“Ahora van a sufrir”, escucharon primero. Y después: “Ahora los vamos a matar”. Los tres adolescentes estaban tirados en el piso sobre una avenida del Bajo Flores, acostados boca abajo y con las manos detrás de la espalda. Ya los habían golpeado y estaban a punto de golpearlos de vuelta. Después de esa segunda paliza los separaron: obligados, tuvieron que subir cada uno a un patrullero distinto. Los móviles de la Policía Federal no tomaron el camino que los llevaba a la Comisaría 34ª sino una calle que los llevaría aún más al sur de la Ciudad.
Tan al sur que cada uno de los patrulleros -y los policías, y los adolescentes- llegaron a ese borde en el que Buenos Aires se termina porque empieza el Riachuelo. A punta de pistola (de armas reglamentarias), cada uno de los tres jóvenes fue obligado a tirarse a las aguas contaminadas del Riachuelo y nadar. Dos lograron sobrevivir. Ezequiel Demonty, que ese 14 de septiembre de 2002 tenía 19 años, no. Su cadáver apareció flotando una semana después, a tres kilómetros de donde lo habían torturado. Más de dos décadas después de esa madrugada, su mamá sigue luchando contra la violencia institucional pero todavía evita mirar fotos de su hijo asesinado.
“Mis hijos no me contaron enseguida lo que estaba pasando con Ezequiel. A mí se me había muerto otro hijo, Lucas, nueve meses antes. De leucemia. Entonces cuando los dos amigos de Ezequiel les contaron a mis otros hijos lo que estaba pasando, ellos empezaron a buscar y no me dijeron nada porque no me querían preocupar. Pero las horas pasaban y Ezequiel no aparecía, y ahí fue que me contaron”, le dice Dolly Sigampa a Infobae.
Cuando escuchó lo que sus hijos le contaban sintió terror. “En las villas, en los barrios populares, la Policía Federal se manejaba todavía con costumbres de la dictadura. Y se sabía que hacían lo de obligar a los chicos a tirarse al Riachuelo, por eso cuando escuché que le habían hecho eso a Ezequiel me aterroricé”, cuenta Dolly, que tiene 63 años y ya está jubilada.
Además de aterrorizarse, Dolly le pidió a Dios. “Una mamá siempre tiene la esperanza hasta el final de que su hijo esté vivo, pero como se sabía lo que hacía la Policía con los chicos de los barrios, yo tenía la sensación de que no iba a aparecer con vida. Entonces le pedí a Dios que, si estaba muerto, ya no apareciera. Habían pasado nada más que nueve meses desde que había fallecido otro hijo mío, no podía soportar otra pérdida así”, describe.
La mañana del 21 de septiembre, cerca de las ocho de la mañana, el cuerpo de su hijo Ezequiel apareció flotando en la superficie del Riachuelo, a la altura del puente Victorino de la Plaza, en Barracas. Para entonces, los dos amigos con los que había salido a bailar siete días antes le habían contado todo lo sufrido a los Demonty, Dolly había hecho una denuncia ante la Policía sin incriminar a la Policía para no exponer a su familia a represalias, había presentado un hábeas corpus en Tribunales y había dado entrevistas a la televisión desde la orilla del Riachuelo. La tapa del diario Clarín había mostrado la foto del padrastro de Ezequiel en esa orilla con un epígrafe que decía “¿Dónde está el pibe?”.
Tortura oficial
En septiembre de 2002, Ezequiel Demonty juntaba cartones -sobre todo los que les separaban a él y a sus hermanos en el Hotel Continental del Microcentro- y tenía una novia: estaba embarazada de cuatro meses. Había cursado hasta tercer año del secundario y había dejado de cursar para acompañar a su hermano enfermo en sus internaciones y en sus sesiones de quimioterapia. La directora de la escuela del Bajo Flores a la que iba le había dado la opción de rendir todas las materias libres y para eso se estaba preparando.
El viernes 14 había salido con dos amigos, Claudio Maciel, de 14 años, y Julio Paz, de 18. Habían ido al boliche Panambí, de Constitución, y habían vuelto hasta el Bajo Flores. Fueron a la remisería que Ezequiel conocía en la zona de su casa, el Barrio Illia, pero estaba cerrada. Cuando iban rumbo a otra para lograr que Claudio se tomara un remise para volver a su casa, en Ciudad Oculta, los interceptó la Policía en La Constancia y Osvaldo Cruz. Los acusaron falsamente por el robo de una bicicleta y empezaron los golpes, las humillaciones y las torturas que, en el caso de Ezequiel, resultarían letales.
“Una vecina resultó clave, porque vio cómo los patrulleros de la 34, que fueron identificados como parte de esa comisaría porque uno de los amigos de mi hijo logró ver el número cuando lo tenían tirado boca abajo, agarró para el sur en vez de ir para la comisaría”, reconstruye Dolly.
Según declararon Maciel y Paz ante la Justicia en 2004, cuando se llevó a cabo el juicio por el que condenaron a los nueve policías que fueron parte de ese episodio de violencia institucional, los golpearon en la esquina en la que los detuvieron, volvieron a golpearlos en la orilla del Riachuelo, y fue allí que los obligaron a tirarse al agua y nadar hasta la otra orilla. Uno de ellos lo logró. Otro, el que les había respondido a los policías que no sabía nadar y había escuchado de uno de ellos “ahora vas a aprender a nadar”, se salvó por permanecer sujetado a una rama hasta que los oficiales desaparecieron de su vista.
Juntos y desesperados, Paz y Maciel miraban el Riachuelo y gritaban el nombre de Ezequiel. Pero Ezequiel no aparecía. Lo buscaron sus amigos, lo buscaron sus hermanos, lo buscaron su mamá y su padrastro -el padre había muerto cuando él era un bebé de tres meses en un asalto-. Lo buscaron sus vecinos y las cámaras de televisión. Lo buscaron buzos tácticos de la Prefectura.
El 21 de septiembre, cuando su cadáver fue encontrado, la edición vespertina de un diario tituló: “El caso de Demonty, un crimen de la Policía”. Es que ese mismo día, horas antes del hallazgo del cadáver, se había quebrado Luis Funes, sargento primero que había participado de la escena del crimen. Desbordado, Funes había pedido hablar con el jefe máximo de la Policía Federal para contarle todo lo que había pasado. Todo lo que él y sus ocho compañeros de la fuerza habían hecho o habían omitido. La cúpula de la comisaría 34ª fue descabezada inmediatamente. Era el principio del esclarecimiento.
“Se dijo que mi hijo no sabía nadar. ¿Y si no hubiera sabido nadar? Los metieron en el agua a punta de pistola”, dice Dolly, y enseguida suma: “El perito dejó muy claro que los golpes que había recibido en la cabeza, compatibles con culatazos, lo dejaron en un estado en el que no podía nadar de orilla a orilla, y a eso hay que sumarle el peso de la ropa mojada, que pudo haber alcanzado los 12 kilos porque ese viernes estaba muy abrigado”. Sigampa recuerda con precisión los datos de la autopsia: “Me explicaron que mi hijo batalló para salir de ese barro entre 8 y 12 minutos, según la cantidad de plancton que le encontraron en los pulmones”.
Todos condenados
Hace veinte años la Justicia emitió su veredicto sobre los hechos. El subinspector Gastón Somohano, a cargo del operativo ilegal de aquel viernes, fue condenado a prisión perpetua junto al inspector Gabriel Alejandro Barrionuevo y el cabo Alberto Fornasari. Se los encontró culpables de los delitos de tortura seguida de muerte, privación abusiva de la libertad y torturas reiteradas. Los otros seis involucrados, entre los que estaba Funes, recibieron penas de entre tres y cinco años de prisión por no haber evitado los delitos que terminaron en la muerte de Ezequiel. En 2007 la Cámara de Casación Penal dejó firme ese fallo.
Según declaró Paz, otra de las víctimas de la violencia institucional de aquella noche, los policías “tenían una petaquita con alcohol y algunos moqueaban”. En sede judicial, describió a los oficiales como eufóricos y exaltados, y aseguró que le habían robado 30 pesos y una cadenita de oro con la imagen de San Jorge.
Desde ese domingo de septiembre en que empezó a buscar a su hijo, pasando por el hábeas corpus y el pedido en la morgue para que, a pesar de las advertencias hechas por los forenses, la dejaran ver el cuerpo hinchado y en descomposición de Ezequiel, Dolly empezó a exigir primero el esclarecimiento y después Justicia por lo que le habían hecho. “Pero cuando termina el juicio, que en mi caso obtuve condena para todos los que participaron, volvés a tu casa y a tu hijo no te lo devolvió nadie, y entonces ahí te preguntás ‘¿y ahora qué?’”.
En su lucha por justicia no sólo para ella sino para otras familias, Sigampa se cruzó con Rosa Bru, la mamá de Miguel Bru -detenido, torturado y desaparecido en 1993, diez años después del regreso de la democracia-, y con el papá de Sebastián Bordón, asesinado en 1997 por la Policía de Mendoza. Se unió a la organización Madres del Dolor y desde hace unos años se abrió de esa organización y ahora es una de las caras visibles de Madres en Lucha.
Todavía se acuerda del llamado de la mamá de Bru unos días después del veredicto que condenó a los oficiales que obligaron a su hijo a morir. “Rosita me llamó, ya trabajábamos juntas en el Ministerio de Justicia, y me dijo ‘dale, nena, hay que salir de la cama, hay que seguir’, y me hizo entender que había que ir para adelante”, reconstruye Dolly.
Cada año, hacia septiembre, se hace el festival que honra la memoria de Ezequiel. Desde 2015, por iniciativa de la escuela secundaria a la que iba, el puente en el que lo obligaron a tirarse a punta de pistola lleva su nombre. Hace algunos años, en uno de esos festivales que se hacen un año a veces en el Bajo Flores y a veces en Ciudad Oculta, de donde es Dolly y donde vivió con sus hijos cuando eran chicos, la sorprendió la pregunta que estaba esperando desde hacía años.
“David, mi nieto, por fin me preguntó: ‘¿Fue acá que lo tiraron?’. Primero me había dicho que quería saber cómo había sido todo. Le dije que le preguntara a sus tíos cuando quisiera, que le iban a contar. Pero ahí mismo me dijo ‘quiero saber ahora’, y me empezó a preguntar. Y yo empecé a llorar y le conté”, cuenta Dolly. En ese momento, el hijo que Ezequiel nunca conoció empezó a saber en detalle cómo había sido la tortura y la muerte de su papá.
“En el momento, fue casi como si nada. Pero después hubo música en el festival, canciones dedicadas a Ezequiel y lo que le habían hecho, y ahí David se quebró”, se acuerda Dolly. “Mi nieto tiene la misma cara que mi hijo, son iguales. Es más bajito y menos grandote de espalda, pero exactamente la misma cara. Y son parecidos en ser muy reservados con sus cosas”, cuenta. Y se acuerda de ese hijo al que le gustaba tocar la guitarra, ir a la iglesia con ella en González Catán, cantar allí, cuidar de sus hermanos.
Una vez, en una actividad en Villa Lugano organizada para exigir justicia por Camila Arjona -una adolescente de 14 años asesinada en 2005 por policías de la Federal mientras cursaba un embarazo-, una de las nietas de Dolly la reconoció y corrió para que su abuela le hiciera upa.
“Yo estaba ahí para seguir luchando porque siempre hay casos de violencia institucional, pero mi nieta me hizo ver que me estaba perdiendo de estar con ella, con mis otros nietos y con mis hijos. Es que después de lo de Ezequiel fui para adelante sin mirar a los costados porque si parás, no arrancás más. Pero eso que hizo mi nieta me ayudó a balancear un poco más”, cuenta Dolly, y repite el lema por el que sigue luchando: “Nosotras decimos que el Nunca más sea de verdad Nunca más. No queremos que esta sea la historia de ninguna otra mamá, porque cuando te matan a un hijo la condenada a perpetua sos vos”.