Cavaron, como topos, durante cinco meses de terror, once o doce metros bajo tierra, sin hacer ruidos que alertaran al enemigo, que estaba muy alerta, con extremos cuidados para no provocar derrumbes y morir en el intento, con un ojo puesto en las tuberías subterráneas de agua para no perforarlas y terminar todos ahogados como ratas y no como topos; cavaron y cavaron, bajo el calor agobiante del verano berlinés y el inicio amenazante del otoño; cavaron con devoción, con ahínco, con precisión, con astucia, eran muchachos jóvenes sin demasiada experiencia en túneles laberínticos, sino que estaban interesados en los laberintos de las ciencias exactas, eran estudiantes de física, de química, de ingeniería, o vivían enfrascados en otros laberintos, los de la filosofía, la metafísica, la lógica, la estética. Los unía, en cambio, un amor enorme por la libertad. Por eso cavaban. Como topos. Y por debajo del Muro de Berlín.
Lo curioso era que no escapaban del infierno hacia la libertad. Cavaban desde la libertad hacia el infierno para que otros muchos pudieran huir de ese infierno hacia la libertad. Tenían, tuvieron, el enorme coraje moral de ponerse en el lugar del otro. Y cavaron hasta que el 3 de octubre de 1964, hace ya sesenta años, lograron que cincuenta y siete berlineses del Este huyeran de aquel “paraíso comunista” al que llamaban, con cínica ironía, República Democrática Alemana, y llegaran al Berlín libre, a la República Federal de Alemania. Fue la fuga más exitosa, la más numerosa de todas las que intentaron burlas, muchas fallaron, aquel muro de la vergüenza que pervivió hasta 1989.
El Muro de Berlín fue la herida sangrante que quedó abierta en Europa después de la Segunda Guerra Mundial. La Alemania derrotada había sido dividida en dos por las potencias aliadas que ya no eran más aliadas. Una mitad del país, la mitad del Este, en manos de la URSS que hasta 1953 comandó José Stalin, y que a inicios de los años 60 estaba en manos de Nikita Khruschev; y la otra mitad, la del Oeste, bajo dominio de Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y Canadá. En esa división, la antigua capital del Reich de Adolfo Hitler, Berlín, estaba también partida en dos mitades dominadas una por los soviéticos y otra por los aliados.
La división fue primero formal, casi retórica. Pero en 1961, a dieciséis años de terminada la guerra, la economía había trazado una frontera tácita pero indiscutible. El progreso económico de Alemania Occidental, impulsado por un plan de ayuda diseñado por Estados Unidos, había dejado atrás a la Alemania Oriental, sumida en la pobreza y bajo el yugo de la URSS. Desde el final de la guerra, más de cuatro millones de alemanes habían dejado el Este para pasar al Oeste. En su mayoría eran profesionales: médicos, ingenieros, maestros, abogados técnicos, científicos. La misma proporción de fugas se daba en Berlín con un singular detalle amenazador: allí regían dos economías. Los berlineses del Este que trabajaban en el Oeste cobraban un salario que duplicaba los que pagaba Berlín Oriental; los alimentos y el resto de los bienes de consumo eran más baratos en el Este, por los que los habitantes de Berlín Occidental solían comprar en el sector oriental los productos que subvencionaba la URSS. El éxodo hacia Berlín Oeste de la elite profesional alemana, cada vez mayor, amenazaba convertir a Berlín Este en un páramo. Aquella era una realidad destinada al choque: ni la economía del Este podía aguantar el vaciamiento, ni la del Oeste podía dar albergue, trabajo y salario a miles de inmigrantes internos sin verse herida de gravedad.
El Muro nació como embrión en junio de 1961, cuando Khruschev y el entonces presidente de Estados Unidos, John Kennedy, se encontraron en Viena, Austria. Mantuvieron un duelo verbal durísimo en el que Khruschev propuso una Berlín rusa e independiente (a la manera soviética), lo que implicaba el retiro de las tropas aliadas de la ciudad. Kennedy se negó. Khruschev prometió una guerra y Kennedy le dijo que habría una. No iba a haber una guerra, que de haberla, sería nuclear. Pero la URSS se impuso cerrar Berlín Este al resto del mundo. Al amanecer del domingo 13 de agosto de 1961, una fuerza soviética de quince mil hombres, armada con pilares de madera y rollos de alambres de púas plantó lo que luego serían los cimientos del muro, a lo largo de ciento cincuenta y cuatro kilómetros que dividió a Alemania en dos; de ellos, cuarenta y cuatro kilómetros de púas habían sellado la suerte de Berlín. Primero fueron alambres y torres de madera porque Khruschev pensó que si Occidente protestaba y tomaba alguna represalia, siempre había tiempo de volver atrás. Pero Occidente protestó y no hizo nada más. De modo que con los días, las púas dejaron paso al cemento.
Los topos que cavaban bajo el Muro en 1964, apenas si conocían su historia: lo habían padecido más que desentrañado. Casi todos habían nacido a finales de 1930 y principios de los años 40, cuando ya la Alemania de Adolfo Hitler se había lanzado a conquistar el mundo. Eran veinteañeros, cargaban un profundo convencimiento y también había alguna que otra pistola para ser usada en defensa propia si era necesario, pero en realidad estaban armados de palas y de idealismo. Enfrentaban a un enemigo astuto e implacable, la “Stasi”, la temida policía secreta del Este, que estaba metida hasta las cejas en la sociedad alemana bajo dominio soviético. Los topos no tenían demasiada alternativa: iban a traer hacia la libertad a parte de sus familias, a sus amigos, a sus afectos, a su propia historia. No podían arriesgarse a que el plan de fuga fuese conocido por extraños porque los “stasis” tenían miles de ojos y oídos pegados a las paredes y a las almas.
Uno de los topos de aquel túnel, que sería conocido como “Túnel 57″ por la cantidad de personas que lograron huir, era Joachim Neumann, había nacido en 1939, tenía veinticuatro años en 1964 cuando excavaba bajo el Muro, y una historia de resistencia que había empezado en 1961, a sus veintiún años. Junto a Neumann se turnaban en palear tierra a doce metros de profundidad, treinta y cinco berlineses occidentales, entre ellos, Wolfgang Fuchs, que había vivido en el Este hasta 1957 y se había mudado a Berlín Occidental para trabajar como óptico. También cavaba Reinhard Furrer, otro chico de veinticuatro años que luego sería un físico renombrado, profesor en la Universidad de Stuttgart y de la Universidad de Chicago. En 1982 fue elegido como uno de los astronautas de la primera misión alemana Spacelab, que se lanzó el 30 de octubre de 1985.
Neumann, Fuchs y Furrer fueron, de algún modo, los padres de la ingeniería de túneles bajo el Muro, que tuvo muchos intentos y pocos éxitos.
Cuando se lanzaron a construir el “Túnel 57″, los chicos ya eran casi veteranos. Neumann, estudiante de ingeniería civil, se había largado del Este en 1961 con un pasaporte suizo falso y se unió en Berlín Oeste con otros estudiantes amigos que también habían huido del Este y estudiaban en la Universidad Libre de Berlín Occidental. Armaron una banda de audaces dispuestos a jugarse el cuero y, si eso era posible, a humillar a la “Stasi” y a sus agentes soviéticos. En 1964 Neumann ya tenía experiencia en túneles. Había participado en el verano de 1962 de un grupo de jóvenes estudiantes liderados por dos italianos, Doménico Sesta y Luigi Spina, que habían abierto un pozo en un sótano del número 7 de la Schönholzer Strasse 7, y después de ciento cuarenta metros bajo tierra habían asomado la cabeza en una fábrica vacía del 79 de la Bernauer Strasse: por allí huyeron del Este veintinueve berlineses, hombres, mujeres y chicos, sin que la Stasi y los guardias del muro se dieran cuenta. Fue conocido como el “Túnel 29″, dada la cantidad de fugados al oeste.
Ahora, Neumann y sus muchachos lo intentaban otra vez. Eligieron para empezar, el sótano de una panadería abandonada en el 97 de la Bernauer Strasse. Cavaron una abertura rectangular, ancha como para que alguien pudiera deslizarse por ella a gatas. El grupo lo integraban una treintena de muchachos, divididos en turnos de doce, y el pozo empezó a transitar las honduras de la calle Bernauer, bajo el cemento del Muro, bajo los pies de las tropas soviéticas, bajo un vallado de señales que se activaban al menor roce, bajo lo que se conocía como “Franja de la Muerte” que era una especie de tierra de nadie, desmantelada por los soviéticos, y cubierta de clavos de acero para evitar en la superficie el tránsito de vehículos, una zona vigilada por torretas artilladas y focos que se encendían en la noche.
La calle Bernauer era todo un símbolo. Había sido la aorta de Berlín antes de la guerra y aun antes, cuando el Imperio. La división de Berlín la había despanzurrado: desde el número 1 al 50, el lado sur de la calle, estaba en el sector soviético. Desde el 51 hasta el 121, había quedado en el sector aliado, bajo dominio de las fuerzas francesas. La estación del subterráneo Bernauer Strasse, de la Línea D, había quedado en la frontera entre el Este y el Oeste, por lo que los soviéticos sellaron sus entradas y la convirtieron en una estación fantasma.
La calle Bernauer había sido escenario de los primeros intentos de huida de los berlineses porque las ventanas de los edificios del Este daban al Oeste, sólo había que dar un paso, peligroso y fatal: era el precio de ganar la libertad. En realidad, ni bien alzado el Muro, nacieron los intentos de fuga. El primero, a dos días de plantadas las alambradas de púas. El 15 de abril de 1961, Conrad Schumann, un soldado de la policía militarizada del Este, corrió hacia los alambres, se deshizo de su fusil y saltó hacia el oeste. Una semana después, Ida Siekmann saltó desde la ventana del tercer piso de su casa en la Bernauer Strasse y se convirtió en la primera víctima mortal del Muro.
Un mes después de la tragedia de Siekmann, el 25 de septiembre, Frieda Schulze, una anciana de setenta y siete años que vivía en el 29 de la calle Bernauer, se asomó a la ventana de su primer piso, arrojó a su gato hacia Berlín Oeste, hizo lo mismo con un par de cosas personales, ropa fotos que eran parte de su vida, ató unas sábanas y, como los presidiarios de las caricaturas, se lanzó a la calle para caer también ella en Berlín libre, como su gato. Pero se asustó, no supo cómo seguir, amarrada a las sábanas atadas, balanceada por las sábanas atadas, como el cairel de una extraña lámpara. La vieron unos jóvenes berlineses del Oeste, siempre rondaba gente por la Bernauer dispuesta a ayudar a algún fugitivo, que intentaron enseguida trepar la pared para ayudarla; mientras, la policía comunista entraba al departamento de Frieda y llegaba a su ventana para impedirle fugar. Así que durante varios minutos la anciana fue trofeo en discusión de unos y otros, hasta que llegaron los bomberos de Berlín Oeste, tendieron una red y Frieda se soltó, cayó en manos amigas y en territorio libre.
En 1961, las autoridades de Berlín Oriental empezaron vaciar y a demoler aquellas casas frontera; dejaron esa tierra de nadie, asfalto y limo, bajo la que cavaban los topos del Túnel 57.
No todos los intentos eran pasos de comedia con final feliz como el de Frida y su gato. Casi ninguno lo era. En agosto de 1961, Gunter Liftin, de veinticuatro años, fue asesinado al intentar huir del Este. Era un sastre renombrado, había sido diseñador y modisto de actores y actrices de la época. Trabajaba en Berlín Oeste y vivía en Berlín Este. Intuyó algo, vio, supo, entrevió lo que parecía inevitable y, junto a su hermano, empezó una mudanza hormiga del Este al Oeste. Llegó a llevar a su estudio de alta costura en Berlín Oeste, desarmada en piezas pequeñas, su tesoro máximo: su máquina de coser. El sábado 12 de agosto, después de una noche intensa de amigos, rock y cervezas en el lado occidental, Gunter y su hermano regresaron al Este: dormían cuando se alzó el muro de alambres de púas.
El 24 de agosto intentó cruzar al otro lado atravesando a nado las aguas del canal Spandauer. No era algo loco: para entonces, más de ciento cincuenta berlineses habían huido de igual forma por el canal Teltow; un chico más joven que Gunter él, había lanzado su Wolkswagen contra una alambrada de púas y había pasado al sector francés de Berlín Occidental, y otro muchacho le había arrebatado el fusil a un guardia para que no pudiera dispararle y había cruzado los alambres hacia Berlín Oeste. Gunter pensó por qué no. Se lanzó al canal y lo balearon los guardias fronterizos. Herido y resignado, Gunter alzó las manos y se rindió, pero los guardias se burlaron, volvieron a dispararle y lo mataron de un balazo en el cuello. Lo dejaron varias horas en el agua, a modo de escarmiento. Era una orden de la máxima autoridad de Berlín Este, el presidente del Consejo de Estado, Walter Ulbricht, un comunista fanático, que era quien había autorizado a tirar a matar contra quienes intentaran fugarse.
El 17 de agosto de 1972, no demasiado lejos de donde los topos cavaban el Túnel 57, pero en la superficie, dos chicos de dieciocho años, Peter Fechter y Helmut Kulbeik, intentaron trepar el Muro cerca del famoso Checkpoint Charlie que marcaba el ingreso al sector americano de Berlín Occidental. Los guardias comunistas los balearon a los dos. Helmut llegó a cruzar al otro lado, pero Fechter cayó en el lado Este, herido en la pelvis. Pese a sus gritos de dolor y a sus pedidos de auxilio, nadie lo ayudó. Los guardias lo dejaron morir desangrado, ante la mirada de cientos de testigos y de periodistas que filmaron incluso cuando la policía militar comunista levantó el cadáver. Fechter era el asesinado número cuarenta y tres por intentar pasar el Muro.
A los topos de Neumann, que se adentraban bajo tierra en la Alemania del Este, deben haberle llegado los ecos de la brutal muerte de Fechter. Siguieron empeñados en llegar al otro lado, al del infierno, con un rigor inquebrantable. Años después, recordaría Neumann: “Hacíamos un hoyo profundo en la tierra y, como equipo, cavábamos las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana, en turnos de doce horas y durante varios meses. Tumbados boca arriba, empujábamos la pala diez centímetros cada vez, y usábamos un carro atado a una cuerda para retirar la tierra. Los túneles tenían ochenta centímetros de alto y ochenta de ancho: pequeños para cavar rápido, pero amplios para poder dar la vuelta en ellos. Aunque era claustrofóbico, mi verdadero miedo eran los guardias fronterizos y la Stasi, que escuchaban para detectar cualquier movimiento bajo tierra y cavaban sus propios túneles para interceptar los nuestros”.
La excavación del Túnel 57 duró cinco meses de trabajo demoledor. Los topos dormían en la panadería abandonada durante las semanas en las que estaban de turno; metían la tierra en bolsas de harina que apilaban en el local vacío y de vez en vez, se quitaban el barro del cuerpo con el agua escasa que les llegaba en baldes: “Olíamos fatal”, recordaría Neumann entre sonrisas. Tenían una guía, un plano un poco burdo y no muy exacto: sabían tal vez por dónde andaban, pero ignoraban en cuál sitio de Berlín Este iban a emerger. Salieron a la luz en la parte trasera de un edificio de departamentos de Strelitzer Strasse 55. Era una especie de baño en desuso instalado en lo que parecía haber sido un jardín, ya devastado, del edificio. Recién supieron dónde estaban cuando asomaron, cautelosos, sus narices a la calle.
¿Cómo seguía ahora la fuga? Con el túnel hecho, había que avisar a la familia, padres, hermanos, primos, a los amigos y a los afectos, que todo estaba listo, adónde era que estaba abierta la boca del túnel y que todos tenían que apurarse porque el peligro era inmenso. El Túnel 57 estuvo listo para ser transitado hacia el otro lado de Berlín Este el 3 de octubre de 1964. Desde la panadería abandonada en Berlín Oeste, los topos habían cavado en total ciento cuarenta metros de largo, a doce metros de los pies del poderoso ejército soviético y de la policía militar alemana a su servicio.
¿Cómo avisarle a quienes que iban a fugarse? Los topos tenían en el Este los llamados “ayudantes de fuga o fluchthelfer”, gente de inmenso coraje que se encargaba de la logística de la huida en el lado Este. Estaban al tanto de los planes, de la marcha de los túneles, recibían mensajes de los topos destinados a sus familias y pasaban las respuestas, todo un servicio secreto nunca a salvo de indiscreciones, filtraciones y traidores. Ese 3 de octubre, también tendrían a su cargo acercar, ayudar, amparar a los viajeros, además de vigilar la zona de fuga. Fueron ellos, los “fluchthelfer”, quienes junto a la dirección a la que debían acudir los fugitivos, el 55 de Strelitzer Strasse, pasaron la palabra clave que deberían pronunciar para ser admitidos: “Tokio”.
Hans-Joachim Tilleman, uno de los fugados, recordó años después: “Nos dijeron la dirección y nos pidieron que fingiéramos que estábamos en una visita normal de domingo por la tarde a unos conocidos. Así que caminamos por el costado de la calle, justo enfrente había un puesto de vigilancia de los soldados fronterizos, y contamos los números de las casas: 53, 54… 55. Y estábamos muy cerca de los soldados. Y eso ya era bastante inquietante: el corazón se acelera un poco. Al otro lado de la calle, trepado en lo alto de un edificio, había un “fluchthelfer” que debía encender una luz si algo andaba mal. Como no vimos ninguna luz, entramos al edificio donde nos esperaban unas pocas personas. Dijimos: “Tokio”, y nos dejaron pasar. Atravesamos un pasillo, nos quitamos los zapatos y entramos al patio interior. En la parte trasera había un pequeño cobertizo, o algo parecido. Nos dejaron pasar, bajamos a un pozo y empezamos a arrastrarnos por él”.
Así salió de Berlín Este la primera tanda de fugados: eran veintiocho. Al día siguiente, Neumann recibió una carta de su novia, Christa, a la que suponía presa por un intento anterior de fuga. Su libertad estaba prevista para diciembre, pero después de dieciséis meses de prisión la habían liberado antes de tiempo. Eso le contaba a su novio: no tenía ni idea del Túnel 57, ni imaginaba lo oportuno que era su carta. Neumann la recibió por medio de uno de los ayudantes de fuga. Luego recordaría: “Le envié yo también un mensajero para contarle lo del túnel, pedirle que se uniera a los fugitivos y pasarle la palabra clave que debía decir. Para que confiara en el “fluchthelfer”, también le mandé un osito de peluche que ella me había mandado a Berlín Oeste: así sabría que era yo”.
La segunda noche de fuga, la tarea de Neumann era la de reptar por el túnel hacia Berlín Este y vigilar desde aquel baño, cobertizo, establo o lo que fuese, a los fugitivos que cruzaban el patio del jardín devastado rumbo al túnel. “Eran familias, parejas, toda gente que conocíamos. El ambiente era tranquilo, un poco eufórico, pero tenso. Al poco rato, llegó uno de los excavadores con una mujer del brazo. Me dijo: ‘Cuidado con esta chica: está muy nerviosa’. Era Christa. Nos abrazamos, pero yo no podía ir con ella: tenía que terminar el trabajo”.
Esa noche se fugaron otras veintinueve personas. Pudieron ser más, pero algo se torció. La guardia fronteriza sospechó; alguien había hablado de más, algo, una sutileza, un dato, se había filtrado sin intención ante los oídos atentos y siempre dispuestos a sospechar de los soviéticos, tal vez alguien había ido con el cuento a los “stasi”: nunca se supo. Pero en medio de la noche aparecieron algunos agentes en la puerta del 55 de Strelitzer Strasse; los desconocidos dijeron que tenían que recoger a un amigo, lo que era un verdadero disparate: allí nadie iba a buscar a nadie, todos querían irse. El disparate alertó a los topos y a los “fluchthelfer” que encararon la retirada mientras los guardias pedían refuerzos. Quien había avisado del peligro era Furrer, el topo que con los años sería astronauta. La retirada fue veloz y completa: había habido suerte, pero se había acabado.
Hubo entonces un incidente que Neumann recordó así años después: “Cuando los guardias volvieron con refuerzos hubo disparos de uno y otro lado. Uno de nuestros excavadores, llamado Christian, disparó mientras llegábamos a la boca del túnel. A la mañana siguiente, la radio de Berlín Oriental dijo que ‘agentes del Oeste’ habían matado a un guardia fronterizo. Era un joven militar, Egon Schulz, que había muerto cuando lo trasladaban al hospital. La RDA lo convirtió en mártir y en un elemento de propaganda. Recién en los años 90 se supo la verdad: Schulz había sido asesinado por disparos hechos por sus camaradas del Este. Christian se fue a la tumba pensando que había matado al muchacho: nunca se lo perdonó”.
El “Túnel 57″ fue demolido de inmediato. Acusados de la muerte del joven guardia fronterizo, los topos respondieron con globos que lanzaron por sobre el muro y que llevaban una carta adherida en la que se leía: “El asesino es la policía secreta de Alemania del Este. El verdadero asesino es el sistema que abordó la huida masiva de sus ciudadanos y no eliminó la causa del problema: construyó un Muro y dio la orden de que alemanes fusilaran a otros alemanes”.
Neumann y Christa se casaron tiempo después. Vivieron en Frankfurt, le prohibieron visitar a sus abuelos en la RDA, estuvo en una lista negra del gobierno comunista que incluso empañó un poco su trabajo como consultor internacional en 1971: para entonces, Neumann era responsable de proyectos de transporte, incluido el que sería luego el túnel bajo el Canal de la Mancha. No podía ser de otra manera.
Los túneles como método de fuga de Berlín Este se convirtieron en proyectos más riesgosos de lo que ya eran, cuando los soviéticos ampliaron la tierra de nadie detrás del Muro, lo que hacía imposible una excavación tan larga. De un total de treinta y nueve túneles construidos mientras vivió el Muro, once se hicieron en la simbólica Bernauer Strasse, de esos once, sólo tres tuvieron éxito, entre ellos el “Túnel 57″. Treinta de los treinta y nueve túneles tuvieron sentido Oeste-Este. Los otros nueve nacieron en el lado comunista: fueron los de más éxito.
Las ansias de fugar de Berlín Este no empezaron con el “Túnel 57″ ni terminaron con él. En diciembre de 1961 el maquinista de tren Harry Deterling y el carbonero Hartmut Lichy pasaron de largo por Staaken la última estación del sector oriental de la ciudad y se metieron a ochenta kilómetros por hora en Berlín Oeste: a bordo del tren viajaban treinta personas, familiares y amigos de ambos. En mayo de 1963 Heinz Meixner, un austríaco que era tornero en Berlín, alquiló un Austin-Helay Sprite, un pequeño auto deportivo inglés, le quitó el parabrisas, le desinfló un poco las ruedas, metió a su novia, Margarete Thurau recostada bajo el capot rebatible, y a su suegra en el baúl del deportivo y atravesó, por debajo, la barrera de un puesto fronterizo de control. En abril de 1963, Wolfgang Engels, un soldado mecánico del ejército de la RDA robó un blindado un día antes de los festejos comunistas por el 1 de Mayo y lo estrelló contra el muro sin atravesarlo. Maltrecho y herido por los disparos de sus camaradas, logró pasar al otro lado protegido por el fuego amigo de los militares de Berlín Oeste, como evocó el colega Hugo Martin en 2022 en su nota: “Túneles, globos y hasta en tanque: las fugas más increíbles a través del Muro de Berlín”. Sobre finales de los 70, cuando ya el Muro era una presencia insoportable en Europa y en el resto del mundo, los intentos de fuga recrudecieron. En noviembre de 1979, el mecánico Hans Peter Strelczyk, el albañil Gunter Wetzel sus esposas y cuatro hijos se fugaron en un globo aerostático que, con buenos vientos, tardó treinta minutos en llevarlos a Berlín Oeste.
Aunque las cifras no serán nunca exactas, las oficiales dicen que cinco mil setenta y cinco personas lograron fugar a Berlín Occidental. Ciento noventa y dos murieron en el intento, casi todas baleadas por la policía militarizada del sector comunista. Otras doscientas fueron heridas, algunas de gravedad; otras víctimas eligieron el suicidio a ver frustrados sus planes de escape o agobiados por la desesperación, la tristeza y la impotencia de no ver a sus familias, a sus amigos, a sus amores.
Con el comunismo jaqueado en Europa, con las ansias de renovación y transparencia que guiaron a Mikhail Gorbachov en los años 80, el 9 de noviembre de 1989 el largo paredón de la vergüenza cayó derrumbado por la realidad y por el espíritu indomable de los berlineses. Junto con el Muro cayó el régimen comunista enclavado desde 1945.
Aquella noche de otoño en la que, un poco por sorpresa, miles de berlineses del Este pudieron cruzar al otro lado, la noche en la que ya no hubo más “lados” en Berlín, también cruzó la frontera que ya no existía hacia el Oeste, una muchacha sorprendida, feliz y un poco tímida. Era Angela Merkel. Con el tiempo, sería canciller de la Alemania unificada.