Una formación de aviones de combate demoró diez minutos en patrullar los cielos. La seguridad en torno al presidente George Bush se reforzó: se evaluó trasladarlo a un refugio subterráneo. Los tres aeropuertos de la ciudad se mantuvieron operativos y en alerta. El FBI y el departamento de Seguridad Nacional establecieron un análisis temprano pero tarde para Sara Green, que tenía cuarenta años y había sido testigo del terror. Confesó haber temblado al presenciar la escena. “Se me pasó por la cabeza que era el comienzo de algo más grande. El recuerdo de un avión chocando contra un edificio…”, dijo sin necesidad de terminar la frase.
Cinco años y un mes atrás, el mundo había cambiado para siempre cuando dos aviones de línea se incrustaron en las Torres Gemelas. Los edificios se desplomaron, los muertos se contaron en miles, la geopolítica rediseñó sus estrategias y el terrorismo asumió la fisonomía de una guerra moderna. El 19 de noviembre de 2001, dos meses después del atentado, se constituyó la creación de la Administración de Seguridad en el Transporte, organismo dependiente del departamento de Seguridad Nacional de los Estados Unidos, que implementó una serie de reformas en el servicio aerocomercial: el sistema de escaneo del equipaje sería operado por oficiales federales entrenados; todo equipaje de bodega o facturado en los vuelos de transporte sería controlado; el sistema de acceso a las cabinas de pilotaje de las aeronaves sería reforzado.
El 11-S alteró la experiencia de vuelo. La carga de la pesquisa fue más densa. Los protocolos de seguridad se robustecieron. El tiempo destinado al viaje, en el proceso preembarque, aumentó significativamente. Se implementó un sistema de detección de explosivos en todos los aeropuertos. Los pasajeros debían enseñar que en los pies no escondían bombas caseras (el responsable fue Richard Reid -conocido como “shoe bomber”-, un terrorista frustrado en su intento de explotar un avión comercial en ruta de París a Miami). Los pilotos fueron entrenados para manipular armas. Los líquidos, geles y aerosoles quedaron prohibidos de transportar en el equipaje de mano o de cabina. Las patrullas caninas invadieron los aeropuertos. La infiltración del espacio aéreo urbano de una avioneta sin activar las alarmas oficiales se creía imposible.
Era otro día 11 en Nueva York. Esta vez de octubre. Esta vez en 2006. En agosto había comenzado la construcción del memorial y el museo en el pozo donde antes se erigía el World Trade Center. A ocho kilómetros, a media hora de auto, a 1856 días de distancia, en la circunferencia de la isla de Manhattan, a la vera de los estrechos que penetran en la bahía Upper de Nueva York, a las 14:42 de ese miércoles una torre recibía el impacto de un avión en sus pisos 30 y 31. La memoria es rápida para el drama. Otra vez un avión, otra vez un edificio, otra vez el fuego en las alturas emanando de las ventanas, otra vez la torticolis de los curiosos y el pánico de los alarmistas. El recuerdo estaba fresco, la población susceptible y la herida sin cicatrizar.
Pero las sospechas de un nuevo atentado terrorista se diluyeron pronto, más veloz que el susto ciudadano. El avión no era una compañía aérea, sino una avioneta con capacidad para cuatro personas. El daño se restrigió a dos pisos. Las llamas carbonizaron parte de la fachada. El humo se elevó al cielo y capturó la atención -y el pánico- de los vecinos. El presunto ataque terrorista se convirtió, a los pocos minutos, en una fatalidad accidental. Hubo solo dos muertos: el piloto y el copiloto de la aeronave. El primero de mayo de 2007, la Junta Nacional de Seguridad del Transporte concluyó que la causa del siniestro fue un error del piloto, pero nunca pudo determinar quién estaba al mando.
La noticia no fue la remembranza del 11 de septiembre de 2001. La noticia fue el autor y la víctima de la tragedia. “Un lanzador de los Yankees muere en un accidente aéreo en Manhattan”, tituló el New York Times al día siguiente. El lanzador era Cory Lidle y el edificio que lo mató fue el Belaire, un rascacielos de cuarenta pisos emplazado en 524 East 72nd Street, datado de 183 departamentos en el que conviven actores, médicos, abogados, escritores, oficinas administrativas y piezas para familiares del Hospital for Special Surgery.
El avión se estrelló contra la unidad del doctor Parviz Benhuri. Ilana, su esposa, estaba en su habitación cuando la hélice de una aeronave atravesó la ventana del living. “Me dijo que vio caer la ventana y salir el fuego. Tiene suerte de haber sobrevivido. Es un milagro”, dijo el hombre. Joanne Hartlaub, una actriz que vio el estruendo desde enfrente, acreditó haber escuchado explosiones y un “fuerte ruido silbante, como si algo cayera, muy fuerte”. Vio cómo un gran objeto de aluminio caía del cielo vestido de humo.
Luis González tenía 23 años en 2006 y trabajaba en la renovación de un departamento del piso treinta y ocho. Cuarenta minutos después de las dos de la tarde del miércoles 11 de octubre, mientras revisaba los planos de la unidad junto a otros cuatro compañeros, distinguió el vuelo exigido y desprolijo de una avioneta. “Venía directo hacia nosotros”, dijo antes de asegurar haber visto la expresión del piloto segundos previos a una muerte segura. “Todo el edificio se sacudió. Entonces corrimos hacia el ascensor”, relató en una nota publicada en el New York Times.
El Cirrus SR20, con matrícula N929CD, monomotor y tren de aterrizaje fijo, yacía desintegrado en el asfalto, a la sombra del gigante de cemento que había colisionado. El motor con la hélice quedó de obsequio sobre el comedor de la planta treinta. El humo negro trepaba. El fuego abrazaba los pisos y pintaba de negro el ladrillo exterior. Ann Robert, una empleada doméstica, planchaba ropa en la terraza cuando sintió el temblor, escuchó el estruendo y vio la columna espesa de humo. Bajó a su departamento, agarró un bolso y huyó con su hija de 21 años. “La muerte me rondaba por la cabeza. Cuando vi el humo, no sabía si lograríamos salir con vida”. Descendió esperando el derrumbe del edificio, cubriéndose la cabeza con inocencia. “Pero una vez que pasamos el piso treinta, pensé que tal vez estábamos a salvo”, consignó.
El saldo del accidente: una ciudad asustada, dieciocho personas heridas, catorce de ellas bomberos, y dos muertos. Cory Lidle tenía 36 años y era el dueño de la avioneta. Viajaba junto a su instructor de vuelo, Tyler Stanger, diez años menor. Habían pasado cuatro días del último partido de temporada de los New York Yankees, a donde había recalado en julio de 2006 tras haber competido en seis equipos distintos durante nueve temporadas en las grandes ligas del béisbol estadounidense. Lidle atravesaba la pendiente descendente de su trayectoria: era la sombra de aquel que presumía ser uno de los lanzadores más duraderos de las ligas mayores, con al menos treinta juegos disputados en cuatro temporadas consecutivas.
Jugó (no lanzó) por última vez en Detroit. Su equipo quedó eliminado de la temporada regular en lo que representaba un estrepitoso fracaso para las aspiraciones del club. Tenía cuatro meses por delante hasta el comienzo de una nueva temporada, que presumía no sería en los Yankees. Se consideraba ya un agente libre. Él trabajaba en Nueva York pero vivía en California. Su esposa Melanie y su hijo Christopher, de seis años, volaron hacia el este para disfrutar con él de unos días de paseo por la gran metrópolis, donde ya no seguiría su carrera. El viaje hacia California para pasar el invierno lo harían por separado: ella y el niño en un vuelo comercial; él en el Cirrus, en un travesía que duraría tres días con escalas intermedias.
Las dos familias recorrieron juntas la ciudad. Tyler Stanger, su esposa Stephanie, embarazada de cuatro meses, y su hija de casi un año, con los Lidle: Cory, Melanie y Christopher. El lunes vieron La Bella y la Bestia en Broadway. El martes se subieron al Top of the Rock, un observatorio en el piso setenta del Rockefeller Center. “Esa es la última foto que tenemos de todos nosotros juntos”, dijo Melanie en diálogo con CBC News. El miércoles partieron por separado. Lidle y Stanger despegaron del aeropuerto de Teterboro, en Nueva Jersey, a las dos y media de la tarde. Sus familias estaban en vuelo hacia California.
“Cory es uno de esos chicos que siempre tiene que estar haciendo algo. Y tiene que ser el mejor en eso”, contó su esposa. Cuando cursó la escuela secundaria, trabajó en la cocina de un bar solo porque quería jugar gratis al billar. Hizo lo mismo con el golf, con el béisbol: pasatiempos convertidos en obsesiones. “Empezamos a jugar al póquer para que yo pudiera pasar más tiempo con él”, dijo Melanie no en broma: llegaron a competir de manera profesional. Se habían conocido en el marco escolar de su juventud compartida en West Covina, California, treinta kilómetros al este de Los Ángeles. Se casaron en 1997, cuando él debutó en las grandes ligas con los Mets. Cuando Lidle se interesó en la aeronáutica, ella supo que el nuevo pasatiempo absorbería su tiempo de ocio.
En septiembre de 2005, contrató a Stanger como instructor de vuelo y compró, a cambio de 187 mil dólares, un Cirrus SR-20 2002. Un año después sostuvo haber acumulado 95 horas de experiencia de vuelo. Procurar disuadirlo de su frenética devoción por ser piloto de avión era una empresa estéril. “Tengo más probabilidades de sufrir un accidente en la calle que en el aire”, le solía decir a su esposa como recurso para tranquilizarla. “¿Volar? No estoy preocupado por eso. Estoy seguro allí arriba. Me siento muy cómodo con mis habilidades para volar un avión”, le confesó al Philadelphia Inquirer meses antes.
En doce minutos, sobrevolaron la Estatua de la Libertad antes de dirigirse rumbo norte. Perdieron contacto por radar en la zona del puente Queensboro. Nunca superaron los 250 metros de altura. Alguien dijo que informaron al aeropuerto de La Guardia que se estaban quedando sin combustible. Alguien notó una estela de humo detrás de la cola de la aeronave. A las 14:42 se estrellaron contra un muro de hierro y cemento. La noticia se dispersó rápido. Los medios de comunicación anunciaron la muerte del lanzador de los Yankees y de su instructor de vuelo. Pero la policía y la ciudad de Nueva York postergaron la oficialización.
Melanie y Christopher viajaban en primera clase hacia California. Hablaban de Cory Lidle en tiempo presente. La tripulación había sido alertada por un amigo de la familia afectada que tenía conocidos en American Airlines y que sabía que la esposa y el hijo del beisbolista fallecido ignoraban la tragedia. “Había unas quince personas ayudándome a la vez y pensé: ‘Esto es un poco raro, nadie lo había hecho antes’”, sostuvo Melanie. Recibía colaboraciones exageradas con el niño, con el asiento, con el bolso: la insistencia era tal que sospechaba de alguna situación extraña antes que interpretarlo como un despertar de generosidad desinteresada. El piloto exigió a los pasajeros que no encendieras sus teléfonos hasta descender del avión. A Melanie eso también le pareció raro. Aún más excepcional fue encontrarse con su hermana y su cuñado en la pista del aeropuerto, un sitio restringido para visitantes. “Melanie, Cory tuvo un accidente”, le dijo.
No se desmayó. No lloró. Entró en un letargo vacío. No podía sostenerse en pie. En una silla de ruedas la trasladaron a una habitación. A Christopher lo anestesiaron con dibujos animados y auriculares. Melanie pensó en Stephanie, en la bebé, en el embarazo. Pidió que vayan a avisarle también a ella. Después escuchó alaridos, llantos y supo que ella también se había enterado.
El informe final de la Junta Nacional de Seguridad del Transporte afirmó que la causa del accidente fatal fue “la planificación, el criterio y la habilidad de vuelo inadecuados de los pilotos al realizar una maniobra de giro de 180 grados dentro de un espacio de giro limitado”. Los culpables fueron los pilotos: hasta la justicia defendió al fabricante del avión ante una demanda de las familias damnificadas. Finalizada la investigación, a Melanie le devolvieron la billetera y la computadora portátil de Cory, recuperada entre los escombros. Aún recuerda el olor a quemado de los objetos. A Stephanie le entregaron el anillo de bodas y la cámara digital de Tyler. En la tarjeta de memoria de la cámara había cinco fotos: dos que se sacaron en el observatorio del Rockefeller Center el día anterior y tres que tomaron de la Estatua de la Libertad, minutos antes de morir.