Más de treinta años después, en enero de 1975, cuando fue elegido alcalde de Stuttgart, Manfred Rommel reconstruyó paso a paso los hechos de la tarde del 14 de octubre de 1944 cuando su padre, Erwin Rommel, el mariscal más prestigioso del ejército alemán, fue obligado a suicidarse por orden de Adolf Hitler. En una entrevista con Carla Stampa, corresponsal del diario español ABC en Alemania, dejó por un momento la actualidad política de su país para retroceder en el tiempo hasta sus 17 años y volver al living de su casa familiar, en Ulm, donde su madre, Lucie, y él esperaron a que terminara la reunión que su madre mantenía a puertas cerradas con los generales del Estado Mayor Wilhelm Burgdorf y Ernst Maisel.
Recordó que la reunión duró poco más de una hora y que, al salir del despacho de Rommel, los generales lo saludaron con formalidad militar y luego se despidieron de su madre besándole la mano. Burgdorf y Maisel salieron al jardín de la casa pero no subieron al auto negro que estaba con el motor en marcha. Se quedaron esperando. En el living, Rommel se quedó solo con su mujer, su hijo, y su asistente, el capitán Aldinger. “Mi padre estaba tranquilo, mortalmente tranquilo; recuerdo bien su expresión. Nos dijo que los generales le habían puesto ante una alternativa: el suicidio con el veneno que habían traído o el juicio ante un tribunal del pueblo y el internamiento de la familia en un campo de exterminio. La sentencia, decidida por Hitler, debía tener lugar dentro de veinte minutos, a partir de aquel momento. Mi madre no quería rendirse ante lo inevitable. ‘Huye a Suiza, repetía insistente, o haz frente al tribunal, no temas por nosotros’. Mi padre, manteniendo sus manos entre las de él, la dejaba desahogarse. ‘Lucie, es mejor así, créeme’, dijo mi padre, al fin. ‘Es mejor para todos. En ningún caso habría proceso, porque se volvería en contra de Hitler. Toda esta escena ha sido preparada a propósito para salvar el lado heroico del nazismo. Me harán solemnes funerales oficiales y el melodrama terminará bajando el telón con todos los honores’”, contó Manfred.
Después, Rommel habló un momento más a solas con Lucie y salió de la casa acompañado por Manfred, que lo vio subir al auto que partió de inmediato. Una hora más tarde recibieron una llamada del hospital de Ulm para informarles que el mariscal había “muerto a consecuencia de una congestión cerebral”.
El guion ideado por Hitler acababa de llegar a su final. Los generales habían sido explícitos con Rommel: el führer lo quería muerto, pero no después de un proceso judicial que terminara con su fusilamiento, ni tampoco le permitiría quitarse la vida con un disparo en la cabeza, esa vieja tradición militar, quería que se envenenara construir la escena de una muerte natural y no pagar el costo de haber matado al oficial más prestigioso y admirado de su ejército.
Héroe de la Primera Guerra
La carrera militar de Erwin Rommel -a diferencia de la de otros generales y mariscales- había comenzado bien de abajo, con el grado de cabo, para llegar hasta lo más alto. Nacido en noviembre de 1891, al terminar sus estudios secundarios quiso estudiar ingeniería, pero su padre se opuso y le sugirió enrolarse en el ejército. Primero cabo y después ascendido a sargento, su desempeño le abrió las puertas de la Escuela Militar de Danzig, de donde egresó con el grado de teniente.
Al inicio de la Primera Guerra Mundial fue enviado con su regimiento a la región de Argonne y más tarde al frente rumano. Por su desempeño en el campo de batalla fue condecorado con la Cruz de Hierro de primera clase en 1915, y después con una distinción que nunca había recibido hasta entonces un simple teniente, la ordre Pour le Mérite, por su astucia y su iniciativa en el campo de batalla.
Vivió la derrota de Alemania y la firma del Tratado de Versalles como una humillación, pero al contrario que Adolf Hitler, prefirió mantenerse alejado de la convulsionada vida política de la posguerra y continuar con su carrera militar refugiado en el profesionalismo. Sus compañeros de armas lo consideraban un asceta: no bebía, no fumaba y se mantenía en perfecto estado físico a fuerza de un entrenamiento obsesivo. El resto del tiempo lo pasaba en familia, con su esposa Lucie y su hijo Manfred, nacido en 1928. A principios de la década de los ‘30 fue ascendido a comandante y destinado como instructor a la Academia Militar de Dresde. Estaba allí cuando Adolf Hitler logró llegar al poder.
Hitler y Rommel
Adolf Hitler y Erwin Rommel se conocieron en 1935 y su primer encuentro no fue promisorio por una cuestión de honor militar. En el desfile de Pascua de ese año, el batallón de Rommel debía pasar frente al palco que ocupaban el führer y los principales líderes nazis. Todo iba bien hasta que el comandante supo que, para garantizar la seguridad de Hitler, se había ordenado formar a un batallón de las SS y las tropas que debían desfilar. Entonces, Rommel tomó una decisión tan audaz como impensada: informó a sus superiores que su batallón de participaría del desfile. “Esto es un insulto. Si el jefe del Estado no se siente seguro frente a sus propios soldados, no los haré formar”, dijo. La primera reacción del alto mando fue sancionar al oficial díscolo, pero Joseph Goebbels y Heinrich Himmler intercedieron y lograron que las SS no estuvieran a cargo de la seguridad para que las tropas de Rommel pudieran desfilar con su comandante al frente.
Poco después, ya ascendido a teniente coronel, Rommel publicó La infantería al ataque, un libro de táctica y estrategia que fascinó a Hitler, tanto que el dictador lo nombró comandante en jefe de su batallón de escolta durante sus visitas a Austria, a los Sudetes, Praga y Polonia. Comenzaron a tener entonces una relación casi cotidiana en la que Rommel terminó convirtiéndose en un nazi convencido.
La admiración del futuro mariscal por el führer creció a pasos agigantados después de la invasión relámpago a Polonia que inició la Segunda Guerra Mundial. Rommel casi no participó de ella debido a sus obligaciones como jefe del batallón de escolta, pero tuvo después un destacado papel al frente de la Séptima División Panzer en las invasiones de Francia y los Países Bajos. Sus tropas recibieron el nombre de “La división Fantasma”, debido a la velocidad y sorpresa que constantemente lograba, hasta el punto de que incluso el Alto Mando Alemán perdió la pista de dónde se encontraba. En esas campañas Rommel llevó al extremo la nueva táctica de la Blitzkrieg (guerra relámpago) y se distinguió por dirigir a sus hombres desde la primera línea para hacerse una idea en tiempo real de la situación, aún a riesgo de morir en el campo de batalla.
El Zorro del Desierto
Debido a sus éxitos, Rommel fue nombrado comandante de las divisiones Panzer enviadas a Libia a principios de 1941 para ayudar a las tropas italianas. Allí formó el Deutsches Afrikakorps, al frente del cual Rommel logró su mayor fama, la del Zorro del Desierto.
Sus victorias en los campos de batalla africanos se sucedieron una detrás de otra y con ellas llegaron más condecoraciones y ascensos: recibió la más alta distinción del ejército alemán, la Cruz de Hierro con hojas de roble, espadas y diamantes tras la toma de Bengasi, y fue ascendido a mariscal de campo, el más joven de la historia de Alemania.
La derrota de las tropas alemanas en la batalla de El Alamein cambió todo, tanto la suerte militar de la campaña de África como la relación de Rommel con su hasta entonces admirado Hitler. En el campo de batalla se jugaba mucho: si Rommel lograba controlar el canal de Suez, las comunicaciones de Londres con sus colonias en Oriente Medio se verían interrumpidas y eso lo aprovecharían las fuerzas del Eje para apropiarse de las riquezas petrolíferas de la región.
El mariscal podría así anotarse la victoria más importante de su carrera, pero algo falló y no fue su culpa. Por un error logístico del alto mando, se quedó sin combustible para seguir avanzando con sus tanques. Frente a la posibilidad de dejar a sus tropas indefensas, Rommel ordenó la retirada pero Hitler lo desautorizó y decretó así la derrota alemana en territorio africano.
Fue el final de una relación que, hasta ese momento, era de mutua admiración. A Rommel lo esperaba todavía otra dolorosa derrota, la de las playas de Normandía el Día D, cuando sus blindados no pudieron detener la invasión. Para entonces, el mariscal consideraba a Hitler un loco que había desatado “una guerra estúpida y brutal”.
Acusado de la Operación Valquiria
Para ese momento, Rommel consideraba necesario sacar a Hitler del medio para tratar de negociar una paz digna para Alemania. Estaba al tanto de la “Operación Valquiria”, que preparaba un atentado contra el führer en uno de sus refugios más seguros, la Guarida del Lobo, un bunker subterráneo construido en los bosques de Prusia Oriental. El proyecto de los complotados era matarlo para tomar el poder y construir una “democracia a la alemana” y hacer una propuesta de paz. Sabían también que tenían muy poco tiempo para hacerlo, porque si la guerra se prolongaba no tendrían nada para ofrecer en una negociación. Rommel compartía la idea general, pero no estaba de acuerdo con matar a Hitler, que a su criterio debía ser derrocado, detenido y juzgado.
El atentado se concretó el 20 de julio de 1944 con una bomba instalada bajo la mesa de reuniones por el coronel Claus von Stauffenberg. Por una serie de circunstancias fortuitas, Hitler salvó milagrosamente la vida. Y de inmediato desató una feroz cacería para detener y matar a los conspiradores.
Cuando estalló la bomba en el bunker, Erwin Rommel estaba luchando por su vida en un hospital. Tres días antes, mientras viajaba solo hacia su cuartel general de la localidad francesa de Roche-Guyon, su vehículo fue ametrallado por dos cazas Spitfire británicos. Salió despedido del auto y la caída lo dejó inconsciente y gravemente herido: sufrió una fractura cuádruple en el cráneo, heridas en la cara y un golpe en el ojo izquierdo que le provocó una severa hinchazón.
Eso no impidió que algunos de los conspiradores lo nombraran bajo tortura durante los interrogatorios. “Al parecer, mi nombre estaba en una lista hecha por Goerdeler en la que se me consideraba futuro Presidente del Reich... Jamás he visto a Goerdeler... Ellos dicen que Von Stülpnagel, Speidel y Von Hofacker me han denunciado”, le contó Rommel a su mujer en la breve charla que tuvo con ella la tarde del 14 de octubre de 1944, después de que los generales Wilhelm Burgdorf y Ernst Maisel lo instaran a suicidarse si quería salvar a su familia.
Los últimos momentos
En su charla de 1975 con la corresponsal de ABC en Alemania, Manfred Rommel dio más detalles sobre los últimos momentos de su padre. Recordó que, al despedirse de él, el mariscal tenía una voz que le sonó “aparentemente incolora, casi inhumana en su ausencia de emoción”.
También contó que antes de que su padre se subiera al auto que lo llevaría hacia la muerte, alcanzó a despedirlo con una frase que luego le sonaría ridículo: “Solamente le dije: ‘Te deseo todo el bien posible’, sin darme cuenta de que pronunciaba palabras sin sentido”.
Luego supo que aquel auto negro que se llevaba a su padre se detuvo a menos de un kilómetro de su casa, al borde de un bosque. Allí se bajaron el general Maisel y el conductor, mientras que el general Burgdorf se quedó con Rommel en el asiento trasero para ser testigo directo de su suicidio. “Cinco minutos después, la sentencia se había cumplido, pero mi padre no estaba muerto, agonizaba entre los estertores causados por el veneno. Le transportaron al hospital militar y, amenazando a médicos y enfermeras para que mantuvieran el secreto más absoluto, consiguieron el falso certificado de defunción. Luego ordenaron a un oficial, ignorante de todo, que llamara por teléfono a la viuda y al hijo”, relató Manfred más de 30 años después.
En su recuerdo, poco más tarde de aquella llamada telefónica comenzaron a llegar, con insólita rapidez, los telegramas de pésame. Los dos primeros llevaban las firmas de Adolf Hitler y de Heinrich Himmler.