Teruko Yahata es sobreviviente de la bomba de Hiroshima y relata ese momento como si lo estuviera viviendo de nuevo. Su voz se quiebra en el momento en que recuerda esa luz cegadora mientras jugaba en el patio de su casa a unas 25 cuadras del hipocentro (lugar de la explosión) ese 6 de agosto de 1945, a las 8:15.
Esa mañana desde más de nueve mil metros de altura, el Enola Gay, un bombardero B-29 de la fuerza aérea estadounidense, liberó a Little Boy, la primera bomba atómica. La detonación se produjo a 600 metros del suelo. Al instante, la temperatura se elevó a más de un millón de grados centígrados, el aire se prendió fuego y una bola roja de 256 metros de diámetro devoró el horizonte. La muerte cayó sobre decenas de miles de personas.
Yahata cuenta que esa mañana estaba de vacaciones de verano y “era un día con el cielo azul muy claro”. Hasta ese momento de la luz fluorescente que trajo muerte desde el cielo.
El momento de la explosión
Teruko tenía ocho años aquel lunes que rompió su vida en plena vacaciones de verano en Hiroshima. Yahata llegó a Buenos Aires para acompañar la Exposición sobre las bombas atómicas y la paz de Hiroshima y Nagasaki, camino hacia los 80 años de los bombardeos en el 2025. La muestra que se inaugura hoy en el ex CCK, es la primera de su tipo en un país hispanohablante de Latinoamérica, después de una edición en Brasil en 2008.
Antes de iniciar su relato, la mujer se para frente al auditorio repleto y saluda al estilo japonés. Sus manos son iluminadas por la lámpara que luego le servirá para leer algunas partes de su historia que no recuerde con exactitud. Primero muestra algunas fotos de su vida antes de la bomba. Una imagen junto a sus dos hermanas y sus padres. Otra en la que empieza primer grado en la escuela pública de la ciudad. “En ese momento ya había empezado la Guerra del Pacífico”, explica.
“Recuerdo ese primer día de clase con mucha felicidad -sostiene la sobreviviente-. En la ceremonia de ingreso había una fila de cerezos florecidos. Y todo el suelo estaba tapizado de un rosa claro”. Los sentidos de esta mujer pueden encontrar belleza en sus recuerdos, pese a tanto horror vivido.
“Antes de las 8:15 éramos ocho en casa: mi bisabuela, mi abuela, mis padres, mi hermana mayor, mis dos hermanos menores y yo - recuerda Teruko-. Desayuné tarde, cansada por haber nadado el día anterior en la playa con mi familia. Enseguida me fui al patio de atrás de mi casa”.
A esa hora, el avión estadounidense lanzaba la bomba sobre Hiroshima. el cielo estalló en un relámpago azul y blanco. “Como si de pronto todo el cielo se transformara en una única luz fluorescente”, relata la mujer. Yahata, sorprendida, se cubrió el rostro con los dedos: tres para los ojos, el pulgar para las orejas, el meñique para la nariz. La mujer lo vuelve a hacer frente al auditorio 79 años después de haber vivido el horror de Hiroshima. Mientras intentaba tirarse al suelo, como había aprendido en la escuela, pero la luz la derribó. Desmayada, perdió el conocimiento.
En este momento su voz en japonés sube el tono. Es como si Teruko volviera a ese patio de su casa natal de Hiroshima.
Aquí el relato se la mujer se detiene y sus ojos harán una especie de recorrido por los escombros de lo que hasta hace unos minutos era su casa natal. “Vi puertas rotas y vidrios clavados en los acolchados y en la espalda de mi bisabuela. Todo era una gran nube de polvo alrededor.
Sobrevivir a Hiroshima
“Cuando escuché el grito de mi madre: ‘¡Todos, reúnanse aquí!’, fui lanzada de cinco a seis metros, desde el patio hasta la puerta principal. Atravesé el pasillo y la sala de ocho tatamis. El dolor de cabeza era insoportable. Arrastrándome, seguí la voz de mi madre, pero solo encontraba polvo y escombros. Mi padre subió corriendo las escaleras hechas añicos y bajó a mi bisabuela, atrapada tras la caída del techo. Mi madre tomó un gran acolchado del armario, lo extendió sobre la familia y dijo con una voz firme y desgarrada: ‘¡Muramos todos juntos!’”.
Cada noche que le cuesta dormir, la mujer vuelve a estar debajo de esa manta junto a todos los miembros de su familia. “Siento el calor y la unión de ese momento una y otra vez”, cuenta.
Tras el primer momento, los Yahata salieron de su casa y pusieron rumbo a la montaña. Allí se cruzaron con los sobrevivientes de la bomba atómica que venían desde el centro de Hiroshima. “Eran como fantasmas. Se les desgarraba la piel y gemían”, relata Teruko con un tono de voz quebrado. La familia también sufrió el embate de la lluvia negra que cayó tras la explosión de la bomba atómica. “Después supe que muchos se enfermaron por eso”, explica la sobreviviente.
Su padre la llevó a la escuela, porque Yahata tenía una herida en la frente. Allí la atendieron. “Escuchaba gemidos por todos lados y el olor a piel quemada que el viento esparcía por todos lados”, recuerda Yahata y otra vez su tono y su mirada indica que se transportó de nuevo a ese 6 de agosto de 1945.
La escuela convertida en crematorio
El hospital improvisado estaba en la escuela primaria de Yahata. Allí convivió con heridos que tenían el cabello erizado y la piel quemada que le colgaba de sus dedos como trapos. El campo de deportes del colegio se convirtió en un crematorio gigante. “Allí fueron quemados unos 2.000 cuerpos en 7 pozos”, relata Teruko.
Después del bombardeo, la familia de Yahata fue evacuada a la casa de unos familiares en Koiue-machi, a cuatro kilómetros del hipocentro. Allí, comió una bola de arroz caliente. Algo tan simple, pero que la llenó de felicidad. “Es el día de hoy que preparo esa misma comida cuando quiero agasajar a un invitado”, dice. Desde el refugio de sus parientes al pie de las montañas que rodean Hiroshima, una Teruko de 8 años vio a su ciudad prendida fuego. “Se veían las llamas rojas a lo lejos”, recuerda.
Un rumor recorría las calles: “En Hiroshima no crecerán plantas por 75 años”. Su padre decidió quedarse para reconstruir su empresa, mientras el resto de la familia se mudó a Hikari, en la prefectura de Yamaguchi, rodeados de montañas y mar. Muchos en Hiroshima vivían en barracas, en barrios marginales, mientras el daño por radiación seguía oculto.
El miedo a la radiación aún la persigue a Yahata. Al igual que el olor de la piel quemada de las víctimas. “Hay noches que no puedo dormir. Y tengo miedo de lo que me pueda pasar. Sin embargo, creo que tengo que relatar mi historia para que no vuelva a pasar”, explica,
La mujer recuerda a una amiga de la secundaria, también sobreviviente de la bomba. La chica, de apellido, Suetsugu, se enfermó 16 años después de la bomba. “A los 24 años tuvo leucemia y murió tras un año de agonía”, recuerda Teruko. Antes de morir, mientras su amiga estaba en el hospital la escuchaba hablar y aferrarse a la vida. “Decía que quería ver el cielo, vivir, vivir y bailar como Cenicienta”. Sin embargo, la chica murió a los 25.
Yahata se pone de pie y el auditorio aplaude conmovido. La mujer hace el clásico saludo japonés y mira al público. Baja los escalones con agilidad como una pequeña grulla. En su rostro se dibuja un gesto de satisfacción. Teruko siente que volvió a cumplir su misión. La de denunciar el horror atómico que ella vivió en carne propia.