Quién sabe qué pensaría hoy Liudmila Pavlichenko. Fue una heroína de la Unión Soviética, una luchadora imbatible y un faro en los difíciles días de la guerra a muerte contra los nazis. Fue, lo es aún, la más exitosa francotiradora de la historia: ella sola, en el año y meses que estuvo en servicio activo, mató a trescientos nueve alemanes, incluidos treinta y seis tiradores de élite, y dedicó su vida luego a instruir a nuevos francotiradores. Pero era ucraniana. Y hoy vería su tierra natal arrasada por aquellos a quienes ella tan bien había servido.
También es difícil saber si la Rusia de Vladimir Putin, heredero del estalinismo más rancio, va a recordarla hoy, cuando se cumplen cincuenta años de su muerte, como la URSS la recordó siempre, con monumentos, sellos postales conmemorativos, efigies y pinturas, discursos y memoria; quién sabe si hoy su patria de siempre la honraría, como lo hizo con la Orden de Lenin, la Medalla al Servicio de Combate, la Medalla por la Victoria sobre Alemania en la Gran Guerra Patria, o la condenará a un silencioso olvido.
¿De qué lado combatiría hoy Liudmila, con su imbatible fusil semiautomático SCT-40, de fabricación soviética, calibre 7.62, adaptado con una mira de precisión de cuatro aumentos y un alcance de 800 metros? ¿Estaría por Rusia? ¿Pelearía por su Ucrania natal? ¿Habría descifrado, también fue historiadora, cómo fue que aquel mundo por el que peleó se debate hoy entre las fauces de la mediocridad, la sinrazón y la improvisación?
Liudmila tenía veinticinco años cuando se largó a matar alemanes, en 1941. Poco más de un año después, herida en la cabeza y con la fama de haberse cargado a trescientos nueve enemigos, treinta y seis de ellos sus pares francotiradores, José Stalin la condecoró y la sacó del campo de batalla por tres razones: la primera, juzgó que sería más útil en el adiestramiento de nuevos francotiradores; la segunda, podía servir como un elemento vital de la propaganda soviética; la tercera, que daba origen a las dos primeras, no podía permitir que los alemanes mataran a Liudmila, era peor que perder una batalla.
Y los alemanes, además de pretender conquistar Rusia, sólo querían matar a Liudmila. Los nazis transmitían por radio, a sabiendas de que los escuchaban los soviéticos, unos simpáticos mensajes que decían: “Liudmila, Liudmila Pavlichenko… Ven con nosotros. Te daremos muchos chocolates y te haremos oficial alemana. Si te atrapamos, te despedazaremos en trescientas nueve partes y las echaremos a los vientos”. ¿Qué hizo Liudmila ante tales amenazas? Estalló de alegría: el enemigo reconocía, con germana precisión, su monumental récord de muertes en el frente. Era una chica de armas tomar.
Había nacido en Kiev como Liudmila Mijailovna Belova el 29 de junio de 1916, el 12 de julio según el calendario que se modificó en esos años y que hizo que la legendaria “Revolución de Octubre” de 1917, sucediera en noviembre. Como fuere, nació en tiempos difíciles, si hubo alguno que no lo fuera, en plena Primera Guerra Mundial. Su papá se convirtió en un convencido comunista, o se convenció de que debía convertirse en un fervoroso comunista que llegó a ser oficial del Comisariado para Asuntos Internos, la temida NKVD, antecesora de la no menos temida KGB de la que en su momento fue jefe Putin, lo que son las cosas.
Cuando Liudmila tenía quince años, y vivía con sus papás en Kiev, conoció en un baile a Alekséi Pavlichenko, un chico mucho mayor que ella. En 1932 tuvieron un hijo a quien llamaron Rostislav y que murió en 2007 a los ochenta y cinco años. Liudmila fue madre a los dieciséis. El matrimonio duró un suspiro, esas cosas también pasan, el hijo fue criado por la abuela y Liudmila empezó a trabajar en la fábrica Arsenal que había construido por el zar Nicolás I en 1803. Quiso ser aviadora, pilotar aquellos cascajos pioneros con alas de tela, pero pronto supo que eso no era lo suyo: “El aire no es mi elemento. Soy un ser de tierra y debo pisar suelo firme”. Por lo que fuere, se inscribió en el club de tiro de la Unión de Sociedades de Asistencia para la Defensa, la Aviación y la Construcción Química de la URSS. Si el nombre es muy largo, esperen a leer la sigla: OSOAVIAJIM. Allí descubrió uno de sus dones naturales: una puntería asombrosa. La que sus maestros combinaron con asuntos muy de francotirador: orientación en zonas hostiles, lanzamiento de granadas y un duro entrenamiento de resistencia física. Fue diploma de honor.
En septiembre de 1936, Liudmila ingresó en la Facultad de Historia de la universidad de Kiev porque quería ser profesora e investigadora. En enero de 1941, ya con la Segunda Guerra Mundial a pleno y con el reaseguro de un pacto de amistad ruso-alemán, fue Ayudante Jefe de Investigación en la Biblioteca Pública de Odesa. Pero aquel pacto que los alemanes habían firmado con los rusos era cartón pintado: Adolf Hitler había decidido hacía ya casi veinte años, y lo había puesto por escrito, que la expansión alemana debía ser hecha por la fuerza y hacia el Este de Europa. Así que cuando en junio de 1941 Alemania invadió la URSS ante la aterrada sorpresa de Stalin, Liudmila se ofreció como voluntaria al Ejército Rojo. La aceptaron, tuvo que insistir, cuando mostró sus documentos que la acreditaban como francotiradora. Tres días después de la invasión alemana, Liudmila iba a bordo de un tren militar hacia Berasabia, en el sureste de Europa oriental, que hoy incluye a la República de Moldavia y a una parte de Ucrania. El avance de los nazis, en este sector con la colaboración de soldados rumanos, obligó al regimiento de Liudmila a retirarse hacia Odesa. El 8 de agosto, a unos cuarenta kilómetros de esa ciudad, la ahora francotiradora Pavlichenko mató a sus dos primeros enemigos.
Todo soldado aprende a matar, un francotirador, además, elige a quién mata y por qué, o le piden que mate a un enemigo determinado: un observador adelantado, otro francotirador, un vigía, un jefe militar. Cada francotirador sabe cuánto de peligroso es su rival, se estudian, como tigres, se acechan, se buscan y entablan un duelo personal que termina con la muerte de uno de los dos: es una guerra particular dentro de cualquier guerra. Junto a la cifra récord de trescientos enemigos muertos, lo que también hace de Liudmila una heroína es haber liquidado a treinta y seis francotiradores como ella. En los dos meses y medio que duró la batalla de Odesa, Pavlichenko mató a ciento ochenta y siete alemanes y rumanos. La hirieron dos veces, la última horas antes de que las tropas soviéticas evacuaran el puerto de Odesa el 14 de octubre: aunque el avance alemán era incontenible, el duro invierno ruso que se acercaba también era imparable.
En noviembre, después de recuperarse de sus heridas, Pavlichenko volvió a la lucha en Sebastopol, ya ascendida a sargento mayor. Un mes después, conoció al subteniente Alekséi “Lioni”, Arkádiecich Kitzenko, flamante comandante de la Segunda Compañía de su regimiento. Fue amor a primera vista: pidieron permiso para casarse, en la guerra no se puede dejar las cosas para mañana, y se casaron a inicios de 1942. El 3 de marzo el estallido de un proyectil de mortero hirió a Kitzenko, que murió al día siguiente.
En mayo, Liudmila, ahora teniente, era ya el terror de los alemanes que sitiaban Sebastopol: el Consejo Militar del Frente del Sur le adjudicaba doscientos cincuenta y siete enemigos abatidos. Un cuaderno de notas de uno de los francotiradores alemanes muertos en Sebastopol, enteró a los soviéticos de que ese soldado había matado a más de doscientos combatientes rusos. Liudmila lo aventajaba y, ya en junio de 1942, le consignaban la cifra con la que quedaría en la historia militar soviética: trescientos nueve enemigos muertos. El 18 de ese mes, durante el tercer asalto a Sebastopol, Liudmila sufrió una herida en la cabeza provocada por un proyectil de mortero, y fue evacuada del frente en un submarino hacia el Cáucaso donde fue hospitalizada: para ella, la guerra había terminado.
En Moscú, Stalin quiso conocerla, le dio un nuevo trabajo como instructora en la escuela de francotiradores, la ascendió a mayor y le entregó al Orden de Lenin. Mientras, sus viejos camaradas en la batalla de Sebastopol eran derrotados por los alemanes. Los planes de Stalin para Liudmila eran otros. La hizo una especie de embajadora soviética de buena voluntad, si eso era posible; el líder soviético pretendía, y llevaba razón, que Estados Unidos, en guerra con Japón en el Pacífico, abriera un frente en Europa para no dejar en soledad a la URSS en su batalla a muerte contra el nazismo. Con el aporte de Estados Unidos, Gran Bretaña, que había luchado sola contra Hitler entre 1939 y 1940, se uniría a la gran empresa de los aliados, que entonces no lo eran: derrotar a Hitler.
En septiembre de 1942 una delegación de ilustres jóvenes soviéticos partió de Moscú con la misión de visitar Canadá, Estados Unidos y Gran Bretaña. Entre las figuras destacadas de la misión figuraban Liudmila Pavlichenko, el secretario del Komsomol, la organización juvenil del Partido Comunista, Nikolái Krasavchenko y otro francotirador: Vladímir Pchelintsev. Aquella misión de buena voluntad olía a trinchera. Fue un viaje para olvidar porque debieron evitar volar sobre los países ocupados por los alemanes, que eran muchos. Lo hicieron a través de Teherán, El Cairo y Nigeria, atravesaron el Atlántico hasta Brasil y bordearon la Guayana Francesa, la Isla del Diablo, Surinam, Venezuela y aterrizaron en la isla Trinidad. Llegaron a Washington después de catorce días.
Fueron llevados derechito a la Casa Blanca y se convirtieron en los primeros ciudadanos soviéticos en ser invitados a la residencia oficial de un presidente de Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt, quien quiso conocer a la famosa francotiradora rusa. Fueron huéspedes oficiales del gobierno y vivieron en la residencia destinada a los invitados especiales por deseo de la primera dama americana, Eleanor Roosevelt, que era otra mujer de armas tomar, aunque no de fuego. La mujer del presidente organizó una gira de la delegación soviética por todo el país, en especial con Liudmila como figura central, para que contara cómo había sido su experiencia como mujer soldado. No era fácil: ni Liudmila hablaba inglés con fluidez, ni los periodistas y estudiantes entendían ruso, de modo que todo pasó por un intérprete.
Liudmila Pavlichenko hizo más ruido con su voz que el que había hecho con su fusil semiautomático SCT-40, calibre 7.62. A Estados Unidos llegó primero ella y detrás llegó su fama de tiradora experta. El dirigente del Komsomol, un cuadro joven del PCUS, recordaría luego que las preguntas más difíciles y “a veces francamente impertinentes se dirigían a Pavlichenko. No había límites para la curiosidad de la fraternidad periodística”. Esto de culpar a la prensa por lo que fuere viene de lejos y no distingue ideologías. Aunque hay que reconocer que algunas preguntas hechas por los periodistas americanos eran prejuiciosas, tontas, provocadoras, corrosivas. Por ejemplo, un periodista quiso saber si las mujeres rusas en combate podían usar maquillaje. Liudmila: “Ninguna regla lo prohíbe. Pero, ¿Quién tiene tiempo de preocuparse por una nariz brillante en medio del combate? Siempre hay que estar lista para empuñar la ametralladora, un fusil, una pistola, lanzar una granada…”. Llegaron a interesarse sobre el color de la ropa interior de las mujeres soldados de la Unión Soviética, preguntas que ella contestó con la paciencia de un santo de los altares, si era que creía en ellos. Pavlichenko era solo una de las dos mil mujeres francotiradoras del ejército soviético, de las que sobrevivieron sólo quinientas.
Una parte de la prensa criticó el largo de su uniforme, las mujeres americanas lucían faldas más cortas, y observaron que la caída del modelo parecía ensanchar el cuerpo de las soldados. Harta de tonterías, una tarde Liudmila contestó a una de esas reiteradas preguntas: “Estoy orgullosa de llevar el uniforme del Ejército Rojo. Está bendecido con la sangre de mis camaradas caídos en combate contra los fascistas y en él llevo la Orden de Lenin, un premio al mérito militar. Ojalá viviera usted un bombardeo: le aseguro que se olvidaría de inmediato del corte de su vestido”.
Al margen de esas chicanas, Liudmila ganó más confianza ante las audiencias académicas e incluso ante la prensa un poco hostil. Amparada por Eleanor Roosevelt que la acompañó en su gira, cautivó a sus oyentes con la historia de su infancia en la Unión Soviética y su lucha contra los alemanes. De paso, reivindicó la ausencia de segregación racial y la igualdad de género que existían en el Ejército Rojo. También agitó las aguas políticas con el tradicional fervor soviético: “¡Quiero decirles que venceremos! ¡Que no existe tal fuerza que pueda interferir con la marcha victoriosa de los pueblos libres del mundo! ¡Debemos unirnos! Como soldado ruso, les ofrezco mi mano a ustedes, los grandes soldados de América”.
El New York Times la llamó “Lady Sniper - Lady Francotiradora” Y también “Lady Death – Lady Muerte”. En Chicago, antes de su viaje a Gran Bretaña, insistió en la necesidad de que Estados Unidos abriera un frente en el Oeste de Europa. Lo hizo con su nuevo estilo adquirido en la trinchera del diálogo político y “Caballeros –dijo a un grupo de periodistas–tengo veinticinco años. En el frente ya he liquidado a trescientos nueve invasores fascistas. ¿No creen que llevan ya mucho tiempo escondidos tras mis espaldas?” La francotiradora se había convertido en activista.
Una foto de aquellos días la muestra, sonriente en su uniforme militar, junto a Eleanor Roosevelt, que parece también muy divertida, y al juez de la Corte Suprema de Estados Unidos, Robert Jackson. Es una foto que cobró valor simbólico con el tiempo: tres años después, en 1945, Jackson sería el fiscal general del Estados Unidos en el juicio de Núremberg, que juzgó y condenó a la jerarquía nazi. Estados Unidos no abriría un frente europeo, la invasión a Normandía, hasta el 6 de junio de 1944.
En Londres, Liudmila, más cómoda en su nuevo rol de propagandista de la URSS, participó del Congreso Internacional de la Juventud entre el 24 y el 25 de noviembre. Había llegado a la capital británica el 3 y se dispuso a enfrentar a la prensa con la experiencia acumulada en Estados Unidos. Pero no hubo, al decir del inefable Krasavchenko, del Komsomol, “ninguna pregunta incómoda o estúpida”. El 6 de noviembre el “Derby Evening Telegraph”, que es hoy el “Derby Telegraph”, reseñó: “Con el uniforme de un francotirador del Ejército Rojo, la teniente Liudmila Pavlichenko saltó hoy de un automóvil frente al Ministerio de Información. Sin más preámbulos, inspeccionó una formación de la Guardia Nacional formada en su honor (…) Caminaba por la línea con sus botas altas rusas, deteniéndose periódicamente para tomar el rifle de alguien, abrir el cerrojo y mirar por el cañón. Cuando los fotógrafos le pidieron que apuntara, se volvió hacia ellos y apuntó a los periodistas.”
El 13 de noviembre, en Westminster, se entrevistó con Winston Churchill y su esposa Clementine: tomaron el té y charlaron un par de horas. El 4 de enero de 1943, después de cuatro meses de gira, la delegación recibió un pedido directo de Stalin: debían regresar de inmediato a Moscú. La guerra había dado un giro decisivo. La derrota alemana en Stalingrado, la destrucción y el cautiverio del poderoso Sexto Ejército alemán al mando del mariscal Friedrich von Paulus y la retirada nazi hacia el Oeste, hacia Berlín, constituían el principio del fin de la Segunda Guerra.
Liudmila ya no volvió al frente; siguió en cambio con la formación de francotiradores hasta casi el final de la guerra. El 25 de octubre recibió la Estrella de Oro de Héroe de la URSS. La paz la llevó de nuevo a sus estudios en la Universidad de Kiev, donde se convirtió en historiadora. Entre 1945 y 1953, el año de la muerte de Stalin., fue investigadora del Cuartel General Principal de la Armada Soviética. Se casó, por tercera vez, con Konstantin Anreevich Shevelev hasta que su salud la obligó a retirarse con una pensión por invalidez. Fue miembro del Comité Soviético de Veteranos de Guerra, de la Junta de Sociedad URSS-Canadá, de la Asociación para la Amistad con los pueblos de África y, desde 1965 y sin rencores, de la Unión de periodistas de la URSS.
En 1957 recibió en Moscú la visita de su amiga, Eleanor Roosevelt que había viajado en visita oficial a la URSS. Pero ya la Guerra Fría había extendido sus tentáculos y el mundo había empezado a cambiar: la visita de Eleanor a Liudmila se hizo bajo el control de una funcionaria soviética. Sólo pudieron pasar un momento a solas en el que evocaron aquella gira estruendosa por Estados Unidos. Nunca más se vieron, aunque mantuvieron una intensa correspondencia.
Liudmila Pavlichenko murió en Moscú el 10 de octubre de 1974 por un derrame cerebral. Tenía cincuenta y ocho años. Fue una muerte prematura incentivada por su experiencia de guerra, por los trastornos provocados por el estrés postraumático, por una depresión difícil de superar y una incursión intensa en el alcohol. Está enterrada en el cementerio Novodévichi de Moscú, Junto a ella fue enterrado en 2007 su hijo Rostislav.
Quién sabe si Rusia, que intenta reinstaurar el zarismo en la persona de Putin, recordará hoy a su heroína de guerra. Como era una chica de armas tomar, no está de más evocarla con una de sus frases memorables. Una tarde le preguntaron a cuántos hombres había matado. Y Liudmila contestó: “Hombres, no sé. Fascistas, fueron trescientos nueve”.