Tenía 66 años pero parecía mayor: era un anciano prematuro. Le costaba caminar, los trazos de las arrugas agrietaban su cara, la piel amarillenta y los ojos traslúcidos. Tropezó en el baño de su casa y ya no se pudo levantar. Al llegar al hospital, los médicos se dieron cuenta de que no podían hacer demasiado. Era cuestión de horas. No se trataba del golpe: el hígado estaba en muy mal estado. Dos días después, el 9 de octubre de 1974, hace cincuenta años, murió en un hospital de la ciudad alemana de Hildesheim. Había sido alcohólico, mujeriego, pródigo, nazi, desordenado para los negocios y rey del soborno. Sin embargo, había sido un hombre excepcional, alguien que hizo lo que nadie más. En tiempos difíciles arriesgó su bienestar y su vida para salvar las vidas de todos los que pudo. Oskar Schindler salvó a 1.200 judíos de las cámaras de gas. No lo hizo buscando reconocimiento, ni ventajas. Sólo porque no concebía tanta inhumanidad.
Schindler tomó el camino más imprevisible, el más complicado. Decidió que trataría de impedir cada muerte de los que estuvieran bajo su órbita. En cualquier otra circunstancia eso, quizás, hubiese parecido lo lógico. En las condiciones que lo hizo él, en la Alemania nazi en medio de la Segunda Guerra Mundial, en un entorno perverso y cegado moralmente, fue una proeza maravillosa. Esos escasos momentos en que alguien actúa por afuera de lo que se espera, que se separa de la conducta del resto, que no se deja arrastrar por la inercia. En este caso la inercia conducía a asesinatos masivos, a eliminar los rasgos humanos de la vida de las personas.
Schindler no naturalizó la barbarie. Fue un hombre que durante un lapso actuó de manera excepcional. Que perdió su fortuna, que puso en riesgo su vida, que resignó comodidad, que procuró que un animal voraz y feroz no se devorara a las personas a su cargo, que dedicó todas sus fuerzas para detener una maquinaria atroz. Por un momento lo consiguió.
Coimero
Emilie Schindler, su esposa, que conocía bien a Oskar lo definió a la perfección: “Ni antes ni después de la Guerra hizo nada que valiera la pena. Pero ahí, en esos años difíciles, él se destacó. E hizo lo que nadie fue capaz. Esos fueron sus mejores años”.
Muchas de sus debilidades de carácter, de esos defectos, de esos vicios que desarrolló para triunfar en los negocios fueron los que lo ayudaron a lograr su obra excepcional, la supervivencia de esas 1.200 personas. Su facilidad para entender el ánimo ajeno, la prestancia para la coima, la firmeza para hacer un pedido o la falta de pudor para obtener una ventaja fue lo que posibilitó que Schindler supiera cuáles eran los intersticios del poder nazi en los que podía ocultar a sus trabajadores.
Sintió que sólo podía actuar de una manera, que ante la masacre no había otra opción que ultimar los esfuerzos para salvar a todos los que pudiera. Podría haberse limitado a salvar a unos cuantos, a un puñado. A aquellos con los que se había encariñado o los que eran de real utilidad. Eso habría sido financieramente menos costoso y personalmente menos peligroso. Su conciencia podría haber quedado a salvo con esas vidas que él habría rescatado, con esos hombres que pudo haber ocultado. Diez, doce, quince vidas que se prolongarían gracias a él; personas que le estarían agradecidas para siempre.
La marroquinería
Su historia estuvo oculta durante muchos años. Muy pocos la conocían. Se escuchaba como en sordina, difusa, poco convincente. Era más parecida a una leyenda, a una fábula que al recuento de un hecho real. Hay un gran responsable de que hoy sepamos quién fue Oskar Schindler. Poldek Pfefferberg llegó a Estados Unidos después de la guerra. Era un Schindlerjuden, uno de los judíos salvados por Schindler. En el último encuentro que habían tenido en Europa, en medio de una partida de cartas que se parecía mucho a una despedida, Pfefferberg le dijo a Schindler: “Vos me diste la vida, yo te voy a dar la inmortalidad”. Y no fue una frase de borrachos, ni una expresión de deseos. Pfefferberg dedicó su vida a conseguir que el mundo conociera la obra de Schindler.
Al llegar a Estados Unidos Pfefferberg cambió su nombre por el de Leopold Page y se instaló en California. Al poco tiempo había logrado poner una marroquinería en Beverly Hills. Desde detrás del mostrador procuró que cada celebridad que ingresara a su local conociera la historia. Creyó que en Hollywood sería sencillo encontrar quien llevara al cine la vida del hombre que había salvado su vida y la de muchos más. Durante mucho tiempo nadie escuchaba al simpático y hábil vendedor. Se dice que una vez hasta llegó a retener la tarjeta de crédito y la cartera de la esposa de un alto ejecutivo de un estudio hasta que no le consiguiera una cita con su marido.
Todo cambió una tarde de 1980. El escritor Thomas Keneally había presentado su último libro, una novela histórica titulada Confederados. Le estaba yendo muy bien en Estados Unidos. Terminó su gira después de una charla en una librería de Los Ángeles. Faltaba un día y medio para que tuviera que tomar el avión que lo llevaría a su casa en Australia. Salió a pasear por Beverly Hills. Recordó que su maletín tenía una de las manijas rotas. Debía comprar uno nuevo. Se alejó unas cuadras para evitar las tiendas más caras hasta que en una calle lateral vio grandes carteles de liquidación y descuentos en una marroquinería. Se paró en la vidriera a observar.
Leopold Page salió del negocio y se presentó. Era entusiasta y hablaba con un fuerte acento de Europa Oriental. Su pronunciación era dura y cortante pero su discurso articulado y afable. Un seductor que pretendía encantar a un posible cliente. Cuando Keneally le dijo qué buscaba, el hombre se ofreció a mostrarle varios modelos. Lo arrastró hacia dentro del local con la excusa de que el aire acondicionado lo iba a aliviar. Naturalmente, Page, con su alegre persistencia, logró su objetivo.
En el momento de pagar, todo cambió. La siguiente pregunta, proveniente de la verborragia del vendedor, cambiaría la vida de Keneally y de varios más, y modificaría también la percepción de un personaje histórico. “¿A qué se dedica?”. Luego de la respuesta vino la frase que Keneally y el resto de los de su oficio escucharon cientos de veces en su vida: “Yo tengo una historia que usted tiene que contar”.
El escritor, a partir de ese momento, sólo pensó en cómo evadir lo que seguía. Pero el vendedor no le dejó demasiadas opciones. Se metió dentro de una habitación trasera y regresó con dos grandes cajas. En ellas tenía documentos, artículos periodísticos y fotos sepia. Thomas Keneally se quedó en el negocio varias horas más. Había encontrado el tema de su siguiente libro: Oskar Schindler. Poldek Pfeffeberg (o Leopold Page) estaba empezando a cumplir su promesa.
El arca de Schindler (como se llamó en un momento) o La Lista de Schindler ganó varios premios literarios y se convirtió en un best seller. A partir del libro de Thomas Keneally el mundo conoció la lista del empresario alemán, afiliado al partido Nazi, que salvó a 1.200 judíos.
La película
Los derechos cinematográficos fueron comprados de inmediato, en 1982, semanas antes de que el libro estuviera en la calle. Sin embargo, su traslación al cine se demoraba. Page sabía que la película tendría otra repercusión. Llamaba semanalmente a la secretaria del presidente del estudio que tenía los derechos para pedirle que comenzaran el rodaje. Hasta que se enteró que el que finalmente tenía el libro era Steven Spielberg. Una tarde, la madre del director entró a su marroquinería. Al enterarse de quién era, Page la acosó. “Usted es la única que lo puede convencer. Dígale a su hijo que deje de hacer esas tonterías con dinosaurios y cosas peludas y filme la vida de este hombre”, dijo entre muchas otras cosas. Hasta consiguió que la mujer llamara a Spielberg desde su negocio. Unos meses después, Leopold se convirtió en uno de los asesores históricos de la película.
Oskar Schindler no era parecido a Liam Neeson. Su cara era una mezcla de las de George Saunders y Charles Boyer, dos actores de otros tiempos. La frente extensa, las mejillas abultadas, ojos vivaces; sus rasgos tenían una rara solemnidad y como todos los hombres de su tiempo parecía más grande de lo que era.
Los que lo conocieron concuerdan en que contaba con un carisma especial. Un aire de liviandad lo envolvía. Encontró su propia manera de avanzar: no pasar nunca inadvertido, pero tampoco nunca ser tomado demasiado en serio. No representar una amenaza para nadie y obtener con su encanto beneficios que no merecía.
Aspiraba a vivir bien, sin hacer mayores problemas. En su ambición vitalicia de Bon vivant, la buena vestimenta era un requisito indispensable. Trajes cruzados, corbatas de seda italiana, el pelo cuidado.
Nació en Moravia (actual territorio de la República Checa) en 1908. Se casó muy joven, a los 20 años, con Emilie. Ella tenía un año más. Trataron de salir adelante juntos. Eran malos tiempos económicos. El matrimonio tampoco era lo que ambos habían soñado. Ella veía poco a su marido. Oskar gustaba de salir de noche a tomar con sus amigos y sus aventuras amatorias eran conocidas por todos en la ciudad. Tuvo dos hijos extramatrimoniales. Siguieron juntos pese a todo.
En la década del 30 la trayectoria de Oskar es sinuosa. Algunos le atribuyen haber sido agente de inteligencia alemán en Checoslovaquia. Dicen que su labor ayudó el avance nazi en esas tierras gracias a información confidencial, delaciones y pequeñas operaciones. Los problemas con las mujeres y varias detenciones por ebriedad marcaron sus días. Mientras tanto encaraba distintos negocios con diversa suerte. Su ambición era hacer fortuna.
En 1939, en los albores de la guerra, se afilió al Partido Nazi. De pronto le surgió la posibilidad de adquirir una fábrica de enlozado en Cracovia, Polonia, que había sido arrebatada a sus antiguos dueños por su condición de judíos. Rápidamente la empresa comenzó a funcionar. El cambio de rubro fue el paso necesario para el despegue económico. Empezaron a hacer ollas, cacharros y otros utensilios para los soldados alemanes que estaban en el frente de batalla.
Emalia -así se llamaba la fábrica- empezó a contratar más personal. La mayoría era fruto del trabajo esclavo: prisioneros judíos provenientes de los campos de concentración, una modalidad usual en la época.
Schindler aceitó los contactos con jerarcas nazis y así su empresa seguía sin problemas de abastecimiento ni de contratos. Se involucró en otros negocios: vidrio y una distribuidora. En un inicio la contratación de los judíos no sólo seguía la lógica de la época sino que, al ser trabajo esclavo cobrado por los captores alemanes, el costo era mucho menor. Pero las condiciones en las que vivían en los campos hizo despertar a Schindler. Los más de mil empleados sostuvieron que Schindler nunca los maltrató, que en el ámbito de trabajo eran respetados.
Con el correr del tiempo, Oskar consiguió que sus empleados durmieran en su fábrica para que sus condiciones de vida fueran al menos humanas y al mismo tiempo para alejarlos de las matanzas arbitrarias que realizaban los nazis.
Cuando el Gueto de Cracovia fue liquidado, sus trabajadores se salvaron porque estaban recluidos en la fábrica. Schindler había accedido a información confidencial y ese dato preservó la vida de cientos. Schindler hacía todo lo necesario para que quienes estaban a su cargo no fueran asesinados por los nazis. Mentía, engañaba y sobornaba a los soldados nazis que venían a detener a su gente.
Alcohol y dinero
Cuentan que tres soldados alemanes ingresaron a la fábrica con violencia y con la orden y la determinación para llevarse a una familia entera. Schindler trató de hacerlos entrar en razón pero no lo consiguió. Al menos logró llevarlos hacia su despacho para parlamentar. Tres horas después los soldados salieron de la fábrica, totalmente borrachos, con los bolsillos repletos y sin la familia a la que habían ido a buscar. Otra vez logró que regresaran unas 300 mujeres que habían sido enviadas a un campo de concentración.
El avance ruso complicó los planes. Pero la persistencia, la picardía, el poder de convicción y la fortuna de Schindler, siempre dispuesta para los sobornos, consiguieron lo que parecía una quimera. Convenció a las autoridades de trasladar la fábrica y a sus más de mil empleados a tierras checas y reconvertirla en una fábrica de municiones. La lista de Schindler incluía hijos, esposas, personas enfermas: no permitió que ninguna familia se desmembrara. Mantener unidas a las familias era una de sus preocupaciones mayores. Clamaba por las esposas detenidas de sus empleados; a muchas logró llevarlas a su fábrica. Una formación de 250 vagones llevó por las vías a los 1200 Schindlerjuden y los implementos para montar la nueva empresa hacia República Checa.
Luego de un tiempo, el avance de los rusos hizo que Schindler debiera escapar. El rol de Schindler en esos años era imposible de explicar, algo demasiado complejo y poco usual como para poder ser entendido en esos tiempos de emociones fuertes, de cambios drásticos, de convulsión. Los nazis habían sido derrotados. Y sus 1.200 personas habían sobrevivido. Les consiguió una muda de ropa, algunos alimentos y un poco de plata para que se integraran a la vida cotidiana post Adolf Hitler.
En Argentina
Luego de la guerra, Oskar huyó junto a su esposa para no ser detenido por los soviéticos. Ese habría sido su final. Los primeros años en Alemania no fueron buenos para él que había consumido toda su fortuna en busca de lograr que su gente sobreviviera. Luego de un tiempo en Europa, llegó a la Argentina. Trajo seis familias de Schindlerjuden con él. Oskar y Emilie se instalaron en la Provincia de Buenos Aires.
Ella se dedicó a criar cerdos y a la ganadería. Schindler quiso montar un criadero de nutrias. El negocio fue un fracaso absoluto. Tuvo que cerrar y las deudas se acumularon. Los historiadores, al ver la escasa capacidad para hacer negocios que evidenció después de la guerra (en su regreso a Alemania fundió una fábrica de cemento en menos de un año), atribuyeron el éxito de sus empresas en los años 40 a la tarea de Stern y los demás especialistas judíos que lo aconsejaban y trabajaban para él.
Schindler se fugó de la Argentina. Dejó a su esposa y una larga cola de acreedores. Emilie se hizo cargo de las deudas. Nunca más volvieron a verse. Ella siguió viviendo en el país hasta poco antes de octubre del 2001, cuando murió a los 94 años.
Luego del estreno de la película de Spielberg, Emilie fue entrevistada por periodistas de todo el mundo. Reclamaba, con justicia, reconocimiento también a su tarea. Y fustigaba con dureza a Oskar. No olvidaba lo que la había hecho sufrir. Decía que era un mujeriego, un haragán, un hombre que en la mala la abandonó y la dejó solo y cargada de deudas.
En los últimos años el apellido de Oskar se convirtió en un genérico. Los ejemplos de los hombres que hicieron algo por oponerse a la barbarie, por salvar vidas amenazadas arbitrariamente en los años del nazismo se convirtieron en “Schindlers”. Así aparecieron el “Schindler de Polonia”, “El Schindler austríaco” y demás.
En Israel su labor fue reconocida gracias al impulso y a los testimonios de los Schindlerjuden, las personas que él salvó. En los últimos años de su vida, estos sobrevivientes lo ayudaron económicamente cada vez que lo necesitó. Fue nombrado por Israel como Un justo entre las naciones, un hombre que actuó bien en tiempos en que los demás no lo hacían, un reconocimiento para los no judíos que ayudaron durante la Shoah a las personas del pueblo judío.
Sus últimos años no fueron fáciles. El alcohol le había pasado factura. Le costaba moverse, los dolores dominaban su cuerpo. El hígado le fallaba. En Alemania la noticia de su muerte no tuvo mayor repercusión. Apenas un comunicado perdido en las páginas interiores de los diarios. El New York Times publicó un breve obituario unos pocos días después.
Alguien recordó su testamento. No había bienes para legar pero sí una importante disposición de última voluntad: Oskar Schindler quería que sus restos fueran enterrados en el Monte Zion, el cementerio católico de Jerusalén: es el único miembro del Partido Nazi en haber sido aceptado allí.
Los Schindlerjuden se encargaron de que así sucediera.