Ocho mil cuatrocientos treinta y nueve días después de que mataran a su madre, la policía le dijo a Lauren Preer quién lo había hecho. El salvaje asesino, con 44 años, fue detenido el 15 de junio de 2024.
Ese día, para la hija de la víctima, la sorpresa superó con creces al espanto.
Una mañana distinta
A las 11:47 del miércoles 2 de mayo de 2001 sonó el teléfono de emergencias de Montgomery, Maryland, Estados Unidos. De inmediato las autoridades mandaron un patrullero al número 4824 de la avenida Drummond, en Chevy Chase.
Un rato antes de esa llamada, Brett Reidy, jefe de Leslie Preer en la empresa de publicidad Specialties Inc, había llamado al marido de su empleada, Carl Preer, para preguntarle por ella. Leslie no había llegado a su oficina esa mañana. Carl le comunicó que él había salido a las 7:25 y que su esposa todavía estaba en su casa a esa hora. Brett le retrucó que tampoco había podido ubicarla por teléfono. Preocupados ambos se citaron en la casa de la avenida Drummond.
Llegaron a las 11:35. Carl abrió la puerta y en el hall de entrada observaron algo extraño: muchas salpicaduras bordó en las paredes y en el piso. Parecía sangre seca. En la cocina vieron que la mesa estaba volcada y que la alfombra había sido levantada y corrida de su lugar. En ese ambiente había más manchas rojas y brillantes. No parecía, era sangre.
Carl nervioso recorrió la planta baja llamando a Leslie a los gritos. No hubo respuesta. Brett marcó el número 911. La policía les indicó que salieran de inmediato de la casa, que no tocaran nada, que ya iban en camino. Brett así lo hizo, pero Carl no atinó a salir. Se quedó en la cocina llamando a hospitales. Pensaba que su mujer podría haberse lastimado y, si así fuere, habría ido a algún sanatorio para hacerse atender.
Los agentes llegaron en pocos minutos. Fueron ellos quienes siguieron recorriendo la casona y subieron a la segunda planta. En el baño de la master suite, en la ducha, encontraron a Leslie J. Preer (49). Estaba boca abajo, con sus piernas semiflexionadas sobresaliendo del cubículo. No había nada que hacer: ya estaba muerta. Tenía golpes en la cabeza y otras heridas en el cuerpo.
Rodearon la casa con la típica cinta amarilla de las escenas criminales y el personal de homicidios comenzó su trabajo. En la escena recolectaron toda la evidencia posible. Transportaron el cadáver en un helicóptero a dónde realizarían la autopsia.
Al día siguiente, la casa fue enteramente peritada. Buscaban sangre que no fuera de la víctima, pelos y huellas digitales del atacante. Todo parecía indicar que el asesino la había golpeado en la planta baja para luego subir el cuerpo hasta la ducha y colocarlo bajo el agua para intentar borrar huellas.
Los reactivos demostraron que había sangre por todos lados: en las bachas del baño y de la cocina, en el hall de entrada, en los marcos de las puertas, en las paredes, en los muebles. En su intento de limpiar la escena, el agresor había pasado incluso un trapo por el piso del vestíbulo de entrada de la casa.
El marido de Leslie era el más observado por todos en ese momento.
El rastro rojo y la lista
Los rastros, sobre todo lo recogido debajo de las uñas de la víctima, confirmaron que en la escena había ADN de un hombre desconocido. No era Carl. Las pericias demostraron que Leslie había sido golpeada en la cabeza al menos siete veces, tanto en la frente como en la nuca, y había sido estrangulada de manera manual. Tenía, además, heridas y golpes en su torso y marcas defensivas en sus brazos. Tomaron muestras clave de debajo de sus uñas. Que tuviera restos de piel era un claro indicador de que había peleado por su vida. Había estado, cara a cara, con su atacante. Supo quien la estaba asesinando.
Leslie murió ocho días antes de celebrar sus 50 años, los hubiera cumplido el 10 de mayo.
Le pidieron al marido que confeccionara una lista de los hombres que habían estado cerca de su esposa durante su vida. Carl fue concienzudo: anotó a todos. Amigos, compañeros de trabajo, familiares, conocidos. Entre ellos, estaba efectivamente el nombre del asesino. Pero iba a pasar muchísimo tiempo antes de que su nombre saliera a la luz y se lo relacionara con el crimen. Porque, en ese entonces, nadie prestó suficiente atención a ese nombre y apellido. Seguramente ese joven no encajaba en el perfil del atacante que buscaban. Su identidad fue descartada por los detectives sin dar muchas vueltas, sin pedirle una entrevista o una muestra de sangre. Podría haber sido muy sencillo descubrirlo, pero no lo fue.
La vecina de los Preer, Meg Bloom, contó que esa mañana al subir a su bebé a su auto había visto salir a Carl Preer. Eran las 7:25. Lo había escuchado despedirse de su mujer en voz alta desde la puerta, pero no había oído la respuesta de ella.
Mary Lewis, quien estaba en el jardín a esa hora con los pequeños que cuidaba, dijo no haber notado ningún ruido extraño o grito proveniente de la casa de los Preer.
La policía siguió entrevistando a decenas de familiares y conocidos. A muchos hombres se les pidieron muestras para cotejarlas con el ADN hallado en la escena. Todo dio negativo. Iban tachando nombre tras nombre. Buscaron coincidencia de ese ADN con sujetos, desconocidos para la familia, que tuvieran un pasado violento y que pudiesen haber estado en el área. Tampoco hallaron nada.
Con el tiempo las teorías se fueron diluyendo. El caso quedó abierto, pero estancado. Había comenzado la larga angustia de Carl y Lauren Preer de seguir viviendo sin saber quién había asesinado a Leslie y por qué.
El hombre desconocido por todos, el asesino salvaje, siguió con su vida amparado a la sombra de la impunidad. Pasaron dos décadas.
Una botella de agua
Carl Preer murió en 2017 debido a un shock séptico. Lamentablemente, no vería la resolución del caso de su esposa.
El 1° de septiembre de 2022 la abogada estatal Dionna Fenton le pidió a la jueza autorización para hacer un estudio profundo de esas muestras recolectadas bajo las uñas de la víctima en 2001. Quería someterlas a un análisis de genealogía forense. Ese ADN podría conducirlos a parientes o familiares del asesino y así abrir la posibilidad de encontrarlo y hacerlo pagar por el homicidio. La jueza autorizó y, ese mismo año, se enviaron las muestras a un laboratorio especializado para compararlas con las enormes bases de datos que tenían a disposición. Estos estudios genéticos que bucean en las raíces familiares se han convertido en las nuevas armas ganadoras de los detectives de homicidios.
Llevó mucho tiempo, pero una lista de coincidencias parciales surgió de ese análisis hecho a conciencia. En el árbol genético familiar del asesino surgió el apellido Gligor. Era la punta del ovillo.
Tomaron las fichas del caso y la lista que había hecho Carl Preer. Era el 4 de junio de 2024 cuando descubrieron que una persona de apellido Gligor había estado en contacto estrecho con la familia Preer mucho antes de que sucediera el crimen. Se llamaba Eugene Teodor Gligor y había sido novio de la entonces adolescente Lauren Preer. Necesitaban el ADN de ese sujeto para poder compararlo con el recogido en la escena. Tenían que recolectarlo de alguna manera. Los investigadores ubicaron a Gligor y lo empezaron a seguir de cerca. Unos días después, el 9 de junio, en el aeropuerto de Dulles tuvieron su gran oportunidad. Vieron que el sujeto al que estaban siguiendo descartaba en la basura una botella de agua que había bebido. Levantaron con cuidado esa prueba y la mandaron a analizar al laboratorio forense. El resultado fue contundente: había match total con el material genético hallado bajo las uñas de Leslie.
El asesino había sido hallado gracias a los arañazos de su víctima y a una inocente botella de agua.
La hija, el novio, la suegra
Gligor, 44, fue arrestado dos semanas después de volver de un viaje por Europa. El 15 de junio de 2024 fue interceptado por la policía en su propia casa en la ciudad norteamericana de Washington. Tres días después fue acusado por el asesinato en primer grado de Leslie Preer ocurrido 23 años antes. Se pidió su extradición al estado donde ocurrieron los hechos. No tuvo la posibilidad de la libertad condicional y quedó preso para alivio de Lauren Preer.
Sus compañeros de trabajo y sus amigos no podían creer las horribles acusaciones en su contra. Jordan Weiers, quien trabajaba con él en una empresa de bienes raíces desde 2018, comentó: “Era imposible de creer. ¿Eugene? No podía imaginarlo ni lastimando a una mosca”.
La prioridad de la policía era informarle a la hija de la víctima, Lauren, que tenían al asesino de su madre. Cuando la llamaron y le dijeron el nombre del homicida su reacción fue gritar: “¡¡No, no!!”.
Eugene Gligor había sido su novio cuando ella tenía 15 años. El joven, nacido el 11 de septiembre de 1979, había crecido en el mismo barrio y Lauren había estado muy enamorada de él. Era un adolescente sensible, pintón y cariñoso y habían cursado toda la secundaria juntos en el colegio Bethesda-Chevy Chase. Era amigo de sus amigos; habían asistido juntos a los shows de hip-hop y, en invierno solían colarse en el club de la zona para tirarse con mantas por las colinas nevadas. Gligor soñaba con ser ingeniero en sistemas. El padre de Lauren les solía hacer barbacoas y su madre Leslie les cocinaba pasta. Comían juntos en la gran isla de la cocina de la casa de los Preer. Hasta lo llevaban cuando viajaban de vacaciones al lago en Outer Banks y a las playas en Delaware o en Maryland donde por las noches se divertían con juegos de mesa. Lo querían.
Por su parte, los padres de Gligor eran universitarios y excelentes profesionales. Virgil Gligor era profesor de la Universidad de Maryland y manejaba una consultora propia y Judith Graves, su madre, trabajaba en el mundo bancario. Eugene Gligor tenía, también, un hermano mayor.
Lauren y Eugene Gliglor salieron cinco largos años en los que a ella le tocó ser testigo del divorcio tumultuoso de los padres de él. Virgil se quejaba de que su mujer no había impuesto límites a sus hijos y que les había tolerado pequeños hurtos en tiendas, el uso de drogas y que tomaran dinero sin su permiso. Para él eso era inaceptable, pero Judith sostenía que no eran más que pequeñas rebeldías de la edad. Eugene Gligor fue expulsado del colegio el año en que sus padres se divorciaron. Parecía entendible por lo que atravesaba y, también, eso justificó su consumo excesivo de alcohol. Lo cierto es que nunca Lauren notó algo raro en él. Ni violencia, ni mentiras, ni nada.
La relación se diluye
Cuando comenzaron la facultad debieron mudarse de estado y empezaron a verse menos. Eso desgastó a la pareja. La distancia les jugó en contra. En segundo año de la universidad, ella lo citó en un bar llamado Madam‘s Organ, en el noroeste de Washington. Esa noche se produjo la ruptura. Ella le explicó: “Somos demasiado jóvenes. Tenemos que poder ver qué más hay en el camino”. Él estuvo de acuerdo. No hubo discusión ni rispideces. Era el año 1997. Siguieron con sus vidas, cada uno por su lado, e iniciaron nuevas relaciones.
En 2001 cuando ocurrió el crimen de Leslie Preer, todos los amigos de Lauren del colegio concurrieron conmovidos al funeral. Eugene Gligor no apareció.
Justo ese día se marchó manejando hasta Portland, Oregon, para visitar a un amigo. Ese mismo amigo recuerda ahora que aquella visita fue inesperada y que en ese momento pensó que si él hubiese sido Gligor hubiera ido al funeral de la madre de su ex novia. Era lo que correspondía. Pero dice que lo excusó reflexionando que quizá ir habría supuesto demasiada presión para su amigo.
Si Gligor tenía un cortocircuito mental lo llevaba tan escondido que ni su novia adolescente, ni sus amigos cercanos, ni su propia familia lo notaron jamás.
Contrastes imposibles
El contraste entre la persona que todos creían que era y el asesino brutal de la escena de 2001 era absoluto. Sus amigos del colegio lo describieron como un tipo serio, de anteojos, de actitud “zen”, muy amiguero y positivo. Un compañero de trabajo de la inmobiliaria Homesnap, Joseph McDermott, solo pudo referir estar en shock. Pero, como suele pasar, buceando en el pasado pueden aparecer algunos signos de alerta.
Por ejemplo, este episodio. En 1995 Eugene Gligor, quien estaba de novio con Lauren, fue llevado a una comisaría para ser interrogado por su parecido a la descripción que había hecho una mujer que había sido atacada en una bicisenda. El lugar quedaba muy cerca de la casa de Gligor. Lauren y una íntima amiga suya fueron a buscarlo. Les pareció una acusación loca y argumentaron con agudeza contra lo que ellas consideraban una fea confusión. ¡Le demostraron a la policía cuántos chicos de su clase se parecían al atacante! Muchos, era cierto. No pasó nada más. Ni siquiera quedó un registro policial del hecho. Solo se grabó en la memoria de Lauren y su amiga.
Luego del crimen, el 30 de enero de 2002, un viejo vecino de Gligor sugirió a los investigadores del caso que el joven podría estar ligado con el crimen, pero no brindó pruebas ni motivos para justificar esa sospecha.
Eugene Gligor siguió con su vida. Se mudó primero con su madre y, luego, aterrizó en Nueva York donde empezó a trabajar en la industria de los restaurantes. Se casó con Jane Beth Brockman y se divorció en febrero de 2015. Volvió a casarse y, con su segunda esposa, se mudó a la ciudad de Washington. Mantenía una vida entretenida con muchas salidas y diversión. El alcohol era el único problema que sus conocidos recuerdan, pero sostienen que en algún punto Gligor se internó para rehabilitarse y recobró la compostura.
Cuando fue arrestado por el crimen e investigaron su pasado hallaron varias cosas de esos años posteriores al asesinato: había sido detenido por posesión de armas, por manejar borracho y por hurtos. También había sido el principal sospechoso de numerosos robos en residencias, pero nunca había sido formalmente acusado y detenido por lo que su ADN no estaba en la base de datos.
Un colega suyo sostuvo, reviendo la personalidad de Gligor, que siempre había percibido en él una agresiva superioridad condescendiente, pero esto ya es hilar muy fino.
Cara a cara con el homicida
A lo largo de los años y después del asesinato de su madre Lauren se encontró con él en varias oportunidades y siempre de manera casual. Gligor se mostró amable en todas las ocasiones. La primera vez que lo vio después de la tragedia, Lauren le relató la tragedia y él le respondió: “Lo siento mucho”.
Antes de morir en 2017 Carl Preer le dijo a su hija que sospechaba que había algo mal con Eugene Gligor. No llegaría a saber cuán acertado estaba. Recordemos que él lo había incluido en aquella lista en 2001.
En 2019 Lauren se volvió a ver a Gligor accidentalmente, pero no conversaron sobre su madre.
En 2021 la segunda esposa de Gligor solicitó una perimetral contra él por su conducta imprevisible. Dijo que él la atemorizaba con su actuar errático, que le arrojaba objetos peligrosos y que golpeaba con sus puños las paredes. La justicia se la denegó, no encontró que hubiese “razones lógicas para creer en ese abuso”. Por esa misma época, Lauren Preer recibió un mensaje del hermano mayor de Eugene Gligor donde le confesaba temer que su hermano lo lastimara. Lauren, asustada por sus dichos, optó por no responder el mensaje.
En 2023 Lauren se topó nuevamente con Gligor en otro restaurante: “Hablé con él. Siempre me pareció un tipo normal. ¡Como alguien que cometió un crimen así puede actuar así y mirarte a los ojos! Es casi irreal (...) Nunca en estos años pensé que alguien cercano a nosotros podría haber lastimado a mi mamá”.
La noticia en junio de este año dejó a Lauren (46) con la sensación irremediable de haber sido traicionada de la peor manera. Y la llenó de rabia por no haberse dado cuenta del costado oscuro de este personaje que ella, inocentemente, introdujo en la vida familiar y que terminó quitándole a su madre.
El proceso judicial continúa y será indispensable para que conocer con certeza el móvil del asesinato. ¿Gligor quiso robar y encontró resistencia en su ex suegra? ¿Fue reconocido por la dueña de casa y por ello la mató? ¿O cobijaba algún otro rencor pasado?
Todavía no se sabe.
Lauren está llegando a la edad en la que su madre fue asesinada. Tiene un montón de amigos e hizo una buena carrera, pero no pudo nunca tener una vida normal. Desde aquel día de mayo del 2001 vive en alerta: duerme con una pistola Taurus 9 mm bajo la almohada y en su cartera lleva siempre un tubo con gas pimienta.
A veces, la verdad llega demasiado tarde. Pero como dice el refrán popular: mejor tarde que nunca.