alterar el orden” justo después de decirle algo que la ofendió y que nunca sabremos qué fue. Tal vez, algo de eso que impedía que la población afroamericana sintiera que podía vivir en paz en los Estados Unidos.