Parecen un detalle. Apenas un recurso discursivo que puede emprolijar o embellecer un texto, y no mucho más. Y sin embargo, las comas, uno de los signos de puntuación más frecuentes en casi todos los idiomas, pueden ser también un parteaguas. Su capacidad de introducir pausas pero, sobre todo, de separar términos entre sí puede cambiar enormemente el sentido de una oración.
Es por eso que las comas han sido, numerosas veces, el centro de un debate, de un conflicto o hasta de un juicio penal. Y por una coma que estaba o no estaba hubo pérdidas millonarias y hasta condenas a la horca.
Una coma que debió ser guión y una sangría de dinero
Tal vez el impacto (negativo) más millonario que haya tenido una coma haya sido en 1872 en los Estados Unidos. Les costó a los contribuyentes lo que hoy serían 40 millones de dólares, y todo porque alguien decidió cambiar una coma por un guión en un documento oficial.
El carísimo error se produjo en el texto de una ley arancelaria que se había sancionado ese mismo año. Para ese entonces, las tasas establecidas para muchos de los productos importados por ese país ya eran un impuesto extendido en todo su territorio y, por eso, una de las fuentes principales de su recaudación.
Hacia 1872, Estados Unidos ya tenía una Ley Arancelaria sancionada en 1789. Pero para el año en cuestión, y en medio de la guerra civil que enfrentaba al norte con el sur, se redactaron algunas nuevas leyes fiscales. La novedad de la ley arancelaria sancionada en ese año, bajo la presidencia de Ulysses S. Grant, fue la exención impositiva para varios artículos a la hora de ingresar al territorio norteamericano.
La lista de los productos libres de impuestos incluía “frutas, plantas tropicales y semitropicales con fines de propagación o cultivo”. Sin embargo, una ley sancionada dos años antes establecía un gravamen del 20% al ingreso de naranjas, limones, ananás y uvas, y de un 10% para cocos, bananas, pomelos, limas, mangos y plátanos.
En términos técnicos, el texto de 1872 no derogaba el de 1870. Pero, viendo la ventana ventajosa que se les abría, muchos importadores se aferraron a la coma que separaba la palabra “frutas” de “plantas tropicales y semitropicales con fines de propagación o cultivo” y alegaron que esa nueva ley habilitaba el ingreso exento de todo tipo de frutas. La gramática les daba la razón, y estuvieron dispuestos a sostener su argumento hasta las últimas consecuencias.
En una primera instancia, el entonces secretario del Tesoro, William Richardson, salió a defender el antiguo impuesto. Aseguró que la coma, en realidad, debía ser un guión aplicado a, en inglés, “fruit-plants” (plantas frutales) y, en primera instancia, la recaudación se siguió haciendo con los gravámenes establecidos en 1870 a algunos productos.
Pero los importadores insistieron con la vía gramatical y no dudaron en empezar a interponer documentación equivalente a lo que hoy sería un recurso de amparo. Exigían que el Tesoro dejara de gravar las frutas, haciéndole caso a la coma que había aparecido en el texto de 1872. Para ellos sería un ahorro inesperado y, sin dudas, cuantioso.
El tiempo -y la insistencia- les dio la razón a los importadores. En 1874 Richardson avaló el reclamo originado en aquella coma y, formalmente, liberó la importación de todo tipo de frutas que ingresaran a los Estados Unidos. Y la medida no sólo fue hasta ahí, sino que incluso tuvo que reembolsar dinero a aquellos importadores a los que les había cobrado impuestos que, finalmente, se terminó demostrando que no correspondían. Fueron 2 millones de dólares, que ajustados por inflación, serían unos 40 millones de dólares al día de hoy.
Al Estado no le gustó nada tener que devolver ese dinero, así que, aunque ya dado por vencido, inició una investigación. Esos actuales 40 millones de dólares habían sido, uno por uno, culpa de un empleado que, a cargo de transcribir el proyecto de ley que se había sancionado, cometió el error tipográfico de poner una coma donde debía ir el guión entre “fruit” y “plants”. Una confusión carísima.
Para poner las cosas en orden, y para dejar de perder dinero, el Congreso de Estados Unidos aprobó una ley que servía para explicar la confusión y, sobre todo, para dejar establecido un texto en el que efectivamente hubiera un guión y no la coma de la discordia.
No fue lo único que votó el Poder Legislativo norteamericano ese día. Según publicó The New York Times en aquel entonces, esos 2 millones perdidos por los reembolsos que el Estado debió reconocerles a los importadores de fruta representaban el 1,3% de la recaudación proveniente de las tasas arancelarias. Para evitar nuevas pérdidas, el Congreso aprobó una ley que prohibía al Tesoro “marchas atrás” en sus reglamentaciones impositivas, excepto que el Poder Judicial lo determinara. Estados Unidos no quería otra sangría en su recaudación.
La coma que lo llevó a la horca
La vida de Roger Casement, un nacionalista irlandés, terminó en la horca tras un juicio en el que fue condenado a esa ejecución. La pena de muerte se le aplicó en 1916, y fue por un delito descripto en la Ley de Traición sancionada en 1351 en el Reino Unido. Según determinó un tribunal, Casement era culpable por haber incitado a prisioneros de guerra irlandeses a luchar contra los británicos. Fue mientras esos prisioneros estaban retenidos en Alemania.
Inesperadamente, una coma estuvo en el centro de aquel debate judicial. Es que fue justamente ese signo de puntuación el que ocupó prácticamente toda la atención del abogado defensor y, por eso, el que debilitó cualquier argumento que pudiera salvar al acusado de la muerte.
El debate gramatical en esta ocasión tuvo que ver con la redacción que la Ley de Traición había tenido en el siglo XIV. Por el paso de los siglos, había distintas versiones impresas de ese texto legal. En algunas, había una coma; en otras, no. En otras, era imposible saber si había una coma o un manchón de tinta que había durado siglos. El problema es que, según cómo se interpretara la oración atravesada por esa coma, Casement podía ser condenado o podía salvarse.
Se consieraba traición “si un hombre hace la guerra contra nuestro Señor el Rey en su reino, o se adhiere a los enemigos del Rey en su reino, prestándoles ayuda y consuelo en el reino o en cualquier otro lugar”, según una de las versiones de la Ley de Traición. Otra tenía una coma más, y decía: “... ayuda y consuelo, en el reino, o en cualquier otro lugar”.
Casement no negó los hechos por los que era acusado en ningún momento. De él se sabía que, en 1914, tras el comienzo de la Primera Guerra Mundial, había viajado a Nueva York para convencer a diplomáticos alemanes de que vendieran armas a los revolucionarios irlandeses. También se supo que había obtenido una declaración del gobierno alemán apoyando la independencia de Irlanda respecto de la Corona Británica. Y, finalmente, que había reclutado prisioneros de guerra irlandeses que estaban retenidos en el país bávaro para convencerlos de que se enfrentaran a los ingleses.
El acusado era un nacionalista tan aguerrido que le insistía a su abogado para que argumentara, principalmente, que no era una traición a la Corona inglesa porque los irlandeses ni siquiera eran ingleses. Pero el letrado que lo defendía, el sargento Alexander Sullivan, apostó a la vía gramatical. Aseguró que aquello de “en el reino o en cualquier otro lugar” sólo correspondía al delito de prestar ayudad y consuelo al enemigo. Las otras infracciones -hacer la guerra al Reino o adherirse a sus enemigos- sólo se considerarían dentro del territorio nacional.
Casement se había rebelado fuera de Inglaterra, y había hecho cosas fuera de lo esperado, pero ninguna era prestar ayuda o consuelo al enemigo. Eso le alcanzaba a Sullivan para defender a su representado ante el tribunal. Simplemente aseguraba que la Ley de Traición no era aplicable al caso.
Su argumentación no alcanzó. Aunque el debate sobre la coma escaló y mantuvo en vilo a quienes seguían el caso, en algún momento el tribunal decidió que las definiciones de lo que era una traición alcanzaban a los hechos cometidos por Casement, y que debían declararlo culpable y condenarlo a la horca.
“Que Dios me libre de anticuarios como éstos, que cuelgan la vida de un hombre de una coma y lo estrangulan con un punto y coma”, dijo el ya condenado mientras esperaba su ejecución. Era una forma explícita de quejarse de quien se había aferrado a una cuestión gramatical y no de fondo para defender su causa, y también una descripción física de cómo era la soga que iba a terminar con su vida.
“Las comas no tienen cabida en la discusión ante este Tribunal”, terminó por decir el titular del jurado que decidió condenar a Casement. Fue una manera de bajarle la espuma al debate que había planteado Sullivan y que, según las crónicas de la época, habían despertado amores y odios en la sociedad británica.
Antes de su rebelión, Casement había sido un diplomático británico de muy respetado, que hasta llegó a ser nombrado caballero. Su condena tuvo que ver con un debate errado pero sobre todo estéril alrededor de la gramática, con los hechos que había cometido y, también, con que Casement era gay. El mismo prejuicio había caído sobre Oscar Wilde, y también caería sobre Alan Turing. Todo eso construyó su camino hasta ese “punto y coma” que terminó con su vida después de que una coma no lograra salvarlo de la muerte.