Simon Cowell es uno de los más grandes villanos de la historia de la televisión. Tiene una ventaja respecto a sus colegas (El Pingüino, el Joker, Walter White, los hombres de K.A.O.S, la Momia Negra): es real. O, al menos, lo aparenta.
Simon Cowell, que hoy cumple 65 años, es un magnate del mundo del espectáculo. Alma mater de American Idol, el programa televisivo más exitoso de este siglo, creó otros dos formatos convertidos en franquicias mundiales como The Factor X y Got Talent y lanzó artistas como One Direction, Susan Boyle, Leona Lewis y Fifth Harmony, entre otros. Se calcula que su fortuna supera los 500 millones de dólares.
Más allá de todo eso (existen otros productores musicales y televisivos muy exitosos), su gran legado es el de haber redefinido a los jurados televisivos.
El jurado que cambió el género en la TV
Cowell nos hizo dar cuenta de que a los televidentes les gustan algo más que los programas de competencias. Se debe ser más específico: les gustan los programas con jurados. La adrenalina y el morbo de ver a aspirantes y amateurs demolidos por especialistas, de presenciar como muchos se enfrentan a la dolorosa verdad de que sus sueños no se van a cumplir.
Ya no hay crítico gastronómico de una gran revista que sepulte el futuro de un restaurante, tampoco un texto publicado un jueves en la sección de espectáculos de un diario condena una película al fracaso, ni la reseña de un académico rencoroso puede hundir el futuro de un best seller. Ni hablar de que una crítica de la Rolling Stone -dos estrellas sobre cinco puestas con desprecio-, haga que un disco no suba en los charts (casi ya no quedan ni charts de ventas ni discos y la Rolling ya no califica los discos). De todas maneras, las devoluciones de los jurados de los concursos televisivos pueden viralizarse con una facilidad pasmosa y pueden consagrar a un desconocido. Ejercen sobre el espectador un hipnotismo único.
Y el gran responsable de eso, de esa nueva categoría del show business que es la de los jurados de la TV, es Simon Cowell: el hombre que inventó un oficio, lo definió, lo llevó a cumbres que los demás ni pueden soñar, mientras amasaba una fortuna.
Un árbitro, un severo e impiadoso juez del gusto. Y no sólo musical. Porque Cowell puede criticar desde la voz al aspecto físico del participante sin el menor prurito. Un personaje de una (divertida) maldad de otro tiempo.
En la era de la fragilidad y la complacencia, Simon Cowell significó una revolución.
Cómo empezó Simon Cowell
Desde muy chico quiso ingresar a la industria musical. A los 18 años le consiguieron un trabajo en la sala de correo de una gran discográfica. Desde allí fue ascendiendo a fuerza de su osadía e ideas novedosas. Siempre fue ambicioso.
Logró convertirse en productor en poco tiempo. No tuvo inconvenientes en ganarse un lugar. Aceptó trabajos que otros rechazaban y los convirtió en grandes éxitos. En ese inicio la mayoría eran encargos que provenían del mundo de la tv: canciones para programas infantiles, banda de sonido de los Power Rangers o musicalizar a dos marionetas que lideraban el rating de la mañana.
Luego probó con productos pop y también las canciones de sus artistas lograron hacerse lugar en los rankings aunque sin lograr ningún número uno. Pero en la industria británica ya hablaban de él y de su visión.
Fundó su propia compañía y se asoció a una multinacional. Al poco tiempo ante los problemas de la discográfica más grande, adquirió todas las acciones de la empresa. De pronto, luego de una mala temporada, todo se cayó. Las acciones pasaron a valer mucho menos y él debía seguir pagando el préstamo que había obtenido para adquirirlas (de esa época le quedó una pulsión a pagar todo en efectivo: prometió no volver a tener deudas en su vida, sólo compraría lo que pudiera pagar en ese momento).
Estuvo al borde de la bancarrota. Para pagar deudas vendió su Porsche y se compró un auto usado de 7.000 dólares. Llegó a tener como capital solo 4 libras esterlinas que llevaba en el bolsillo.
Entregó la lujosa casa en la que vivía y debió volver a vivir con sus padres.
Su carrera parecía terminada. Debía reinventarse.
La reinvención de Cowell
El golpe produjo otro efecto en Cowell: le hizo perder el miedo. Lo que tenía que salir mal, ya había salido mal. Debía probar algo que lo hiciera sentir bien, indagar en nuevos caminos.
Junto a Simon Fuller, creador de las Spice Girls, presentaron un formato de programa en la televisión inglesa. Lo llamaron Pop Idol. Algún distraído podría haber pensado que era otro programa más de talentos. Pero no. Era una revolución.
El programa explotó en el Reino Unido y luego, convertido en American Idol, cruzó el océano. La condición para hacer la versión norteamericana fue que Simon se convirtiera en uno de los jurados. En el estrado, durante esos primeros años, lo acompañaron Randy Jackson y Paula Abdul pero eso no importaba demasiado. Simon era la gran atracción.
Podrán imitarlo, igualarlo jamás
Desde su silla en American Idol generó una manada de imitadores. La gran mayoría de baja calidad. Sin brillo, con una maldad impostada, sin matices, sin sorpresas, sin la convicción ni el conocimiento necesarios. Sin la gracia ni el genio verbal de Simon.
Cowell sabiendo hacer bien su papel no confiaba en su velocidad de respuesta, en su innata crueldad. Durante la semana trabajaba con un coach que lo proveía de un largo catálogo de ignominias y vilezas ingeniosas para tener a mano en el momento preciso.
En ese personaje que creó para las cámaras- que según dicen se parece bastante a él- Cowell procura ser justo. No se deja ablandar por una historia personal, por la simpatía del concursante ni por las miradas más tiernas -menos ecuánimes- de sus colegas.
Su caso nos mostró una verdad inapelable: estos concursos de talentos dependen mucho menos de los participantes, de los talentos, que de los jueces. No importa si deben cantar, bailar, oficiar de sastres, desfilar u hornear cupcakes. Son los jurados, estúpido.
Los críticos y los jurados contundentes, seguros de sí mismos, suelen ser muy arbitrarios. Simon rara vez lo es. Pocas veces se equivoca, pocas veces retuerce sus argumentos. En medio de un gran show, consciente de ser el centro de un gran show, en un ámbito en el que prima la impostura, él suele inclinarse por la verdad que, sabemos, es generalmente incómoda, antipática.
Le gustaba burlarse de los participantes que se paraban frente a él y le decían que habían sacrificado todo para llegar hasta allí: “Eso es mentira”, les decía. “Son chicos de 18, tal vez 19 años, dicen eso pero es basura, ni ellos se lo creen. Repetían lugares comunes y alguien tenía que decírselos”, explica a la distancia.
Buscaba que el espectador se riera, pero también moldear su gusto musical, guiarlo en ese raro bosque de voces codiciosas.
Hay algo en él que va contra la época aunque haya entendido perfectamente de qué manera hacerse notar, cómo ser original. Cowell no es bobamente condescendiente, les dice a sus concursantes que no alcanza la extravagancia y la osadía para destacarse, que pueden llegar a ser famosos brevemente de esa manera, pero que él prefiere el talento y el trabajo. Y prefiere, claro, a los que son únicos, a los que no tratan de parecerse a los demás.
Considera casi un deber mostrarle a los que no están dotados que carecen del talento necesario. Es una especie de servicio (incómodo) que brinda.
La fama le llegó de grande. Es probable que ese factor haya colaborado para no descarrilara, para que se mantuviera enfocado en momentos de gran exposición. Un equilibrio que le dieron los años. Y el éxito inesperado, tardío, no logró sacarlo de eje. Sólo los exitosos no prematuros, los que ya saben qué es fracasar, logran sacar más provecho que heridas de la fama. “El éxito no te convierte en un monstruo. Sólo te permite serlo”, suele decir.
Jurado todo terreno
Un ejemplo de las consecuencias de la fama: alguna vez en pleno éxito de American Idol, fue interrumpido por un señor mayor en un exclusivo restaurante de Los Ángeles. El hombre le pidió hablar con él en privado un momento; Simon aceptó. Le preguntó si podía contratarlo para un asunto personal. Simon le respondió que no hacía shows privados pero que le intrigaba saber qué tenía en mente. La propuesta lo sorprendió y logró lo imposible: dejarlo sin palabras. El hombre le dijo que quería que presenciara cómo él y su esposa mantenían relaciones sexuales y luego les hiciera una devolución inclemente y los calificara. Estaba dispuesto a pagar 150.000 dólares. Simon hizo silencio y esperó a que el hombre se riera, pero no. La propuesta era muy seria.
Estuvo 9 años en American Idol. Los años de esplendor del programa que luego con su ausencia fue decayendo de a poco. Pero desde 5 años antes, Simon había creado The X Factor en Inglaterra. No quería cobrar sólo una parte por más que fuera un sueldo inmenso; quería manejar el negocio, ser el jefe. Así que diseñó un nuevo formato de programa de talentos y lo instaló. Luego vendría el tiempo de Got Talent.
En el medio instaló artistas como One Direction, Fifth Harmony, Susan Boyle, Westlife y Leona Lewis. Usinas de hits y de millones de dólares.
Cowell cree que uno de sus grandes méritos como productor es no ser snob. Se vanagloria de tener un gusto promedio, el mismo gusto que el público en general. Está convencido que ese es el secreto de su éxito, que por eso sus productos suelen impactar en la gente. Desdeña, con fervor, toda sofisticación artificial. “En mi casa están los DVDs de Tiburón y Star Wars, los libros de John Grisham y Sidney Sheldon y los discos de mis artistas”, afirma.
La clave del éxito
Una habilidad más para explicar su éxito: entiende con relativa facilidad por qué algo se convierte en un suceso, comprende los mecanismos del éxito. Pero su principio general parece ser otro: aquello que lo entretenga a él, seguramente entretendrá al gran público.
Entiende también que su industria sólo funciona lo que es un buen negocio. Su lema es: “Al final de la tarea, todos quieren su cheque”.
Su vida sentimental fue durante años un enigma. Se le conocieron algunas novias pero él aseguraba que moriría soltero. Hasta que en 2013 se supo que estaba saliendo con Lauren Silverman, la esposa de un amigo suyo. Los tabloides se hicieron un festival con la situación y le devolvieron a Simon mucha de la acidez que él le dedicó a los participantes de los realitys. El ex marido de Lauren inició un divorcio por adulterio y los detalles escabrosos se multiplicaron. Al poco tiempo se conoció que Lauren esperaba un hijo de Simon. Eric Cowell nació el 14 de febrero de 2014. La pareja sigue unida hasta la actualidad.
En 2016 hubo un gran cambio en su vida. Una madrugada se cayó por las escaleras de su casa. Todavía no se había acostado, seguía trabajando, haciendo arreglos en una canción, despertando asistentes para corregir aspectos contractuales. Luego de recuperarse, decidió cambiar su vida, ver crecer a su hijo, ordenar sus horarios y dejar de trasnochar.
En 2020 estuvo a punto de no volver a caminar. Sufrió un accidente con su bicicleta eléctrica y se rompió la espalda. Lo intervinieron quirúrgicamente, tuvo una larga convalecencia repleta de incertidumbre pero tras una recuperación trabajosa logró retomar su vida cotidiana.
La vida después de la muerte
Hace unos años expresó que en el momento de su muerte le gustaría que lo congelaran, una criogenización. Aquello que en Walt Disney es mito, en él sería realidad. Una especie de apuesta al futuro de la ciencia: “Si tengo la posibilidad de hacerlo, por qué no lo haría. No sabemos qué puede pasar más adelante. Yo, por si acaso, por si la medicina avanza más, jugaré una ficha más”, dijo.
En un plano más cercano, más cotidiano, prometió no aplicarse más bótox en su cara porque había llegado a deformarlo. Lo decidió el día que su hijo no lo reconoció en una foto de unos pocos años atrás.
Simon Cowell tiene mucho más para dar. Seguirá paseando su ingenio y su maldad, su insoportable honestidad, por los realitys de talentos y seguirá, con su ambición intacta, procurando descubrir el siguiente nuevo grupo pop. La intriga reside en saber si su gusto sigue estando alineado con el del público, con el de la época.
Lo sabremos bastante pronto. Unas semanas atrás lanzó en Inglaterra una convocatoria para crear una boy band.
A los 65, Simon Cowell ataca de nuevo